Batya Gur - Piedra por piedra

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Una madre hace saltar por los aires la tumba de su propio hijo. Éste murió durante el servicio militar, víctima de una macabra broma. En la tumba se habían esculpido las usuales palabras anónimas que se emplean en estos casos: «Caído en acto de servicio». Pero la madre no lo acepta. En la tumba de su hijo tiene que ser grabada, bien visible para todos, la verdad: «Asesinado por sus superiores».
Éste es el comienzo de una larga serie de desesperados intentos por parte de Rajel para que se haga justicia. Como en otras novelas de Batya Gur que no pertenecen a la serie policiaca de Michael Ohayon, por la que es conocida en España, se ponen al descubierto las contradicciones y el lado oscuro de la sociedad israelí.

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También ese rato con Boris le pareció un instante pasajero de gracia y afinidad aunque carente de pasado y de futuro, porque estaba convencida de que cada uno volvería a su vida de antes.

Pero Rajela, claro está, se equivocaba, porque Boris quería algo más: sentía que en algún lugar del interior de ella seguía latiendo la simiente de un sentimiento que buscaba una salida en el consuelo, que una presencia equilibrada, comprensiva y sincera podría abrirle una brecha en la muralla que ella misma se había construido desde dentro. Lo que él deseaba era proporcionarle una salida.

– ¿Tienes hijos? -le preguntó, confusa, de repente, al darse cuenta de que no sabía nada de él.

– Uno -dijo, levantando un dedo-, uno solo, que ahora ya es mayor, tiene mujer y una niña.

– ¿Se ha quedado allí? ¿Y tu mujer también?

Boris asintió.

– ¿Os habéis divorciado?

– Hace tiempo, antes de que yo decidiera inmigrar, primero fue la separación y luego lo formalizamos.

– ¿Y los echas de menos? -le preguntó de repente, con dulzura.

Boris sonrió condescendiente.

– Pues claro, tengo añoranza, pero no sé de qué, no sé si los echo de menos a ellos o a mi pasado, a mi patria, si es que existe algo así.

– ¿Dónde vivías? ¿Vivíais? -insistió ella en seguir preguntando, y cuando le contestó «San Petersburgo», le preguntó si había nacido allí, de manera que al final él se encontró contándole con todo detalle su infancia en la Moscú sitiada, hablándole del hambre que pasaban y de lo mucho que su madre había luchado para que pudieran sobrevivir, acerca de sus estudios en la escuela, unos estudios que a causa de la guerra no pudo terminar hasta que no cumplió los dieciocho, con medalla de oro y las máximas calificaciones-. Como todos los judíos, porque no nos quedaba otra opción -sonrió ruborizado, y después le contó que había estudiado ingeniería ferroviaria en el Institut de San Petersburgo.

– ¿Cómo que ingeniería ferroviaria? -se sorprendió Rajela.

– Así lo decidieron por mí -asintió sin resquemor-. Durante aquellos años no se podía elegir lo que se iba a estudiar, ni dónde vivir, no se podía elegir nada -explicó, y añadió que lo que a él realmente le interesaba era la escritura y que la verdad es que toda su vida de estudiante se la había pasado escribiendo.

Entonces ella quiso saber qué es lo que escribía.

– Pues romances, poemas, canciones -dijo en tono de disculpa.

– Pero ¿eres poeta? -le preguntó, y a él le pareció haber percibido un finísimo deje de inquietud mezclado con un nuevo tono de sorpresa-. ¿Que has escrito poemas?

– No exactamente -dijo confuso-, no soy ni un Pushkin ni un Pasternak -y tartamudeando, como si buscara las palabras precisas, intentó explicárselo-. También escribo la melodía, son poemas a los que he puesto música, para cantarlos, una especie de… -y tras un momento de duda añadió-: canciones políticas.

Y mientras hablaba con ella le venía a la memoria el sabor del alforfón mezclado con agua y con serrín y el del nabo casi podrido, y la visión de las manos de su madre, enrojecidas por el frío, cuando regresaba de su trabajo a la única habitación que habían recibido de la Komunalia Kvartira en lugar del pequeño apartamento que habían tenido hasta entonces, el olor de la cocina que compartían con todas las demás familias, las caras hoscas de todos los miembros de la familia que vivía en la habitación contigua cada vez que Boris se encontraba con alguno de ellos por el pasillo, no sólo porque fueran judíos, sino simplemente porque estuvieran allí ocupando lugar, y los colores del fuego para calentar el agua del baño semanal en el enorme cuarto de baño que también compartían con todos los demás inquilinos. En aquella época había tenido siete, ocho y nueve años, y se avergonzaba por tener que desnudarse en presencia de su madre, que ya por entonces llevaba el pelo recogido en una trenza gris al tiempo que los dientes de delante se le habían puesto negros, aunque todavía era joven.

Ahora le hablaba de cosas menos importantes sobre su escritura, como a media voz, sobre alguna crítica que había escrito de vez en cuando, sobre los poemas que publicaba en los periódicos de los estudiantes y sus columnas satíricas.

– Pero no peligrosas, aunque firmadas con mi verdadero nombre -gracias a las cuales lo habían llamado para que fuera el editor de la revista de los ferrocarriles. Rajela le preguntó también por qué había inmigrado a Israel, qué era lo que lo había empujado a ello, y Boris, que no había tenido intención de contarle su vida, y desde luego no el asunto de su divorcio, dejó a un lado las generalidades y se puso a explicarle muy despacio que, paralelas a nuestra vida externa, en ocasiones, actúan en nuestro interior unas fuerzas que dan lugar a unos procesos de los que no somos en absoluto conscientes de que se están produciendo y que sin que nos demos cuenta acaban por conformar nuestra personalidad. Hablaba de sí mismo, pero Rajela notó que aquellas palabras calaban gota a gota en su propio interior como si de una hermosa melodía se tratara, nueva pero a la vez conocida. Al oírlo no podía determinar en qué momento concreto había empezado a sentirse judío y extranjero, aunque volviendo la vista atrás le parecía que había sido lo de los juicios contra los médicos, que se desarrollaron precisamente cuando nació su hijo, y puede que tampoco eso fuera una casualidad, lo que acabó por dar forma a su identidad judía, a pesar de que se había casado con una chica, una compañera de estudios, que no era judía-. Mi madre… ella se oponía -añadió Boris con un suspiro que escondía una sonrisa.

– Pero ¿por qué? ¿Porque no era judía?

– No, ésa no era la razón durante aquellos años que siguieron a la Revolución. Mi madre era profesora de química, y comunista, incluso después de que mi padre desapareciera, y creía que todos éramos iguales. No, no era por la religión, pero percibía algo, eso es lo que me dijo entonces. Sospechaba de ella, no la quería, ni siquiera cuando vivió con nosotros en San Petersburgo. Ella, mamá, creo que le tenía miedo. Eran unos días muy duros y no se sabía en quién podías confiar. Todos delataban a todos.

– ¿Y tu madre tuvo razón? -se aventuró Rajela a preguntar.

– Puede, quién sabe, sólo mirando hacia atrás… quizá -respondió Boris confuso, y cogió de nuevo la ramita seca de antes, la partió por la mitad, y luego la siguió partiendo en trozos más pequeños hasta que le quedó en la mano un montoncito de palitos que acabó por arrojar al suelo.

– ¿Y los poemas? -preguntó Rajela.

– Sí, los poemas bien -Boris se quedó en silencio y finalmente dijo-: Les pusieron música; yo también compuse algunas melodías con el acordeón y con la guitarra, también cantaba y escribía en los periódicos con seudónimos.

– ¿Como Wisotzky? -le preguntó Rajela desconcertada-. ¿Poemas como los de Wisotzky?

– No exactamente -dijo Boris moviéndose incómodo-. Yo no era tan famoso, pero la línea era la misma, el mismo estilo, como se suele decir, poemas de protesta, de lucha política. Se quedaron callados. Por un momento quiso pedirle que le cantara algo, pero no se atrevió. En vez de eso le preguntó vacilante si todavía cantaba, y él, con una sonrisa, le contestó que no con la cabeza-. Hace ya mucho que no -dijo sin pena.

Rajela quiso preguntarle por qué había dejado de cantar, pero de pronto había apreciado en el rostro de él una expresión de cerrazón, así es que para ocultar su propia turbación y apartarlos del tema de los poemas, le dijo:

– Pero si sólo hace tres años que has venido a Israel.

– Pues sí, con la glasnost -dijo Boris, acariciándose la barba y dejando la taza a un lado.

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