– ¿Estaba ya en esta escuela en 1981?
La mujer hizo un mohín de coquetería.
– Vamos, inspector -murmuró-, yo aún era estudiante…
– ¿No pasó nada de particular en esta escuela en aquella época? ¿Algo grave de lo cual habría oído hablar?
– No. ¿Qué quiere decir?
– La muerte de un alumno.
– No. Nunca he oído hablar de una historia así. Pero podría informarme.
– ¿Dónde?
– En la delegación de nuestra región. Podría…
– ¿Le sería posible averiguar además si un niño llamado Jude Itero estudiaba en su escuela durante esos dos años?
La respiración de la directora era entrecortada.
– Pues, claro… No hay problema, inspector. Voy a…
– Dese prisa. Pasaré de nuevo dentro de un rato.
Karim bajó apresuradamente la escalera, pero se detuvo a medio camino y se volvió.
– Sólo una cosa para su cultura policial. Hoy en día los polis ya no decimos «inspector», sino «teniente». Como los americanos.
La directora abrió sus grandes ojos a la sombra que desaparecía.
Entre todos los polis del puesto, el jefe Crozier era el que Karim menos detestaba. No porque fuera su superior jerárquico, sino porque poseía una vasta experiencia y daba a menudo pruebas de una auténtica intuición policial.
Oriundo del Lot, antiguo militar, Henri Crozier, cincuenta y cuatro años, pertenecía a la policía francesa desde hacía una veintena de años. De nariz aplastada, mechones engominados, como peinados con rastrillo, reflejaba rigor y dureza, pero su humor podía también aflorar con una bondad desconcertante. Crozier era un individuo solitario. No tenía esposa ni hijos e imaginarlo en el centro de un hogar era una idea de ciencia ficción. Esa soledad le acercaba a Karim, pero era su único punto en común. Aparte de esto, el jefe tenía todos los rasgos del poli de pocas entendederas. La clase de sabueso que habría querido reencarnarse en un pastor alemán.
Karim llamó y entró en la oficina. Archivos metálicos. Olor de tabaco perfumado. Pósters a la gloria de la policía francesa, siluetas inmóviles y mal fotografiadas. El árabe sufrió otra náusea.
– ¿Qué es este follón? -preguntó Crozier sentado detrás de su mesa.
– Un robo y una profanación. Hechos con discreción, con esmero. Y muy extraños.
Crozier hizo una mueca:
– ¿Qué han robado?
– En la escuela, unos registros. En el cementerio, no lo sé. Habría que practicar un registro minucioso en el interior del panteón donde…
– ¿Crees que hay relación entre los dos golpes?
– ¿Cómo no creerlo? Dos robos en el mismo fin de semana en Sarzac. Para disparar las estadísticas.
– ¿Pero has descubierto alguna relación entre los dos casos?
Crozier rascó el fondo de una pipa negruzca. Karim sonrió para sí: la caricatura del comisario en las series negras de los años cincuenta.
– Es posible que tengan una relación, sí -murmuró-. Una relación tenue, pero…
– Te escucho.
– El panteón profanado es el de un niño de nombre original, Jude Itero. Desaparecido a la edad de diez años, en 1982. ¿Tal vez usted lo recordará?
– No. Continúa.
– Pues bien, los registros que han birlado los ladrones son de los años 81 y 82. He pensado que tal vez el pequeño Jude había estudiado en esa escuela y que se trataba precisamente de los años que…
– ¿Tienes elementos en que apoyar esta hipótesis?
– No.
– ¿Y has indagado en las otras escuelas?
– Todavía no.
Crozier sopló su pipa a la manera de Popeye. Karim se le acercó y le habló en su tono más suave:
– Déjeme llevar esta investigación, comisario. Presiento algo oscuro en ese asunto. Una relación entre estos elementos. Parece increíble, pero tengo la impresión de que el golpe es obra de profesionales. Buscaban algo. Encontremos primero a los padres del muchacho y después llevaré a cabo un registro minucioso del panteón. ¿De acuerdo?
El comisario, con los ojos bajos, llenaba ahora con aplicación su pipa oscura. Masculló:
– Es un golpe de los skins.
– ¿Cómo?
Crozier levantó los ojos hacia Karim.
– Te lo digo yo: lo del cementerio es un golpe de los cabezas rapadas.
– ¿Qué cabezas rapadas?
El comisario soltó una carcajada y se cruzó de brazos.
– Como ves, aún te falta aprender mucho sobre nuestra pequeña región. Son una treintena. Viven en un almacén abandonado, cerca de Caylus. Un antiguo almacén de agua mineral. A veinte kilómetros de aquí.
Abdouf reflexionó mientras observaba a Crozier. El sol brillaba sobre sus cabellos engrasados.
– Creo que se equivoca.
– Sélier me ha dicho que la tumba era judía.
– ¡En absoluto! Le he dicho simplemente que Jude era un nombre de origen judío. Esto no significa nada. El panteón no tiene ningún símbolo hebreo y los judíos prefieren ser inhumados allí donde está enterrada su familia. Comisario, este niño murió a la edad de diez años. En las tumbas hebreas hay siempre en estos casos un dibujo, un motivo que ilustra este destino interrumpido. Como un pilar incompleto o un árbol derribado. Esa sepultura es una sepultura cristiana.
– Un verdadero especialista. ¿Cómo sabes todo esto?
– Lo he leído.
Crozier repitió, imperturbable:
– Es un golpe de los skins.
– Es absurdo. No se trata de un acto racista. Ni siquiera es vandalismo. Los ladrones buscaban otra cosa…
– Karim -interrumpió Crozier en un tono amistoso en el que flotaba una ligera tensión-, siempre aprecio tus juicios y tus consejos. Pero aún soy yo quien manda. Confía en el viejo zorro. Hay que ahondar en la pista de los cabezas rapadas. Creo que una pequeña visita por tu parte nos permitiría saber a qué atenernos.
Karim se puso rígido y tragó saliva.
– ¿Solo?
– No me digas que temes a un par de jóvenes con el pelo muy corto.
Karim no respondió. A Crozier le gustaba este tipo de pruebas. A su juicio, eran a la vez una cabronada y una muestra de afecto. El teniente agarró los bordes de la mesa escritorio. Si Crozier quería jugar le haría jugar a fondo:
– Le propongo un trato, comisario.
– Adelante.
– Yo interrogo a los skins en solitario. Les sacudo un poco y redacto un informe antes de la una. A cambio, usted me obtiene la autorización de entrar en el panteón y de practicar un registro en toda regla. También quiero interrogar a los padres del pequeño. Hoy.
– ¿Y si son los skins los que han dado el golpe?
– No son los skins.
Crozier encendió la pipa. Su tabaco chisporroteó como un manojo de alfalfa.
– De acuerdo -murmuró Crozier.
– Después de lo de Caylus, ¿llevaré yo la investigación?
– Sólo si tengo tu informe antes de la una del mediodía. De todos modos, los del SRPJ se nos echarán encima muy pronto.
El joven policía se dirigió hacia la puerta. Tenía ya los dedos en la manilla cuando el comisario le recordó:
– Ya verás, estoy seguro de que a los skins les encantará tu estilo.
Karim dio un portazo bajo la risa del viejo veterano.
Un buen poli estaba obligado a conocer a fondo al enemigo. Todas sus caras, todos sus aspectos. Y Karim era insuperable en el tema de los skins. Desde la época de Nanterre se había enfrentado a ellos varias veces en luchas sin cuartel. En la escuela de inspectores les había dedicado un informe exhaustivo. Mientras conducía a toda velocidad en dirección a Caylus, el árabe pasó revista a sus conocimientos. Para él, un modo de evaluar sus posibilidades frente a los cerdos.
Rememoró sobre todo los uniformes de las dos tendencias. No todos los skins eran de extrema derecha. También estaban los Red Skins, de extrema izquierda. Multirraciales, superentrenados, con un código de honor, eran tan peligrosos como los neonazis, si no más. Pero frente a ellos, Karim tenía alguna posibilidad de salir indemne. Recapituló brevemente los atributos de cada uno. Los fachas llevaban su bomber, la cazadora del ejército del aire inglés, del derecho: del lado verde brillante. Los Reds, por el contrario, la llevaban del revés, del lado naranja refulgente. Los fachas ataban sus zapatos de descargador de muelle con cordones blancos o rojos. Los rojos, con amarillos.
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