Se abrió paso entre las masas narcotizadas, hacia la puerta principal. Su ingenio se estaba agriando ahora. Quería decir, lo sabía, que tenía miedo. Había desayunado en la habitación, melocotón en rodajas envasado, y en las noticias de la mañana había visto a Puchkov agitar el puño de nuevo, y eso le hacía desear no haberse confesado a Anatoly, le hacía preguntarse si su castillo de naipes no se iba a derrumbar justo a tiempo para la llegada de Julie. Bajaría del avión, bonita y enojada, y no tendría nada para mostrarle salvo algunos contenedores vacíos y el polvo de su ego pulverizado. O algo peor.
De acuerdo al verdadero espíritu de la imprevisible Rusia, Anatoly y su Volga no se veían por ninguna parte. Czesich caminó por el patio, inspeccionando sus palmas y nudillos doloridos, flexionando su rodilla hinchada, preparando un discurso airado para Propenko sobre la entrega del día anterior. Se suponía que este era un programa piloto, diría. Toda la idea era ver si la ayuda occidental se podía distribuir de una manera equitativa, sin que las autoridades locales la manejaran mal. Y había una cuestión de honor personal, lo mismo…
Era una mierda pura. ¿Quién era él para hablar de honor personal? Le había mentido a Propenko desde el primer día. Su misma presencia en Vostok era una mentira… por una causa buena, pero mentira de todos modos.
Abandonó la redacción del discurso y se sumió en el pánico. Los finlandeses salieron atropelladamente por la puerta y subieron a su autocar rojo y blanco de Intourist, que arrancó inundándolo con su escape de diesel. Un minuto después, el Volga color melocotón se detuvo al pie de los escalones, pero el que estaba al volante era Propenko, no Anatoly. Czesich lo saludó fríamente y se sentó en el asiento delantero; se dirigieron al norte alejándose del pabellón.
– ¿Dónde está Anatoly esta mañana?
– Con los contenedores.
Czesich no supo bien qué era lo que lo inquietó tan súbitamente en la voz de Propenko. Los ojos castaños iban de adelante atrás como si inspeccionara ambos lados de la calle temiendo una emboscada, y Propenko estaba sentado tan derecho que su cabeza rozaba el techo del Volga.
– Desearía tener una conversación privada con usted, si no lo molesta, Antón.
– No me molesta -dijo Czesich, pero ahora el nerviosismo le inundó el pecho, como una premonición que se arrastraba. Esperó que la conversación empezara, que Propenko le diera a él una clase sobre el honor personal, sobre el engaño al estilo norteamericano, pero Propenko siguió adelante, ausente del mundo de las palabras. Czesich se preguntó si Julie y McCauley habían notificado al Consejo de Industria de Vostok. después de todo, si su visita era un invento, su manera de desquitarse humillándolo. Cuando ya no pudo soportar la incertidumbre, recurrió a la charla-. Estoy deseando ir al campo, Sergei -dijo-. Es muy gentil por parte de Lydia haber ofrecido llevarme.
Propenko apretaba los labios.
– No creo que ese paseo sea una buena idea ahora.
– Comprendo -Czesich miró la acera monótona. Su ventanilla estaba abierta, el aire era fresco y él traspiraba. Propenko no parecía estar especialmente enojado. Nervioso, quizá, muy nervioso, más bien sombrío, pero no enojado. Quizá Julie o Anatoly le habían dicho. O quizá se había enterado por otros medios de que su nuevo amigo Antón era un impostor. Quizá Malov y el populacho ruso lo estaban asediando con peticiones de víveres y no sabía cómo pedir ayuda. En el primer cruce importante doblaron a la derecha, y de nuevo a la derecha después de unas seis manzanas, y descendieron por una calle estrecha que corría entre una hilera de edificios de apartamentos y un gran parque.
– Ayer estaba demasiado asustado para agradecerle su ayuda -dijo Czesich, que todavía trataba de abrir nuevos caminos-. Lo más probable es que me haya salvado la vida.
Propenko acercó el Volga al borde de la acera e hizo una breve inclinación de cabeza. Cuando retiró las manos del volante, Czesich vio sudor en el plástico. Sintió el aire áspero y fresco sobre la cara.
– Caminemos, Antón. -Un auto se había detenido unos diez metros atrás de ellos; el chófer salió y se apoyó sobre el capó con los brazos cruzados.
– ¿Por qué el guardaespaldas?
– Se lo diré dentro de un momento.
Propenko tomó a Czesich por un codo y lo guió hasta uno de los senderos; oían las pisadas del hombre que los seguía. Había hombres jugando ajedrez en mesas de hierro herrumbrado. Más allá, por encima de la copa de los árboles y de un manto de bruma mañanera, Czesich llegó a ver los dos picos del puente colgante que reflejaban la luz del sol. Sentía una punzada en la rodilla derecha cada vez que se apoyaba en ella. Olió el río, el sudor acre, la mierda que golpeaba el ventilador.
– Antón -dijo Propenko después de recorrer unos treinta y cinco metros- ¿qué piensa de mí como hombre?
En otras circunstancias, quizá Czesich habría sonreído. ¿Es que Propenko no sabía que la mayoría de las personas tenían un "¿qué piensa de mí?" flotando por ahí detrás de su máscara y era mejor dejarlo ahí, sin preguntarlo? ¿Era este hombre tan provinciano, tan incauto? Puso su atención en la presión de los dedos de Propenko sobre su codo izquierdo. Era perfectamente normal que los hombres caminaran del brazo en Rusia, perfectamente normal; pero había algo terriblemente anormal en este momento, algo apresurado, ilícito y raro.
– Usted… usted es un hombre de familia -dijo, y cuando eso pareció ser menos de lo que Propenko buscaba agregó lo primero que le vino a la cabeza-: Tengo mucho respeto por la manera en que trabaja, por cómo obra.
– ¿Qué pensaría si le dijese que he cometido un gran engaño?
Czesich empezó a sospechar alguna especie de plan. Nadie hacía esto. Nadie le preguntaba a uno qué pensaba de él, lo tomaba del brazo para dar un paseo por el parque y le confesaba sus engaños privados. Menos con un guardaespaldas que lo seguía a pocos pasos de distancia. No cuando se suponía que hacía media hora que debía haber estado en el pabellón, cargando los víveres. Lanzó un juramento en silencio. Ahora su respetado y buen amigo Sergei Sergeievich le entregaría documentos en un sobre marrón, y luego llamaría al "guardaespaldas" al acecho y firmaría una declaración que diría que el norteamericano le había ofrecido dinero fuerte a cambio de secretos sobre los misiles.
Las diatribas santurronas de Julie le vinieron a la memoria con los tonos más fuertes y desagradables.
Czesich se obligó a torcer el cuello y mirar hacia arriba. Los músculos a lo largo de la mandíbula se estaban flexionando. Si este hombre era un traidor, todo lo que Czesich creía saber sobre la Unión Soviética, y sobre la naturaleza humana, se borraría de golpe. Quizás estuviera tratando de desertar, pero hasta eso parecía absolutamente atípico en él. Si Propenko desertaba ¿quién se iba a quedar?
Propenko estaba esperando.
– ¿Un gran engaño?
– Sí.
– Diría que era incapaz de eso.
Propenko dio un respingo. Siguieron cuatro o cinco pasos en un silencio desapacible.
– ¿Qué pensaría si le dijera que toda mi vida he vivido bajo un velo de engaño?
Czesich sintió que lo recorría un estremecimiento, esto le tocaba muy de cerca.
– Diría que se trataba sólo de un estado de ánimo. La edad madura. Pasará.
Propenko soltó el codo de Czesich, se detuvo, se puso enfrente bloqueándole el paso. En la cara Czesich no vio ahora ninguna amenaza. Propenko no era un espía de la KGB. Tampoco estaba por pedir asilo en Estados Unidos. Alguna intuición le decía que tenía adelante a un hombre de conciencia. Un hombre bueno. Había llegado a convencerse de que la especie se había extinguido.
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