Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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Karim le disparó dos veces a la cara.

Recuperó las balas en las fibras calcinadas del colchón, se metió los casquillos ardientes en el bolsillo y salió sin volverse.

Presentía que los otros dos tipos iban a presentarse con refuerzos. Esperó unos minutos en el vestíbulo de entrada y entonces vio a Kalder y Masuro llegar a paso de carga, acompañados de otros tres zombis. Entraron en el edificio por las puertas bamboleantes. Antes de que pudieran reaccionar Karim apareció frente a ellos y acorraló a Kalder contra los buzones. Blandió su arma y gritó:

– Si hablas, estás muerto. Si me buscas, estás muerto. Si me matas, es cadena perpetua. ¡Soy poli, cabrón de mierda! Poli, ¿has comprendido?

Tiró al hombre al suelo de un empujón y salió al sol, aplastando cascos de cristal bajo sus pasos.

Fue así como Karim dijo adiós a Nanterre, la ciudad que se lo había enseñado todo.

Unas semanas más tarde el joven inmigrante telefoneó a la comisaría de la plaza de la Boule a propósito de la investigación. Le explicaron lo que ya sabía. Habían matado a Donato, a priori con dos balas de calibre 9 mm parabellum, pero no se habían encontrado ni las balas ni los casquillos. En cuanto a los dos comparsas, habían desaparecido. Caso archivado. Para los polis. Para Karim.

El árabe había pedido entrar en la BRI, Quai des Orfévres, especializada en vigilancia, delitos flagrantes y asaltos. Pero sus resultados actuaron contra él. Le propusieron a cambio la Sexta División -la brigada antiterrorista-, a fin de infiltrarse en los integristas islámicos de los barrios calientes. Los polis árabes eran demasiado raros para no aprovecharse de uno. Se negó. No era cuestión de jugar a los polis, ni siquiera con asesinos fanáticos. Karim quería recorrer el reino de la noche, perseguir a los asesinos, enfrentarse a ellos en su propio terreno y surcar ese mundo paralelo al cual pertenecía. No apreciaron su negativa. Unos meses después, Karim Abdouf, número uno de su promoción en la escuela de policía de Cannes-Écluse, homicida desconocido de un drogadicto psicópata, fue trasladado a Sarzac, en el departamento del Lot.

El Lot. Una región donde los trenes ya no se detenían. Una región donde los pueblos fantasma surgían tras un recodo de la carretera, como flores de piedra. Un país de cavernas donde incluso el turismo estaba destinado a los trogloditas: gargantas, precipicios, pinturas rupestres… La región era un insulto a la identidad de Karim. Él era un árabe, un hombre de las calles, y nada podía estar más lejos de él que este maldito pueblo provinciano.

A partir de entonces dio comienzo una cotidianidad lastimosa. Karim tuvo que afrontar jornadas mortales, marcadas por misiones irrisorias. Hacer el parte de un accidente de carretera, detener a un ladrón en un centro comercial, pillar a un carterista en los lugares turísticos…

El joven inmigrante empezó entonces a vivir sus sueños. Se procuró las biografías de los grandes polis. Iba siempre que podía a las bibliotecas de Figeac o de Cahors para coleccionar artículos de prensa sobre investigaciones, sucesos, cualquier cosa que le recordara su verdadera profesión de policía. Se procuró asimismo viejos best-séllers, memorias de gángsters… Se suscribió a las revistas de profesionales de la policía, a revistas especializadas en armas, en balística, en nuevas tecnologías. Todo un mundo de papel en el cual Karim se sumergió poco a poco.

Vivía solo, dormía solo, trabajaba solo. En la comisaría, sin duda una de las más pequeñas de Francia, era temido y detestado a la vez. Sus colegas le llamaban Cleopatra a causa de sus trenzas. Le creían integrista porque no bebía alcohol. Le atribuían costumbres extrañas porque siempre rechazaba, durante las patrullas nocturnas, el desvío obligado a casa de Sylvie.

Aislado en su soledad, Karim contaba los días, las horas, los segundos, y podía pasar fines de semana enteros sin abrir la boca.

Esta mañana de lunes salía de una de estas curas de silencio vividas casi totalmente en su estudio, con excepción del entrenamiento en el bosque, donde repetía incansablemente los gestos y los movimientos asesinos del boxeo tailandés antes de quemar algunos cargadores contra los árboles centenarios.

Llamaron a la puerta. Por reflejo, Karim miró su reloj de pulsera. 07.45. Fue a abrir.

Era Sélier, uno de los polis de guardia. Tenía una expresión glauca, entre la inquietud y el sueño. Karim no le invitó a una taza de té. Ni siquiera a tomar asiento. Preguntó:

– ¿Qué pasa?

El hombre abrió la boca pero no dijo nada. Un sudor graso le pegaba los cabellos bajo la gorra. Al final balbució:

– Es… la escuela. La escuela pequeña.

– ¿Qué?

– La escuela Jean-Jaurès. Han entrado en ella… esta noche.

Karim sonrió. La semana empezaba a toda velocidad. Jóvenes gamberros del pueblo vecino habían destrozado la escuela primaria por el mero placer de arrasar el mundo.

– ¿Han armado mucho escándalo? -preguntó Karim mientras se vestía.

El policía de uniforme hizo una mueca al ver la ropa que se ponía Karim. Camiseta, vaqueros, sudadera con capucha y cazadora de cuero marrón, un modelo de los años cincuenta. Balbució:

– No, de eso se trata. Es una buena faena.

Karim se anudó los cordones de las botas montantes.

– ¿Una buena faena? ¿Qué quieres decir?

– No es obra de los jóvenes… Han entrado en la escuela con ganzúas. Y han tomado muchísimas precauciones. Ha sido precisamente la directora quien ha observado algunos detalles extraños, si no…

El moro se levantó.

– ¿Qué han robado?

Sélier silbó y se pasó el índice por debajo del cuello:

– Esto es todavía más extraño. No han robado nada.

– ¿En serio?

– En serio. Sólo han entrado en una sala y después… parece ser que se han marchado…

Durante un breve instante, Karim se observó reflejado en los cristales. Las trenzas le caían al sesgo a ambos lados de las sienes, el rostro estrecho y oscuro se alargaba en una barba de chivo. Se ajustó el bonete tejido con los colores jamaicanos y sonrió a su imagen. Un Diablo. Un Diablo surgido del Caribe. Se volvió hacia Sélier.

– ¿Y por qué vienes a buscarme a mí?

– Crozier aún no ha vuelto del fin de semana. Entonces Dussard y yo hemos pensado que… en fin, que tú… Es preciso que lo veas, Karim, yo…

– Está bien. Vamos.

8

El sol salía sobre Sarzac. Un sol de octubre, tibio y pálido como una mala convalecencia. Karim seguía al coche patrulla en su viejo Peugeot. Atravesaron el pueblo muerto que aún exhibía a esa hora los fulgores blanquecinos de los fuegos fatuos.

Sarzac no era un pueblo antiguo ni una ciudad moderna. Se extendía por una larga planicie donde desperdigaba sus inmuebles o caserones entre dos edades, sin ningún signo particular. Sólo el centro de la localidad presentaba un ligero carácter propio: un pequeño tranvía lo atravesaba de parte a parte, a lo largo de viejas calles empedradas. Cada vez que pasaba por allí, Karim pensaba en Suiza o Italia, sin saber demasiado por qué. No conocía ninguno de los dos países.

La escuela Jean-Jaurés estaba situada en el extremo este, en el núcleo de los barrios pobres, cerca de la zona industrial de la ciudad. Karim llegó a un conjunto de edificios azules y marrones, todos de aspecto miserable, que le recordaban los barrios de su infancia. La escuela se levantaba al final de una rampa de hormigón que dominaba una carretera de asfalto llena de fisuras.

En la escalinata les esperaba una mujer, oculta bajo un cárdigan oscuro. La directora. Karim la saludó y se presentó. La mujer le saludó con una sonrisa sincera y eso le sorprendió. En general solía despertar desconfianza. Karim agradeció mentalmente a la mujer su espontaneidad y la examinó en pocos segundos. Su rostro era liso como un estanque, con grandes ojos verdes flotando encima como dos nenúfares.

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