Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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El policía guardó silencio y examinó la exigua habitación, con los muebles colocados en línea recta. Conocía de memoria esa clase de lugar. Sabía que no estaba allí solo con Sophie Caillois. El recuerdo del muerto aún seguía flotando, como si su alma estuviera haciendo el equipaje en alguna parte de la habitación contigua. El comisario indicó los cuadros de las paredes.

– ¿Su marido no guardaba ningún libro aquí?

– ¿Por qué hacerlo? Trabajaba todo el día en la biblioteca.

– ¿Era allí donde preparaba su tesis?

La mujer asintió con un breve movimiento de cabeza. Niémans no dejaba de observar aquel rostro bello y duro. Le sorprendía haber conocido en menos de una hora a dos mujeres tan atractivas.

– ¿Sobre qué versaba su tesis?

– Sobre los Juegos Olímpicos.

– No es muy intelectual.

Sophie Caillois adoptó una expresión desdeñosa.

– Su tesis trataba de las relaciones entre la prueba y lo sagrado. El cuerpo y el pensamiento. Estudiaba el mito del athlon, el hombre original que aseguraba la fecundidad de la Tierra con su propia fuerza, con los límites transgredidos por su propio cuerpo.

– Discúlpeme -dijo Niémans-, conozco poco las cuestiones filosóficas… ¿Tiene esto relación con las fotografías del pasillo?

– Sí y no. Son clisés extraídos de una película de Leni Riefenstahl sobre los Juegos Olímpicos de 1936 en Berlín.

– Estas imágenes son impresionantes.

– Rémy decía que esos juegos habían recuperado el vínculo profundo de Olimpia, aunar el cuerpo y el pensamiento, el esfuerzo físico y la expresión filosófica.

– En ese caso concreto se trataba de la ideología nazi, ¿no es así?

– Mi marido se burlaba de la naturaleza del pensamiento expresado. Le fascinaba esa única fusión: la idea y la fuerza, el espíritu y el cuerpo.

Niémans no entendía nada de esta especie de galimatías. La mujer se inclinó y dijo de repente, con violencia:

– ¿Por qué le han enviado aquí? ¿Por qué a un hombre como usted?

Hizo caso omiso de la agresividad de la observación. Durante sus interrogatorios usaba siempre la misma técnica, inhumana y fría, basada en la intimidación. Era inútil, cuando uno era policía -y sobre todo, cuando se tenía su facha-, jugar con los sentimientos o con la psicología de bazar. Preguntó con voz autoritaria:

– A su juicio, ¿existía una razón para estar resentido con su marido?

– ¿Usted delira o qué? -exclamó ella-. ¿No ha visto el cuerpo? ¿No comprende que el asesino de mi marido es un maníaco? ¿Que Rémy fue sorprendido por un loco? ¿Un maníaco que se cebó en él, que le golpeó, torturó y mutiló hasta el fin?

El policía respiró profundamente. De hecho, pensaba en aquel bibliotecario silencioso, descarnado, y en esta mujer agresiva. Una pareja como para helar la sangre a cualquiera. Inquirió:

– ¿Cómo era su convivencia?

– ¿Qué coño le importa eso?

– Se lo ruego, contésteme.

– ¿Soy sospechosa?

– Sabe bien que no. Por favor, respóndame.

La joven le lanzó una mirada lapidaria.

– ¿Quiere saber cuántas veces follábamos por semana?

Niémans sintió que se le ponía carne de gallina.

– Coopere, señora. Yo hago mi trabajo.

– Largo de aquí, policía de mierda.

Sus dientes no eran blancos y, sin embargo, el contorno de los labios era delicioso, conmovedor. Niémans miró fijamente aquella boca, los perfiles agudos de los pómulos, de las cejas, que resplandecían a través de la palidez apagada del rostro. Poco importaba el resplandor de la tez, el color de los ojos, todas esas ilusiones de luces y de tonos. La belleza era una cuestión de línea, de esbozo. De pureza incorruptible. El policía no se movió.

– ¡Largo de aquí! -gritó la mujer.

– Una última pregunta. Rémy vivió siempre en la universidad. ¿Cuándo hizo el servicio militar?

Sophie Caillois se quedó rígida, desconcertada por la pregunta. Cruzó los brazos, como bruscamente asaltada por un frío interior.

– No lo hizo.

– ¿Le declararon inútil?

Ella asintió, bajando la cabeza.

– ¿Por qué motivo?

Los ojos de la mujer se clavaron de nuevo en el comisario.

– ¿Qué busca?

– ¿Por qué motivo?

– Algo psiquiátrico, creo.

– ¿Sufría trastornos mentales?

– Pero, ¿de dónde sale usted? Todo el mundo intenta que lo declaren inútil por motivos psiquiátricos. Eso no quiere decir nada. Uno finge, dice cualquier cosa y le declaran inútil.

Niémans no añadió nada, pero todo su ser debía expresar una sorda desaprobación. La mujer miró de repente su corte a cepillo, su sobria elegancia, y sus labios se arquearon en una mueca de disgusto.

– Cabrón de mierda, lárguese.

El se levantó, murmurando:

– Me voy ahora mismo. Pero quiero que sepa una cosa.

– ¿Qué? -escupió ella.

– Le guste o no, son personas como yo los que atrapan a los asesinos. Son personas como yo las que pueden vengar a su marido.

Durante unos segundos, los rasgos de la mujer se petrificaron, después le tembló la barbilla y prorrumpió en sollozos. Niémans dio media vuelta.

– Yo lo atraparé -dijo.

En el umbral, dio un puñetazo a la pared y lanzó por encima del hombro:

– Se lo juro por Dios: yo atraparé al hijo de puta que ha matado a su marido.

Fuera, una claridad argéntea le golpeó el rostro. Manchas negras bailaron bajo sus párpados. Niémans dudó un momento. Se esforzó por andar tranquilamente hasta su coche mientras los halos oscuros se transformaban poco a poco en rostros de mujer. Fanny Ferreira, la morena. Sophie Caillois, la rubia. Dos mujeres fuertes, inteligentes y agresivas. Unas mujeres que, sin duda, el policía no tendría nunca en sus brazos.

Propinó un violento puntapié a una papelera metálica rebosante, fijada a un poste, y después miró su receptor de radiomensajes, como por reflejo.

La pantalla pestañeaba: el médico forense acababa de terminar la autopsia.

II

7

Al amanecer del mismo día, a doscientos cincuenta kilómetros de allí, en pleno oeste, el teniente de policía Karim Abdouf terminaba la lectura de una tesis de criminología sobre la utilización de las huellas genéticas en los casos de violación y asesinato. El tocho de seiscientas páginas le había mantenido despierto prácticamente toda la noche. Ahora tenía la vista fija en las cifras del despertador de cuarzo que sonaba. Las 07.00.

Karim suspiró, cargó con la tesis hasta el otro extremo de la habitación y se fue a la cocina a prepararse un té negro. Volvió al salón -que era también su comedor y su dormitorio- y escrutó las tinieblas a través del ventanal. Con la frente contra el vaso, calculó sus posibilidades de realizar un día una investigación genética en el poblacho infame adonde había sido trasladado. Eran nulas.

El joven beur [3] observaba los faroles que clavaban todavía las alas pardas de la noche. Un nudo de amargura le bloqueaba la garganta. Incluso en el punto culminante de sus actividades criminales, siempre había sabido evitar la prisión. Y ahora, con veintinueve años, convertido en poli, le encerraban en una prisión aún más abominable: un pequeño pueblo de provincias, sumido en el tedio, en el corazón de un lecho de rocalla. Una prisión sin muros ni barrotes. Una prisión psicológica que le consumía a fuego lento.

Karim se puso a soñar. Se vio metiendo en chirona a asesinos en serie gracias a los análisis del ADN y a programas especializados, como en las películas norteamericanas. Se imaginó a la cabeza de un equipo de científicos, estudiando la cartografía genética de los criminales. A fuerza de investigaciones, de estadísticas, los especialistas aislaban una especie de falla en alguna parte de la cadena cromosómica e identificaban esa fisura como la clave misma del impulso criminal. En una determinada época ya se había hablado de un doble cromosoma Y que caracterizaría a los homicidas, pero esta pista había resultado ser falsa. Sin embargo, en el sueño de Karim se había puesto en evidencia una nueva «falta de ortografía» en el conjunto de letras del ciclo genético. Y era el propio Karim quien permitía este descubrimiento, gracias a sus incesantes arrestos. De pronto, el joven poli no pudo reprimir un escalofrío.

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