Sabía que si existía esta «falla», corría igualmente por sus venas.
Para Karim, la palabra «huérfano» no había significado nunca nada. Sólo podía echarse de menos lo que se había conocido y el magrebí no había vivido nunca nada que se pareciera, de cerca o de lejos, a una vida de familia. Sus primeros recuerdos consistían en un rincón de linóleo y una televisión en blanco y negro en el hogar de la calle Maurice-Thorez, en Nanterre. Karim había crecido en el centro de un barrio sin gracia ni color. Unos pabellones lindantes con torres, terrenos vagos que se convertían progresivamente en barrios. Y también recordaba el juego del escondite en las obras, que poco a poco iban ganando terreno a la grama de su infancia.
Karim era un chico olvidado. O encontrado. Todo dependía del punto de vista. En cualquier caso, no había conocido nunca a sus padres y nada en la educación que le habían dispensado después venía a recordarle sus orígenes. No hablaba muy bien el árabe y sólo poseía vagas nociones del islam. El adolescente se había librado con rapidez de sus tutores, los educadores del hogar cuya buena voluntad y sencillez le daban ganas de vomitar… y se entregó a la ciudad.
Entonces descubrió Nanterre, un territorio sin límites, estriado de amplias avenidas puntuadas de barrios colosales, de fábricas, de edificios administrativos, donde caminaban transeúntes inquietos, andrajosos, vestidos con pingos mugrientos y familiares de mañanas sombrías. Pero la miseria sólo escandalizaba a los ricos. Y Karim no se percataba de la pobreza que lo ensuciaba todo en esa ciudad, desde el material más ínfimo hasta los profundos surcos de los rostros.
Guardaba, por el contrario, recuerdos emocionados de su adolescencia. El tiempo de lo punk, del No Future. Trece años. Los primeros colegas. Las primeras chavalas. Paradójicamente, Karim encontró, en la soledad y el tormento de la pubertad, razones para amar y compartir. Después de su infancia huérfana, el período de malestar adolescente fue para él como una segunda oportunidad de reencontrarse con el mundo exterior donde pudo abrirse a los demás. Hoy Karim recordaba todavía aquella época con una nitidez cristalina. Las largas horas en las cervecerías, abriéndose paso a codazos hasta las máquinas pinball, riendo con los colegas. Las ensoñaciones infinitas, pensando con un nudo en la garganta en alguna preciosidad entrevista en los escalones del instituto.
Pero los extrarradios también ocultaban su juego. Abdouf había sabido siempre que Nanterre era triste, sin horizonte. Descubrió que la ciudad era además violenta y mortal.
Un viernes por la noche apareció una pandilla en la cafetería de la piscina, que entonces hacía horario nocturno. Sin una palabra, rompieron la cara del patrón a puntapiés y botellazos. Una vieja historia de acceso denegado, de cervezas no pagadas, ya no se sabía. Nadie se había movido. Pero los gritos ahogados del hombre bajo el mostrador se inscribieron con líneas de resonancia en los nervios de Karim. Aquella noche se lo explicaron. Nombres, lugares, rumores. El árabe entrevió entonces otro mundo cuya existencia no sospechaba. Un mundo poblado de seres violentos, de barrios inaccesibles, de tipos asesinos. En otra ocasión, justo antes de un concierto en la calle de la Ancienne-Mairie, una pelea se convirtió en una matanza. Los clanes se habían desenfrenado una vez más. Karim vio tipos con la cara destrozada rodando por el asfalto, muchachas con los cabellos empapados de sangre protegiéndose bajo los coches.
El inmigrante crecía y ya no reconocía su ciudad. Se levantaba un mar de fondo. Se hablaba con admiración de Víctor, un camerunés que se chutaba en los tejados de los barrios. De Marcel, un granuja sifilítico, con una peca azul tatuada en la frente, a lo indio, condenado varias veces por violencia contra los polis. De Jamel, de Saïd, que habían atracado la caja de ahorros. A veces Karim los veía a la salida de la escuela. Le impresionaba su altivez, su nobleza. No eran seres vulgares, incultos y groseros, sino individuos con clase, elegantes, de mirada inquieta y gestos estudiados.
Escogió su bando. Empezó por robar radios de coche, después automóviles, y consiguió una independencia financiera. Frecuentó al Negro opiómano, a los «hermanos» ladrones, y sobre todo a Marcel. Un individuo errante, terrible, brutal, que se drogaba de la mañana a la noche pero que también poseía una mirada, una distancia frente al arrabal que fascinaba a Karim. Marcel, con el pelo al rape y oxigenado, llevaba chalecos de piel y escuchaba las Rapsodias húngaras de Liszt. Vivía en casas «okupas» y leía a Blaise Cendrars. Llamaba a Nanterre «el pulpo» y se inventaba, Karim lo sabía, toda una red de coartadas y análisis para explicar su decadencia futura, ineluctable. Paradójicamente, este ser de los arrabales demostraba a Karim que existía otra vida más allá de la periferia.
Entonces el inmigrante se juró acceder a ella.
Sin abandonar sus robos, trabajó como un forzado en el instituto, cosa que nadie comprendió. Se matriculó en el curso de boxeo tailandés, para protegerse de sí mismo y de los demás, porque a veces le asaltaban accesos de furor incontrolables. A partir de entonces su destino fue una cuerda tensa sobre la cual caminaba en equilibrio. A su alrededor los fangos negros de la delincuencia y de la droga lo absorbían todo. Karim tenía diecisiete años. De nuevo, la soledad. El silencio a su alrededor cuando cruzaba la sala de la asociación o cuando tomaba café en el bar del instituto junto a las máquinas pinball. Nadie osaba meterse con él. En esa época ya había sido seleccionado para los campeonatos regionales de boxeo tailandés. Todos sabían que Karim Abdouf era capaz de romperles la nariz de un golpe de talón sin apartar las manos del mostrador de cinc. También se murmuraban otras historias: reyertas, trapicheos, movidas increíbles.
La mayoría de estos rumores eran falsos, pero aseguraban una relativa tranquilidad a Karim. El joven alumno de instituto aprobó el bachillerato con una nota de «bien». Recibió las felicitaciones del director y comprendió, con sorpresa, que el hombre autoritario también tenía miedo de él. El árabe se matriculó en la Facultad de Derecho. Siempre en Nanterre. En ese momento robaba dos coches por mes. Conocía varios talleres, y los alternaba. Era sin duda el único inmigrante de la ciudad que no había sido nunca arrestado, ni siquiera molestado por la poli. Y aún no había probado ni una sola dosis de droga, de ningún tipo.
A los veintiún años, Karim obtuvo su título de Derecho. ¿Qué hacer ahora? Ningún abogado aceptaría como pasante a un joven moro de un metro ochenta y cinco, delgado como un huso y que llevaba perilla, trenzas de rasta y una fila de pendientes. De una u otra forma, Karim acabaría en el paro y volvería al punto de partida. Antes morir. ¿Seguir robando coches? Lo que más le gustaba a Karim eran las horas secretas de la noche, el silencio de los aparcamientos, las llamaradas de adrenalina que le asaltaban cuando inutilizaba los sistemas de seguridad de los BMW. Sabía que nunca podría renunciar a esta existencia oculta, aguda, tejida de riesgos y de misterio. Sabía también que un día u otro la suerte acabaría por cambiar.
Entonces tuvo una revelación: se convertiría en poli. Evolucionaría en el mismo universo oculto, pero al abrigo de leyes que despreciaba, a la sombra de un país sobre el que escupía con todas sus fuerzas. Desde sus años más jóvenes, Karim había retenido la lección: no tenía origen, ni patria, ni familia. Sus leyes eran sus propias leyes, su país era su propio espacio vital.
A su regreso del ejército, se matriculó en la escuela superior de inspectores de la policía nacional de Cannes-Écluse, cerca de Montereau, en régimen de interno. Por primera vez abandonaba su feudo de Nanterre. Sus resultados fueron inmediatamente excepcionales. Karim poseía aptitudes intelectuales superiores a la media y, sobre todo, conocía como nadie el comportamiento de los delincuentes, las leyes de las bandas, de la zona. Se convirtió asimismo en tirador de primera clase y su dominio del combate sin armas se incrementó. Era maestro en el arte del boxeo tailandés, quintaesencia del combate cuerpo a cuerpo que incluía lo más peligroso de las artes marciales y de los deportes de lucha de toda índole. En las filas de los aprendices de poli se le detestaba por instinto. Era árabe. Era orgulloso. Sabía luchar y se expresaba mejor que la mayoría de sus colegas, perdedores indecisos inscritos en las filas de la policía para escapar del paro.
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