Roland Merullo - Requiem Para Rusia

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Esta conmovedora novela capta lúcidamente el tenso momento histórico de Rusia en las dos semanas previas al fracasado golpe de derecha, de agosto de 1991, entrelazado con los amores y desamores de sus personajes.
En una trama minuciosamente urdida recibimos la más vívida imagen de una nación inmersa en los pesares e incertidumbres de la rebelión, junto con la recreación de la vida cotidiana de una ciudad minera rusa con su mundo de policías, burócratas e idealistas en pleno proceso de transición.
En ese momento y circunstancias confluyen las vidas de Anton Gzeich, diplomático de los servicios secretos estadounidenses, y de Sergei Propenko, burócrata profesional soviético, ambos a cargo de un programa de ayuda del gobierno de Estados Unidos, para paliar el hambre en esa ciudad tan distante de Moscú, aislada y pobre, donde comparten las angustias de la mediana edad y los vaivenes de sus almas de individuos atrapados en los conflictos entre su carrera y sus ideales.

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– Ni siquiera el komitet es lo que parece -dijo Propenko.

– Especialmente el komitet . Lo que importa ahora es actuar como si tuvieras amigos en Moscú, lo que es cierto. Sigue tu programa normal. Vete a la dacha el fin de semana. Mantendremos a Malov lejos de ti. Por el momento, tú y yo debemos actuar como si nada pudiera tocarnos. Dentro de pocos días, será la única verdad.

– Estoy inquieto por Lydia.

– Estamos detrás de Lydia como una sombra. Estamos detrás de Alexei como dos sombras… quiso venir al parque y no lo dejamos.

– Ella quería llevar a Antón Antonovich a Leskovo para mostrarle la iglesia.

– Muy bien.

– Quería ir con el barco diario.

– No hay ningún problema.

– Le dije a él que no era una buena idea.

Vzyatin le palmeó la pierna.

– Tú eres el padre.

Oleg dobló por la calle lateral que llevaba a la entrada al cementerio de la iglesia y el Volga traqueteó por el camino.

– Ahora estamos al final de algo, Sergei -dijo Vzyatin-. Todo lo que debemos hacer es mantenernos fuertes durante unos días.

Oleg detuvo el auto frente a la puerta, salió y registró el cementerio para asegurarse de que sus colegas estuviesen en sus puestos.

– No estoy hecho para estas cosas -dijo Propenko.

– Tonterías, Seryozha. Eres un héroe. Cuando se termine este capítulo, todo se aclarará para ti. Deberías estar celebrando tu futuro.

Propenko ya lo había hecho, dos semanas atrás justas. El recuerdo lo volvía cauteloso.

– La próxima primavera hay elecciones. Diputados al Congreso del Pueblo. Deberías pensar en presentarte. Después de hoy tendrás el apoyo de cada minero del oblast, lo mismo que el de algunos hombres importantes de Moscú.

Propenko sacudió la cabeza.

– Todos estos años y todavía no me conoces, Víctor.

– Tú no te conoces a ti mismo.

– No soy político.

– Quinientos mineros afirmarían lo contrario.

Se miraron durante unos segundos. Ahora Propenko tenía palabras nuevas en la garganta. Se estaba preguntando por qué Vzyatin no se presentaba como candidato para el Congreso del Pueblo, porqué su hijo, esposa y suegra no necesitaban protección. Por qué el Jefe había trabajado con Bessarovich sin decir nada a sus amigos más íntimos Cómo Vzyatin podía haber hecho lo que hizo con Lydia y mirarlo en la cara todos estos meses como si no hubiese pasado nada.

– Uno siempre se siente confundido después de algo así. Sergei. Es comprensible Si no te ocurriera, no serías un adulto. Serías lo mismo que uno de los manifestantes en el parque, estarías agitando banderas y gritando.

– Creía que estábamos de su lado.

Vzyatin se encogió de hombros.

Oleg regresó e hizo señas de que todo estaba en orden. Vzyatin acompañó a Propenko hasta la puerta de la iglesia, con una mano en su codo. Cada mensaje que mandaba el cuerpo del Jefe, cada gesto y cada mirada decían lo mismo. Somos diferentes de los otros. Seryozha. tú y yo. Estamos más arriba. Es sencillamente como son las cosas Vzyatin se detuvo en la puerta como si una superstición lo retuviera allí, como si temiera que Isus Khristos pudiera usurpar algo de lo extraordinario que había en él si se acercaba demasiado.

– ¿ Que hiciste para convencer al norteamericano de ir también? -dijo sonriendo-. Nada de métodos de fuerza, espero.

Propenko le devolvió la sonrisa y levantó las cejas una vez, resistiéndose.

– De veras -dijo Vzyatin-. Quiero saberlo. Por motivos profesionales.

– Mi secreto. Víctor.

El Jefe rió. como aprobando, pensó Propenko, y prometió esperar y ocuparse de que lo llevaran a la dacha.

Propenko pasó por el pequeño cementerio en el que estaba enterrado su suegro, por el lugar donde habían encontrado el cuerpo de Tikhonovich, y subió los tres escalones de madera. Golpeó la vieja puerta y esperó. Naidie respondió. Golpeó de nuevo y recorrió con la mirada el cementerio hasta que descubrió a uno de los guardaespaldas de Lydia allí, de pie ante una tumba como un deudo. El hombre lo saludó con un movimiento de cabeza. Propenko hizo lo mismo y la puerta se abrió.

– ¡Papá!

– ¿Estás ocupada?

Lydia se puso de puntillas para besarlo.

– Entra.

Propenko avanzó en un vestíbulo oscuro. Más allá de otra puerta abierta vio velas que titilaban, y parte de una pared cubierta con iconos Esta visión y el olor a incienso y cera de velas despertó en él una colección de recuerdos dormidos. Hacia cuarenta años que no ponía los pies en una iglesia

– ¿Que pasa?

– Nada -dijo con calma el ateo, incómodo

– Nos enteramos de lo de los víveres -susurró Lydia. Su cara estaba iluminada desde adentro de un modo que Propenko no había visto nunca antes-. El padre Alexei ha estado rezando por ti y por Antón Antonovich todo el día.

– ¿Está mejor?

– Lydia asintió, siempre resplandeciente.

Leonid le había dicho una vez que el desafío de la paternidad era soportar el aniquilamiento gradual de la adoración que los hijos sienten por uno, y Propenko había recordado, y resistido, esa idea durante toda la adolescencia de Lydia. Ahora le parecía totalmente correcta, y hacía todo lo que podía por no apagar su felicidad y no adjudicarse a sí mismo un papel demasiado importante en ella. En general en este país había habido demasiada adulación: el señor feudal, el zar, el Estado, Lenin, Stalin. tiranos de toda forma y tamaño. Había convertido a Rusia en un país de niños perpetuos

– Sólo quería pasar para verte un minuto, sólo para ver la iglesia, decirte hola -dijo, pero en realidad no era verdad. Su intención al venir era convencerla de pasar el fin de semana en la dacha, pero algo había sucedido en la Sede del Partido y en el auto de Vzyatin. El siervo que había en él por fin se había liberado y, rotas las cadenas, descubrió que ya no tenía necesidad de encadenar a nadie. Por un instante se sintió como si él fuera la criatura, que se soltaba de la pata de la silla y se arriesgaba a una independencia tambaleante. Se preguntó si Lydia podría darse cuenta. Aquí parecía diferente, y al principio pensó que se debía a que por primera vez se encontraban en su territorio, lejos de los lugares donde él siempre había sido el padre y ella siempre habia sido la hija. Pero era algo más. Lydia era Lydia; él había cambiado. Un espacio nuevo los separaba, y él tenía que resistir el deseo de cruzarlo y abrazarla, cerrar la distancia de nuevo hasta que ella fuera una vez más parte de él. una de sus repúblicas renuentes.

Hizo una inspiración profunda y trató de despojarse de todo resto de poder.

– Quizá no sea una buena idea llevar al norteamericano a Leskovo después de lo que ocurrió hoy.

Ella lo miró un segundo, ladeó la cabeza, pareció estar tratando de explicarse esta voz nueva.

– Si quieres ir, Victor dijo que puede protegerte, pero quizá no sea lo mejor ir este fin de semana. Depende de ti.

Se oyeron pasos dentro de la iglesia. Los labios de Lydia esbozaron una pequeña sonrisa.

– ¿No vas a tratar de hacerme ir a la dacha?

– No -dijo Propenko. y vio que por fin habían roto el molde de su propia historia privada, más importante para él que mil v-otstavkus .

– ¿Quieres conocer a Alexei? -dijo ella, y él imaginó que había algo nuevo en este "'quieres" que le había dirigido. Asintió, y dejó que ella lo tomara del brazo

La nave nadaba en una luz amarilla acuosa. Una vieja babushka encorvada estaba de pie contra la pared del fondo con un par de gafas de hombre apoyados a mitad de camino en su nariz. Cerca del altar, sobre el piso de madera inmaculado, estaba arrodillado Alexei, frágil y canoso, con una larga barba irregular y rala. Su vista hizo retroceder a Propenko atrás en el tiempo. Estaba en una humilde iglesia de madera, destruida ya hacía mucho tiempo, en el sector de la ciudad llamado Makeyevka, y como siempre ocurría los domingos en aquellos años, la iglesia estaba llena de mujeres cuyos hijos y maridos habían muerto en la guerra. En los últimos meses, su abuela materna, antes de que perdiera la capacidad de caminar y se viera forzada a reducir sus impulsos religiosos a una simple lectura de la Biblia y a discursos no tan tranquilos a la hora de cenar, había empezado a llevarlo con ella a la iglesia. Tenía cinco o seis años, y lo que más recordaba era el sacerdote barbudo, alto como un gigante, que decía todo con una voz muy fuerte y profunda, e insistía en desaparecer por una puerta detrás del altar. Su abuela le había dicho que más allá de esa puerta había una habitación donde Isus Khristos, que era Dios, siempre cuidaba a Sergei, noche y día, y el día que muriera lo besaría y lo tendría en sus brazos, muchos, muchos años después en el futuro.

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