Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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– ¿Por qué no puedes ser un poco más flexible? -le había pedido Yánkele-. Si se trata sólo de una noche, no de la eternidad.

– Porque no puedo soportar a su madre -le había contestado.

– ¿Y quién te está pidiendo que la soportes? -se enfadó con ella Yánkele-. ¿Hay alguien que la soporte? Nadie es capaz de hacerlo, pero se trata de mantener una buena relación de vecindad, no de que te cases con ella. ¿No podrías ceder? Nosotros no vivimos solos aquí, hay otras personas, y es necesario hacer algunas cosas quiera uno o no -y cuando se dio cuenta, por su silencio, de que pensaba mantenerse en sus trece, intentó ganársela por las buenas diciéndole-: Son nuestros vecinos del otro lado de la valla, debemos tener una buena relación con ellos, no podemos hacer lo que queramos y, además, es importante tener en cuenta varias cosas, por ejemplo que somos sus socios en la cosecha del caqui, que tenemos unos campos compartidos y que son de los más veteranos del lugar y tienen mucha influencia, así es que no veo por qué tienes que empezar a…

– No puedo -dijo Rajela dando un golpe con la mano en la almohada en la que apoyaba la cabeza-. Precisamente porque son viejos en el lugar y porque tienen influencia, porque tú quieres ser su socio y eres capaz de sentarte con ellos en el césped a pasar toda la noche para comer juntos un cuarto de pollo, precisamente por esas ansias de aparentar que aquí en Israel todos somos muy amiguitos.

– ¿Por qué no nos dejas vivir? -se había desesperado Yánkele-. ¿Por qué, sencillamente, no nos dejas vivir? ¿Qué hay de malo en verse con otras personas?

– No tengo nada de que hablar con ellas -dijo Rajela, y lo dijo porque fue lo primero que se le ocurrió.

– ¡Pues no hables! Tú no eres mejor que todos los demás -le espetó Yánkele-. Deja de creerte alguien, con ese aire de superioridad -le dijo. Y Rajela, que de repente se dio cuenta de que él tenía razón, que ella no era superior a los demás y que ya no le quedaban argumentos, ni siquiera para formulárselos a sí misma, dijo-: No he dicho que yo sea mejor, porque puede que incluso sea bastante peor.

– Ni mejor ni peor -gritó Yánkele-. ¡Como todos! Simplemente como todos. Ninguno somos nada del otro mundo, sino simples personas que van viviendo sencillamente. Si no vienes conmigo -dijo para finalizar-, no te hablo más.

Y fue con él, sólo por evitar la discusión que de otro modo se produciría. Aunque, de todas formas, ésta tuvo lugar, porque cuando regresaron a casa y se fueron a dormir, ella volvió la cara hacia la pared, como si estuviera muy ofendida, porque él no le había perdonado, ni hasta el día de hoy, y eso que ya habían pasado ocho años, que durante la boda no ocultara el fastidio que todo aquello le suponía. Y la verdad es que Yánkele tenía razón, porque también en aquella ocasión había querido soplar y sorber, como la princesa del cuento, que se presentó ante el príncipe montada pero sin montar, vestida pero sin vestir, tal y como él se lo había pedido. Qué bonito le parecía a ella ese cuento cuando era niña, qué inteligente había sido la princesa pobre al haberse montado en una borriquilla para poder arrastrar uno de los pies por el polvo del camino y así ir montada y a pie a la vez, y al haberse cubierto su blanca piel con una red de pescadores, de manera que hasta el meticuloso príncipe comprendió que aquello significaba que iba vestida y desnuda a la vez. Y al llevarle al príncipe de regalo una paloma que se escapó volando de las manos de aquél, con lo que también pudo salir airosa de la tercera prueba, la más difícil de todas, que consistía en llevarle y en no llevarle un regalo. Al contrario que Yánkele, ella tenía necesidad de seguir otro camino, pero le faltaba valor para ello. Tampoco sabía de qué otro camino se trataba, de manera que a veces se veía a sí misma como una especie de señorona mimada, alguien que lo tiene todo y que se lamenta por una carencia que en realidad no existe. Por eso no había sido sólo el miedo lo que durante años le había impedido ir tras sus ansias de rebelión, sino también la falta de justificación de éstas. Fue necesario que le quitaran a Ofer para que entendiera que sólo la persona a la que la vida le sonríe puede desear tener una buena vida, como la de todos, pero que uno solamente se encuentra con uno mismo cuando la vida lo coloca, con toda su crueldad, ante la necesidad desnuda.

– También yo he estado casado. Tuve una familia -le dijo Boris a Rajela, acariciando con los dedos la taza de café con el asa rota que tenía entre las manos.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo? -le preguntó Rajela, volviendo la mirada hacia él, porque hasta ese momento la había mantenido perdida en la distancia, en el extenso campo que había al otro lado de la valla. Los dos seguían allí sentados en el frío escalón de color gris que había junto al umbral de la garita de vigilancia, y Boris se quedó mirando las grandes manos de ella, meditando, antes de responderle. Su disposición a contarle ahora algo personal manaba, principalmente, de la necesidad de darle algo a cambio de la sinceridad que ella había mostrado con él. Cuando hacía un rato ella se había parado junto a la habitación y con una sonrisa llena de timidez había llamado con los nudillos al marco de la puerta, que se encontraba abierta, Boris se había sorprendido de que pudiera haber en ella tanta amabilidad y notó el rubor que los nervios le estaban pintando en las mejillas y en la frente al ver las duras facciones de ella suavizarse alrededor de la boca y un destello de alegría centellearle en los ojos, durante un instante muy breve, y la invitó a pasar. Le traía de regalo una escultura pequeña, el torso de una mujer, cuyo vientre, redondo y generoso, en alabastro amarillo, parecía estar lleno de vida, mientras unas vetas grises le recorrían los amputados muslos.

– ¿Es para mí? -le preguntó Boris, muy agitado-. Pero no tenías por qué… es caro…

– Si te gusta -dijo ella, bajando la cabeza-, ya tiene sus años, hace bastante que la hice, y tú tienes esto muy vacío -con mucho cuidado dejó la escultura sobre una mesa estrecha, el torso tendría el grosor de su propio brazo y los pechos de la mujer eran redondos y plenos, y le prometió que no la dejaría allí, en la garita-. Como quieras -le dijo desde el umbral, siguiendo la mirada de él, que no se apartaba del torso.

Después, hablando con él, había dejado la taza del café sobre la tierra, que todavía estaba mojada, con el dedo se enroscaba mechones de pelo en un gesto de niña desamparada, abría mucho sus rasgados ojos y alzaba las cejas con la expresión del que no entiende, del que discrepa o del que siente un profundo dolor, y es que en todas esas expresiones le pareció ver a Boris un aire infantil de impotencia que resultaba conmovedor. Boris creyó que Rajela había ido a verlo porque alguien le había contado la desagradable situación en la que él se había encontrado como consecuencia de aquella noche, y por la manera tan indecisa con la que lo habían defendido ante las instancias superiores las gentes del moshav , que por no haber sido capaz de detenerla a tiempo lo consideraban responsable de lo sucedido y hasta cómplice de los actos de ella. Aunque también podía ser que nadie le hubiera dicho nada y que estuviera allí por iniciativa propia, que le llevaba de regalo esa escultura porque le tenía lástima. Pero el hecho de pensar que era posible que estuviera allí por iniciativa propia tampoco lograba quitarle el mal sabor de boca por el abandono al que lo había sometido durante todas las semanas que habían transcurrido desde aquella noche, la sensación de que lo había traicionado porque durante todo ese tiempo la había estado observando, noche tras noche, cuando se dirigía al cementerio sin mostrar el más mínimo interés por él, tanto que no se había atrevido a salir de la garita. Ni siquiera se atrevió a quedarse en la puerta, para que ella no creyera que se trataba de un aprovechado chantajista que pretendía hacerse el encontradizo, porque aquella noche él, sin proponérselo, había sido su cómplice. También esa vez la había visto pasar por delante de su ventana a paso muy ligero. Aunque de repente se había detenido, dubitativa y como si acabara de tomar una decisión, había vuelto sobre sus pasos para recorrer el estrecho sendero que llevaba a la garita. Él la vio, pero seguía sin atreverse a salir. Esa noche no llevaba el abrigo grande y negro, sino una gabardina corta -la primavera ya había entrado-, y le había sonreído desde la entrada, a la vez que le preguntaba qué tal estaba. Boris se quedó asombrado al ver la escultura que sacaba de la pequeña mochila, y también le sorprendió muy gratamente que aceptara con toda naturalidad la taza de café que le ofrecía, mientras se sentaba en el escalón de la entrada. Después de preparar café para los dos y cuando ya se hubo sentado a su lado, se le ocurrió pensar que si le preguntaran en ese momento y si se atreviera a contestar con sinceridad, diría que después de haber dejado de sentir una inmensa amargura hacia ella y hacia el mundo que ella representaba, un mundo que se negaba a reconocerlo de verdad, mejor dicho, no se negaba sino que simplemente trataba con total indiferencia su talento y su valía, y después de haber renunciado a mantener ningún tipo de esperanza con ella, en ese momento sentía en su interior algo muy próximo a la felicidad. Y eso que la felicidad no era un sentimiento con el que él estuviera muy familiarizado, y hasta hacía tiempo que había dejado de emplear esa palabra, porque, como mucho, a veces se permitía pensar en alguna pequeña alegría, como cuando miraba la extensión de los campos al otro lado del portón y se quedaba escuchando los sonidos de la noche. Mientras que ahora que se había producido ese pequeño milagro del encuentro, porque en ese momento cada uno de los dos hubiera estado dispuesto y hubiera podido abandonar su propio mundo para acercarse al del prójimo y sentarse como dos niños a los que hubieran dado permiso para estar solos un rato, en medio del círculo de luz que proyectaba la farola más próxima a la verja, y cuando oyó la voz de ella y cómo le hablaba con plena confianza sintiéndola tan cerca, Boris volvió a darse cuenta de la soledad en la que había vivido durante todos esos años, y con esa certeza, que quizá precisamente hubiera debido despertar en él un gran dolor, volvió a nacer algo muy parecido a aquel sentimiento que la palabra que lo designaba había sido completamente borrada de su vocabulario. En ese momento cantaron unas ranas y un perro les contestó desde lejos con unos ladridos.

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