Jean-Christophe Grangé - Los ríos de color púrpura

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El comisario Niémans es un policía expeditivo, incluso violento cuando se deja llevar, aunque nadie cuestiona que sea uno de los mejores en su profesión. Tras haber perseguido a un joven que ha acabado en el hospital, la jefatura de París decide apartarlo por un tiempo a la espera de que se aclare el asunto y lo envía a Guernon, una tranquila ciudad en el centro de Francia donde se ha cometido un brutal asesinato.
Al mismo tiempo, en Sarzac, a solo 250 kilómetros de Guernon, el joven teniente magrebí Karim Abdouf, otro brillante policía al que se ha enviado a provincias, ve interrumpida la monotonía diaria por la misteriosa profanación de la tumba de un niño judío, de la que los ladrones solo se han llevado su foto. Lo que parece un simple acto de vandalismo se convertirá en un desconcertante misterio cuando descubra que la fotografía del niño ha desaparecido también de los archivos del colegio e incluso de la casa de sus antiguos compañeros.
Ninguno de los dos policías sospecha que ambos casos no solo están estrechamente vinculados sino que son el principio de una serie de asesinatos cuyo móvil se halla en un antiguo crimen de sombra tan alargada que amenaza tanto a quienes lo cometieron como a quienes intenten desenterrarlo.

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En el segundo ángulo del gimnasio, el comisario descubrió a la mujer.

Fanny Ferreira estaba de pie, cerca de un pórtico abierto, y pulimentaba con papel de lija una tabla de gomaespuma de color rojo. El poli supuso que sería la canoa sobre la que la mujer descendía por los torrentes.

– Buenos días -dijo inclinándose.

Había vuelto a encontrar calor y seguridad.

Fanny levantó la vista. Debía de tener apenas veinte años. Su piel era mate y sus cabellos ondulados se enroscaban en finos rizos sobre las sienes y en pesadas cascadas sobre los hombros. Su rostro era oscuro, aterciopelado, pero sus ojos tenían una claridad deslumbrante, casi indecente.

– Soy Pierre Niémans, comisario de policía. Investigo el asesinato de Rémy Caillois.

– ¿Pierre Niémans? -repitió ella, incrédula-. Mierda, entonces. Es increíble.

– ¿Qué?

Ella señaló con la cabeza una pequeña radio colocada en el suelo.

– Acaban de hablar de usted en los informativos. Dicen que esta noche ha detenido a dos asesinos cerca del Parque de los Príncipes, lo cual está bien. También dicen que ha desfigurado a uno de ellos, lo cual está bastante mal. ¿Posee el don de la ubicuidad o qué?

– Sencillamente, he conducido toda la noche.

– ¿Qué hace entre nosotros? ¿Es que los polis de aquí no son suficientes?

– Digamos que soy un refuerzo.

Fanny prosiguió su trabajo: estaba humedeciendo la superficie oblonga de la tabla y apoyando las dos palmas para aplastar el papel de lija doblado. Su cuerpo parecía robusto, sólido. Vestía sin elegancia: un traje de inmersión, de neopreno, con capucha, botas altas de cuero claro, bien atadas, con cordones. La luz velada proyectaba iridiscencias sobre toda la escena.

– Parece haber encajado bien el impacto -continuó Niémans.

– ¿Qué impacto?

– Bueno, pues… el hallazgo del…

– Evito pensar en ello.

– ¿Y no le molesta mencionarlo de nuevo?

– Está aquí para eso, ¿no?

No miraba al policía. Sus manos no dejaban de subir y bajar por la canoa. Sus gestos eran secos, brutales.

– ¿En qué circunstancias descubrió el cuerpo?

– Cada fin de semana desciendo por los rápidos… -señaló su embarcación invertida- en esta especie de cascara de nuez. Acababa de terminar uno de mis paseos. En los alrededores del campus hay un muro de rocas, un embalse natural que detiene la corriente del río y permite acercarse a la orilla sin problemas. Subía mi canoa cuando distinguí…

– ¿En las rocas?

– Sí, en las rocas.

– Mentira. Yo fui hasta allí y me di cuenta de que no se podía retroceder. Es imposible ver algo, a lo largo de toda la pared, a quince metros de altura…

Fanny tiró en el cubilete la hoja de papel de lija, se limpió las manos y encendió un cigarrillo. Estos simples gestos suscitaron de repente en Niémans un deseo violento.

La joven echó una larga bocanada de humo azulado.

– El cuerpo estaba en la muralla. Pero yo no lo vi en la muralla.

– ¿Dónde?

– Lo vi en las aguas del río. Reflejado. Una mancha blanca en la superficie del lago.

Las facciones de Niémans se distendieron.

– Es exactamente lo que yo pensaba.

– ¿Es importante para su investigación?

– No. Pero me gustan las cosas claras.

Niémans hizo una pausa y luego añadió:

– ¿Practica el alpinismo?

– ¿Cómo lo sabe?

– No sé… La región. Y además, me ha parecido muy… deportiva.

Ella se volvió y abrió los brazos hacia las montañas que dominaban el valle. Era la primera vez que sonreía.

– ¡He aquí mi feudo, comisario! Desde el Grand Pic de Belledonne a las Grandes Rousses, conozco de memoria todas estas montañas. Cuando no bajo por los riachuelos, escalo las cumbres.

– A su juicio, ¿para colocar el cuerpo a lo largo de la muralla hacía falta ser alpinista?

Fanny recobró la seriedad y observó el extremo incandescente de su cigarrillo.

– No necesariamente. Las rocas forman prácticamente escalones naturales. Pero es preciso tener mucha fuerza para llevar semejante peso sin perder el equilibrio.

– Uno de mis inspectores cree que el asesino saltó desde el otro lado, donde la pendiente es menos abrupta, y después bajó el cuerpo colgado de una cuerda.

– Esto requeriría un buen rodeo. -La mujer titubeó, y añadió-: De hecho, hay una tercera solución, muy sencilla, siempre que se conozcan un poco las técnicas del salto.

– La escucho.

Fanny Ferreira apagó el cigarrillo bajo la bota y lo lanzó con un giro de muñeca.

– Venga conmigo -ordenó.

Penetraron en el interior del gimnasio. En la penumbra, Niémans distinguió pequeñas colchonetas amontonadas, las sombras rectilíneas de barras paralelas, pértigas y cuerdas de nudos. Fanny comentó, dirigiéndose hacia el muro de la izquierda:

– Es mi guarida. Durante el verano, nadie pone los pies aquí. Puedo guardar mi equipo.

Encendió un quinqué, colgado sobre una especie de mesa sobre la cual había muchas piezas metálicas en punta y en forma de eslabones de diferentes tamaños, que proyectaban reflejos plateados y de tonos vivos. Fanny encendió otro cigarrillo. Niémans preguntó:

– ¿Qué es todo esto?

– Clavos para hielo, ganchos de resorte, triángulos, palancas: material de alpinismo.

– ¿Y qué?

Fanny expelió humo una vez más, pero simulando un hipo repetido.

– Pues que entonces, señor comisario, un asesino que tuviera estos instrumentos y supiera utilizarlos habría podido subir el cuerpo sin problemas desde la orilla del río.

Niémans cruzó los brazos y se apoyó contra la pared. Fanny retuvo el cigarrillo en los labios y manipuló los utensilios. Ese gesto anodino incrementó el deseo del policía. La muchacha le gustaba muchísimo.

– Ya se lo he dicho -continuó-. En este lugar la pared forma escalones naturales. Para una persona que sepa de alpinismo o que esté acostumbrada a las caminatas, subir primero sin el cuerpo sería un juego de niños.

– ¿Y después?

Fanny cogió una polea verde y fluorescente, constelada de pequeños orificios.

– Después fija esto en la roca, encima del nicho.

– ¡En la roca! ¿Cómo? ¿Con un martillo? Esto debe requerir una eternidad, ¿no?

La mujer declaró a través de las volutas de su cigarrillo:

– Sus conocimientos de alpinismo se aproximan al grado cero, comisario. -Cogió unos cáncamos de rosca del mostrador-. Esto son spits , pitones para las rocas. Con un perforador como éste -señaló una especie de taladro, negro y grasiento-, se pueden clavar varios spits en cualquier roca en pocos segundos. Fija sus poleas y ya sólo le falta izar el cuerpo. Es la técnica que se utiliza para hacer subir los sacos hasta lugares estrechos o difíciles.

Niémans hizo una mueca escéptica.

– No he subido hasta allí arriba pero, en mi opinión, el nicho es muy estrecho. No veo cómo el asesino habría podido, afianzado en esta falla, tirar del cuerpo con la simple fuerza de sus brazos. O bien hemos de remitirnos al mismo perfil del sospechoso: un gigante.

– ¿Quién ha hablado de tirar de él hasta allí arriba? Para izar a su víctima, el alpinista sólo tenía que hacer una cosa: dejarse caer por el otro lado de las poleas, para hacer contrapeso. El cuerpo subiría por sí solo.

El policía comprendió enseguida la técnica y sonrió ante la evidencia.

– Pero sería preciso que el homicida fuese más pesado que el muerto, ¿no?

– O de un peso igual: al lanzarse al vacío, su peso se incrementa. Una vez izado el cuerpo, su asesino podría haber subido rápidamente, por las peñas, y empotrar a su víctima en esa falla espectacular.

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