Roland Merullo - Requiem Para Rusia

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Esta conmovedora novela capta lúcidamente el tenso momento histórico de Rusia en las dos semanas previas al fracasado golpe de derecha, de agosto de 1991, entrelazado con los amores y desamores de sus personajes.
En una trama minuciosamente urdida recibimos la más vívida imagen de una nación inmersa en los pesares e incertidumbres de la rebelión, junto con la recreación de la vida cotidiana de una ciudad minera rusa con su mundo de policías, burócratas e idealistas en pleno proceso de transición.
En ese momento y circunstancias confluyen las vidas de Anton Gzeich, diplomático de los servicios secretos estadounidenses, y de Sergei Propenko, burócrata profesional soviético, ambos a cargo de un programa de ayuda del gobierno de Estados Unidos, para paliar el hambre en esa ciudad tan distante de Moscú, aislada y pobre, donde comparten las angustias de la mediana edad y los vaivenes de sus almas de individuos atrapados en los conflictos entre su carrera y sus ideales.

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En respuesta al gesto se elevó un vitoreo ensordecedor, un trueno de "V-otSTAVku! V-otSTAVku! V-otSTAVku! V-otSTAVku!" Los carteles brincaban como si fuera una convención política y acabaran de presentar al candidato a presidente. Czesich observó cómo se movía la gente, la súbita comprensión en sus caras, la furia y la sed de venganza y sintió el miedo de Times Square en las entrañas una vez más. Miró hacia la calle esperando ver transportes blindados con soldados. Echó una mirada hacia atrás a los hombres de la milicia, y debajo de las viseras y expresiones severas vio el medio batallón de muchachos rusos asustados. Y ahora había un motivo para estar asustados. Si esto resultaba, dentro de una o dos horas, medio oblast se habría reunido aquí, en busca de su comida norteamericana gratis. Toda la furia subterránea palpable en Vostok estaría reunida en este parque, concentrada allí, en este edificio de granito marrón con la estrella roja en el techo; y el hombre en la oficina del quinto piso estaría mirando, no a dos o tres mil manifestantes, sino a diez mil, quizás a decenas de miles. En este momento Kabanov seguramente estaría hablando con los cuarteles del ejército, y algún coronel estúpido a cargo allá le diría sí o no, pulgares arriba o pulgares abajo, no de acuerdo a la ley, sino de acuerdo a lo que pensara de Mikhail Lvovich o qué respuesta le sería más beneficiosa en su carrera, o dónde estuvieran él y sus superiores en la guerra civil rusa no declarada. Ahora, cualquier comunista al que le quedara alguna célula sana en su cerebro, estaría huyendo por la puerta posterior, de los largos corredores y las oficinas suntuosas del edificio. Con un gesto, Propenko había provocado la caída de un rayo sobre este edificio. Czesich no había creído que fuera capaz de tanto.

Propenko no había terminado. Agitó el brazo por encima de su cabeza y trató de agregar algo, pero la gente siguió con sus cantos y gritos, y ahogó su voz. El banco estaba rodeado por hombres y mujeres que se estiraban para intentar estrecharle la mano. Anatoly tenía a Czesich por el brazo y gritaba algo, pero el mensaje se lo tragó entero otra serie de tremendos "V-otSTAVku! V-otSTAVkit! V-otSTAVku!", y el aire se llenó de la energía de varios miles de personas que mostraban los puños.

– ¡Tenga cuidado Antón Antonovich! ¡Tenga cuidado ahora! -le gritaba Anatoly.

El corazón de Czesich parecía un tambor. No se podía sacar la sonrisa de la cara, ni dejar de preguntarse qué pensaría Michael si pudiera ver esto. Vio que Propenko se metía entre la gente, y se sintió empujado hacia adelante contra una hilera de hombres de enormes hombros, cuellos, y brazos. Manos gruesas le envolvían la suya, y la gente lo abrazaba y le agradecía y lo bendecía y decía cosas que él no entendía, pero de todos modos asentía. Ivan Ivanich había abandonado su vehículo y luchó entre la multitud para llegar y tomarle la cara con sus dos manos como el abuelo Czesich solía hacer, y lo besó directamente en la boca. Uno de los mineros los envolvió en un abrazo enorme, y Czesich se sintió abrazado también por una sensación de rectitud que no conocía desde hacía años. Quería intensamente confiar en ella.

De algún modo, en medio de la confusión y la euforia, se encontró separado primero del viejo sereno desdentado y luego de Anatoly. Alcanzó a ver a Propenko, cuya cabeza oscura sobresalía de la multitud, a unos quince metros de distancia. Exactamente en ese momento Propenko lo vio e hizo el mismo gesto modesto de arquear las cejas como si su discurso hubiese sido una aberración y ahora sería feliz si pudiera dejar de ser el centro de atención y volver a su tranquila vida de familia. Ya parecía estar deslizándose hacia el borde del parque, para que la atención de los mineros pasara de él a la logística del control de la gente y la descarga del potente cargamento de los camiones. Czesich lo llamó, pero su "Sergei, espere" fue un chillido en medio de una tormenta eléctrica. Propenko levantó un puño cerrado por sobre su cabeza y Czesich le envió el mismo gesto triunfal.

El canto se convirtió en un ritmo, como preparándose para seguir durante horas, y Czesich empujó con más empeño entre la multitud. No sabía qué iba a hacer (por cierto este no era el momento para una confesión, pero sentía la necesidad de decir algo, cualquier cosa, de establecer una conexión más profunda.

A medida que la descarga de víveres continuaba, la gente se apretujaba hacia la comida, y la lenta marea de los cuerpos separó a los dos directores. Czesich se abrió paso a codazos contra la corriente, tratando de seguir a Propenko con la vista.

Un minero estaba delante de él, sacudiéndole la mano con entusiasmo. Czesich trató de ver más allá del minero, pero la cara de este estaba demasiado cerca, con el hollín incrustado para siempre en las arrugas que rodeaban sus ojos y en los poros de su frente. El hombre le agradecía, lo felicitaba. Czesich pescó la palabra "Chernobyl". El minero decía que había sido uno de los primeros voluntarios que se arrastraron por un túnel debajo del reactor que había explotado y sellaron las varillas con cemento. No queria nada de los víveres, afirmó, que se los dieran a los otros, de todos modos él moriría pronto. Lo que aquí importaba era el gesto. -Lo que ha hecho es una gran cosa -dijo-. Una cosa maravillosa. Estados Unidos nos oyó.

– Sí-le dijo Czesich-. Sí, claro.

La gente cantaba "V-otSTAVku, V-otSTAVku "; empujaban hacia los camiones y rozaban a Czesich con sus codos al mover los carteles hacia arriba y abajo. Varias veces se puso de puntillas y varías veces lo arrastraron, y entre tanto avanzó varios metros, y entonces descubrió que Propenko ya no estaba donde lo había visto. Los montones de cajas crecían en la entrada, y más y más gente seguía entrando. La primera fila de manifestantes empujaba el cerco que los separaba de los víveres y la escalera del edificio del Partido. En remplazo de la milicia paralizada, los mismos mineros habían organizado una red de guerrilla para controlar a la muchedumbre, pesos pesados de pie de espaldas a los víveres y empujando a la gente para formar algo que se pareciera vagamente a filas ordenadas.

Czesich empujó y se metió a contracorriente, abriéndose camino metro a metro. Cuando hubo recorrido las dos terceras partes del recorrido que cruzaba el parque miró hacia arriba y vio que un autocar se acercaba a la acera seguido por un Volga azul y amarillo con MILITIA impreso en la puerta. Nadie más pareció verlo. ni importarle. Treinta hombres de uniforme gris salieron del ómnibus y formaron una fila en el borde del parque, y todavía nadie salvo Czesich y algunos solitarios en la acera parecieron percatarse de su presencia. La gente estaba detenida ahora contra el cerco; apretujados, con la mirada hacia adelante. Abandonado, Czesich se puso de puntillas de nuevo y por fin alcanzó a ver a Propenko, casi en la acera. Dos de los hombres de la milicia recién llegados hablaban con él. Al cabo de un momento, los dos se dieron la vuelta y caminaron hacia el Volga, y Czesich cojeó tras ellos con su rodilla maltrecha, sin poder alcanzarlos y con los oídos zumbando. Tres mujeres grandotas formaron una pared delante de él. Trató de rodearlas, pero en ese momento se abrió una entrada en el cerco y todo un sector de la muchedumbre se precipitó adelante, arrastrándolo consigo unos pasos hasta que pudo liberarse y retroceder.

Se subió a un banco y consiguó ver a Propenko. Dos hombres y una mujer bloqueaban el paso para impedir que lo arrestaran, y Propenko parecía estar tratando de persuadirlos de algo. Parecía, lo mismo que sus corteses captores, estar tratando de pasar más allá, hacia la fila de uniformes. Czesich sólo pudo mirar. Propenko eludió a sus defensores, desapareció detrás de la columna de la milicia, y un minuto después Czesich vio que el Volga azul y amarillo entraba en el Prospekt y se alejaba a toda velocidad. Miró a la multitud excitada, a los obreros y mineros y a algunos hombres de la milicia que trataban de obligar a la gente a esperar con paciencia su cuota de alimentos. Echó una mirada a las ventanas del quinto piso, luego a la acera que corría a lo largo del borde este del parque y vio a Nikolai Malov de pie solo allí, mirándolo directamente. Czesich simuló que era un mozo de uno de los inmensos restaurantes estatales y dejó que sus ojos miraran hacia arriba, por encima de la cabeza de Malov, y luego giraran gradualmente hacia atrás donde estaban las pilas de víveres norteamericanos.

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