Czesich le agradeció y dijo que lo comprendía perfectamente. Yefrem Alexandrovich pareció desilusionado.
Lydia estaba de pie afuera, sin medias al sol en el patio. Se dieron la mano cordialmente y se alejaron a una distancia prudente de la puerta antes de hablar.
– Creí que nuestra cita había sido cancelada.
– Disinformatsia -dijo ella, y Czesich vio que el portero no había conseguido desanimarla. Tenía puesta una falda azul plateada que le llegaba a la rodilla y una blusa blanca floreada, y parecía particularmente feliz esta mañana, cómoda, en su casa, en estas calles. El estado de ánimo era calmante.
– ¿Podemos caminar? -hizo un gesto hacia el Prospekt.
Aguijoneado por un sobresalto de orgullo masculino, promotor de muchos actos aventurados, Czesich aceptó sin vacilar. Qué podían hacerle, se preguntó una vez más. Supongamos que tropezara con Malov. ¿Qué podía hacer Malov en realidad? ¿Dispararle un tiro?
En cuanto dejaron atrás la esquina del hotel, Lydia puso manos sobre sus solapas y lo detuvo ahí misino. La cara de Lydia realmente reflejaba luz ahora, y Czesich dio por sentado que le iba a plantar un beso en las mejillas y a agradecerle la distribución de ayer, pero ella soltó abruptamente:
– ¡Kabanov renunció!
El estuvo a punto de mojarse los pantalones.
– ¿Cómo? -Le puso las manos sobre los hombros, y por un minuto pensó que iban a dar unos pasos de baile ahí mismo, en la vereda del Prospekt.
– ¡Lo vieron cuando se iba de la ciudad con su familia antes de la madrugada!
– ¿Quién lo vio?
– ¡Un miembro del Comité de Huelga!
– Quizá simplemente salía para su dacha por el fin de semana.
Lydia sacudió la cabeza y rió.
– Otra persona le trajo la misma noticia al padre Alexei de la sede del Partido. ¡Esta noche lo van a pasar por televisión! ¡Se ha ido! ¡Su oficina está vacía!
Lo abrazó de la manera completamente inocente de las jóvenes soviéticas, apoyando el pecho y la cara contra él y apretándole las costillas con sus brazos. Czesich la apretó a su turno, y le hizo dar vueltas en un lento vals victorioso. Bajo las acostumbradas expresiones impávidas de los peatones que los rodeaban, seguro de que detectaba una especie de júbilo colectivo. Aparte de ellos, el tonto extranjero y la joven sobrexcitada, nadie sonreía realmente, pero esta gente que pasaba al lado de ellos eran soviéticos, después de todo, medallas de oro en pesimismo, maestros en dominar emociones. Pero la sonrisa secreta estaba allí; estaba casi seguro. Se soltaron y siguieron caminando por la acera. Lydia prácticamente saltaba, y Czesich ya se veía esperando a Julie en el aeropuerto con un ramo de flores. Julie lo iba a amar por esto. Si no lo amaba por esto, todo estaba perdido.
– Deberíamos ir al parque, Antón. Ahí será un héroe.
– Su padre es un héroe. Se subió al banco que está en el patio de Lvovich y pronunció un discurso. Todo lo que hice yo fue mirar.
– ¿Mi padre hizo eso?
– Con mucha competencia.
Le pidió un relato de los hechos que habían tenido lugar en el parque, y a Czesich le agració complacerla. No era necesario agregar adornos, le dijo, su padre era un hombre de verdadero coraje, moral y físico. Para cuando había recorrido tres manzanas, estaba sonrojada de orgullo, y Czesich excitado al contarlo se dejaba llevar por una pequeña ola de amor-propio-por-asociación. Su pánico anterior le parecía tonto en la avenida luminosa, con sus tranvías que iban y venían retumbando. El día era apacible, las calles estaban tranquilas. Y, como esas cosas entraban en el espectro visible sólo cuando los primeros secretarios perversos se iban v-otstavku , o como si la presencia de Lydia de alguna manera las hubiera sacado a la luz, vio ahora que había árboles delicados a intervalos de cuatro metros y medio a lo largo del bordillo, que había flores en macetas en muchas de las ventanas de los primeros pisos, y que padres cuidadosamente vestidos se paseaban con sus hijos pequeños, no estaban comprando, formando fila, negociando o discutiendo sobre el partido, sino sólo paseando, parte de un mar de la existencia común moviéndose levemente de ida y vuelta por debajo de las tormentas políticas.
– ¿Qué le parece si tomamos un autobús en vez de caminar? -sugirió él-. No me gustan las grandes multitudes antes de almorzar.
Lydia rió.
– Este es el camino al mercado. Los autobuses están colmados los sábados.
– ¿Qué le parece un taxi, entonces?
– Ladrones.
Mientras lo discutían, un autobús tremendamente lleno, se detuvo a pocos metros delante de ellos. Se miraron, y se precipitaron para tomarlo y treparon empujando. Justo cuando la puerta se cerró, Czesich sintió algo en la acera detrás de él. No fue siquiera un pensamiento, sólo la sombra de un pensamiento, una intuición, un olor a malicia en el grupo de mujeres que esperaban. Lo descartó por paranoico.
Lydia se reía nerviosamente. El codo derecho de Czesich presionaba entre los senos de su vecina (a la mujer no parecía importarle), la pierna izquierda la tenía enredada en una maraña de botas y bolsas, y sentía el pecho agitado por la carrera; su brazo izquierdo rodeaba a medias a su bonita compañera y se sostenía al respaldo de un asiento. A cada parada, cada cambio brutal de cuerpos que bajaban y subían los escalones e iban y venían entre los asientos, él y Lydia se sentían empujados, con los torsos torcidos, cada vez más cerca de la ventana de atrás. Ahora estaban clavados el uno contra el otro, lado a lado, la cartera de ella comprimida entre las rodillas de los dos. Ella acercó su boca a la oreja de él y dijo:
– Mi chaperon .
El sonrió ante el halago que lo retrotrajo a sus veinte años, pero ella desvió la mirada hacia la ventanilla y a un auto de la milicia que se mantenía pegado al paragolpes del ómnibus.
– Mi padre lo arregló.
– ¿Te están siguiendo?
– Todo el tiempo -susurró, como si fuera un juego-. A veces están de uniforme, otras no.
Czesich sintió que se le iba el miedo.
– Sentí algo. Allá en la acera.
– Es probable que le haya asignado a alguien también, después de lo de ayer.
El dijo que esperaba que fuera así. El autobús, se inclinó, gimió y llevó su carga hacia el oeste. Frente a la sede del Partido, el conductor disminuyó la marcha y cambió de carril, y Czesich, empujado hasta quedar pegado a la ventanilla posterior, pudo observar a hombres y mujeres que cantaban y bailaban borrachos y agitaban sus carteles. El parque estaba enteramente lleno, y el estado de ánimo se acercaba al pandemonio. Unas pocas docenas de personas se habían desparramado por el extremo sur del césped hasta la acera, y allí se mezclaban con transeúntes curiosos y una fila de hombres de la millicia que trataban de sacarlos de la calle. La escena lo impresionó como soprendentemente poco soviética, tanta exuberancia, tanta emoción ahí visible para todos, una anomalía feliz que quizá nunca volviera a contemplar. Tomó a Lydia por el brazo. -Vamos -le dijo-. Tengo que verlo.
Pasaron dos paradas antes de que pudieran llegar de nuevo a la puerta. La lucha fue mas dura allí, con los recién llegados aplastándose entre si en los escalones estrechos, tratando de sostenerse, cuando una nalga o un codo quedaban atrapados entre los bordes de goma de la puerta. No había sitio ni para medio pasajero más, pero cuando el autobús se detuvo en la siguiente parada, una oleada de esperanzados asaltó las dos puertas. Czesich se puso de costado, empujó contra la marea, y consiguió llegar hasta el primer escalón, agachó la cabeza, se inclinó hacía la calle y dio un paso gigantesco para caer adentro de un mar de hombros y pechos. La gente le hizo de almohadones, pero dio con el pie justo en el bordillo, y su rodilla mala se torció hacia abajo y adentro, provocando una llamarada de dolor debajo de la rótula. Lydia lo seguía de cerca. Había perdido el primer botón de su blusa, pero aparte de eso estaba entera. Descansaron un momento en el alféizar de una vidriera.
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