El joven Sergei no comprendía cómo Isus Khristos podía vigilarlo noche y día desde esa habitación de atrás, ni cómo su tío y todas las otras personas que habían muerto en la guerra entraban ahí detrás del altar. Pero cada vez que el sacerdote abría la puerta para entrar o salir, se estiraba hacia adelante para ver ese lugar atestado y misterioso. Una vez, hasta se soltó de la mano de su madre y se escabulló hasta la pared lateral, en busca de un ángulo mejor, y una de las viejas babushki lo agarró y blandió un dedo frente a su cara y le sacudió un hombro hasta que lloró.
Lydia le tiraba del codo, y él avanzó con timidez, con sus zapatos que hacían demasiado ruido sobre la madera pinta, sin una mancha. Ella se arrodilló a un metro más o menos, a la derecha de Alexei, y Propenko se unió a ella, con una rápida mirada hacia el cura. Los raspones de su rodilla le dolieron contra el suelo duro, un recuerdo de Vostok Oeste, y experimentó un temor pasajero de que, al arrodillarse aquí con su hija, quizás estuviera desempeñando un papel más ante ella o apuntalando todavía otro edificio que ocuparía el lugar del que acababa de abandonar. Pero juntó las manos e inclinó la cabeza y ofreció algo muy parecido a una plegaria: por Raisa y Lydia y Marya Petrovna. Por él mismo. Por Antón Antonovich. Por la liberación final de la Madre Rusia.
Czesich se despertó sudando, y durante unos minutos se quedó mirando las cortinas iluminadas por el sol y el cielo raso teñido de amarillo del hotel antes de que los ecos de su sueño lo abandonaran. Había habido Boinas Negras con Kalashnikovs colgados del hombro, y una mujer, que le recordó a Marie que compraba fruta en un supermercado. Había habido hombres con ojos enojados, como los de Malov, y los pasillos que albergaban ratas en la Embajada de Estados Unidos, y no tenían salida.
El teléfono emitió una única llamada estridente, y se calló. Pudo oír un televisor vociferante en el piso de arriba. La rodilla derecha y el medio de la espalda le dolían. La tensa bolsa de su vejiga y la película sobre la lengua y los dientes lo instaban a salir de la cama, pero se quedó totalmente quieto debajo de la sábana, escuchando, convencido de que, afuera en la ciudad gris, los agentes de Lvovich lo estaban buscando.
Se había quedado hasta tarde en la manifestación, hasta mucho después de que se hubiera terminado la distribución, hablando con los mineros, con el deseo de que se le pegara algo de su sólida y calma dignidad. Durante un rato se había quedado en cuclillas al lado de la mujer que hacía la huelga de hambre, y había dejado que le pintara con pinceladas de frases roncas, el horrible retrato del gobierno de la ciudad de Vostok. "Kabanov es un león herido -le dijo-. Podría escabullirse a los bosques y morir. Podría desatar una represión seria. Debe tener cuidado."
Aparte de quedarse en su habitación y mantenerse sobrio, Czesich no podía imaginar qué quería decir tener cuidado en estas circunstancias. El aura de probidad que había mostrado ayer frente a la sede del Partido, la sensación de importancia que había tenido cuando un centenar de soviéticos comunes le había dado la mano, cuando oía que la gente le estaba agradecido y lo elogiaba y, en dos casos, le pedía su autógrafo, no había desaparecido desde anoche. El abuelo Czesich sonreía desde el cielo, y en lo más profundo de su ser una porción de vergüenza se había trocado en una porción de satisfacción. Pero estaba llegando a comprender que, por definición, había que pagar un precio hasta por el heroísmo más insignificante. En este país las cosas estaban teñidas de sangre. Uno lastimaba a la gente e, inevitablemente era lastimado a su vez.
Finalmente se levantó, pero un miedo viscoso y cambiante lo embargó mientras se bañaba, se afeitaba y se vestía. Pese a tener hambre, no podía imaginarse abriendo la puerta y saliendo al corredor. Suponía que Malov estaría esperándolo en el vestíbulo o Bobin o algún aviso oficial de expulsión, o el Primer Secretario a la cabeza de un equipo de matones de la KGB dispuestos a pegarle y arrastrarlo a la cárcel.
Después de rondar por la habitación durante unos minutos, tomó la tarjeta de Propenko, marcó el número particular que tenía escrito en ella y contó quince llamadas. Era la mañana del sábado. Seguramente la familia estaría en la dacha. Cortó y llamó de nuevo por si acaso las líneas se habían cruzado.
Dio unos pasos más, impaciente; intentó una tercera vez, luego llamó a la telefonista y pidió una comunicación con Moscú.
– No hay líneas de larga dsitancia desde anoche.
– ¿Qué problema hay? -Su imaginación se estaba volviendo psicodélica. Coup d'état . Asesinatos. Los separatistas radicales ucranianos volaban puentes y líneas de alta tensión. Se preguntaba si habrían arrestado a Propenko anoche y en ese momento lo estaban interrogando en la sede de Seguridad del Estado.
– Avaria -dijo la telefonista-. Emergencia. Un problema en la estación de transferencia de Vostok.
– ¿Cuándo estará arreglado?
– ¿Quién sabe? Pronto.
– ¿Pronto? ¿Una hora, un día?
– Pronto. Vuelva a intentarlo.
– Pero estoy llamando a la Embajada de Estados Unidos. Es urgente.
Le pidió que no cortara. Esperó quince segundos, oyó un ruidito en la línea y la comunicación quedó cortada.
Ya presa de una paranoia muscular, Czesich intentó llamar a Propenko una vez más; ninguna respuesta; luego la telefonista, ocupado: entonces sacó su maleta de abajo de la cama y empezó a hacer el equipaje. Tenía el pasaje de vuelta, algún dinero, muchos Marlbara … Pero al cabo de un minuto de doblar suéters o pantalones y meterlos en la maleta, se obligó a detenerse. Le pareció mal correr, e innecesario. Era un estadounidense con pasaporte diplomático ¿qué era lo peor que podían hacerle? Lo peor que podían hacerle era arrestarlo, tratar de intimidarlo, y enviarlo a la embajada, donde otras personas tratarían de intimidarlo (en su propia lengua por lo menos) y luego lo mandarían a casa. Eso era todo.
Quizá la maldición de un estómago vacío lo estaba volviendo loco de nuevo.
Guardó la maleta, sacó una botella de agua mineral de la nevera y vació el contenido. El único canal de televisión de Vostok transmitía la clase de gimnasia aeróbica de los sábados por la mañana. Lo apagó bruscamente, y como si los dos aparatos estuviesen conectados, sonó el teléfono. Se forzó a contestarlo.
– ¿Antón Antonovich?
La voz era masculina, tosca y vagamente familiar. Czesich luchó por asociarla con una cara.
– Lo escucho -dijo.
– Soy Yefrem Alexandrovich de la puerta principal. Aquí está una joven Lydia Sergeievna. Discúlpeme, pero no me está permitido dejarla entrar.
Y ella se niega a sobornarlo, pensó Czesich, y usted espera poder arrancarme un paquete de cigarrillos.
Mientras llegaba al vestíbulo, tuvo que luchar con una imaginación sobreestimulada. Lo atormentaban guiones de novelas de espionaje baratas: la llamada del portero era una trampa; toda la distribución había sido una trampa desde el principio; ahora lo iban a secuestrar, y torturarlo hasta que revelara el nombre de sujete de la CÍA en la embajada.
Pero, aparte de la falta del periódico en la puerta, el pasillo era el mismo de cualquiera otra mañana. Su dezhurnaya lo saludó con un gesto neutral; nada sospechoso, nada inusual. Aparentemente todavía no había recibido orden de Bobin de deshacerse del norteamericano alborotador. La escalera curva estaba iluminada por un sol lechoso, el rellano de piedra tenía tres estrellas de sangre seca, prueba de la jarana regada con bebida de la noche anterior, tampoco nada inusual. El vestíbulo estaba vacío salvo por el robusto Yefrem Alexandrovich con su uniforme sucio de caspa, que se acercó rápidamente disculpándose. Le explicó que en el hotel había reglas estrictas que no permitían el acceso de gente local al hotel de extranjeros. Hemos tenido problemas con gente del mercado negro que acosan a los hombres de negocios, haciéndoles desagradable la estadía en Vostok. También algunas prostitutas. Estaba Lydia Sergeievna parecía una joven perfectamente distinguida, claro, pero las reglas son las reglas. El sólo trataba de cumplir con su deber. Esperaba que Antón Antonovich lo comprendiera.
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