Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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– No quisiera interrumpir -dice la recepcionista, evidentemente desconcertada-, ¿pero a qué departamento han dicho que pertenecían?

– No se preocupe, aquí todos somos amigos -bromea Gallo, sin apartar sus ojos de mí-. Ahora echemos un vistazo a esa cinta.

Pero yo no se la doy. Gallo me la arranca de las manos. No me resisto demasiado… no con un arma clavada en la espalda de Charlie.

– ¿Hombre, por qué has cogido sólo la del miércoles? -pregunta Gallo, leyendo el día en el lomo-. Pensé que habías dicho que también necesitábamos las cintas de toda la semana… -Señalando hacia la recepcionista, añade-. ¿Puede ayudarnos a encontrar las que faltan?

La Sirenita, con los nervios a flor de piel, comienza a sentir pánico.

– Lo siento, señor, pero no puedo hacer nada hasta que no vea su identificación.

– Es que me la he dejado en la otra chaqueta -dice Gallo-. Pero puede utilizar la de nuestro amigo Steven.

– En realidad, no puedo hacerlo -contesta la mujer.

– Por supuesto que puede. Ya le ha permitido que cogiera la cinta que…

– No puedo hacerlo, señor. Y puesto que ésta es un área de acceso restringido, si no tiene su identificación, tendré que pedirles que se marchen.

– Solamente estamos buscando el resto de las cintas -dice Gallo, tratando de mantener la situación en un tono amable.

– ¿Ha oído lo que acabo de decir, señor? Me gustaría que se marchara.

Gallo tensa la mandíbula. Su voz es puro papel de lija.

– Y a mí me gustaría que se comportase como una buena empleada y nos consiguiera lo que hemos venido a buscar.

– Muy bien, se acabó -dice la recepcionista mientras levanta el auricular del teléfono-. Pueden continuar esta discusión con Seguridad. Estoy segura de que a ellos les encantará…

Gallo saca violentamente su credencial del servicio secreto y la sostiene delante de las narices de la mujer.

– Aquí tiene mi identificación. Ahora, por favor, cuelgue el teléfono y consíganos esas cintas.

Los ojos de la mujer van de la credencial a Gallo, y luego a la credencial.

– Lo siento, pero tendrán que hablar con un supervisor…

– Me parece que no lo entiende -dice Gallo. Saca el arma de su chaqueta y apunta directamente entre los ojos de la recepcionista-. Cuelgue ese jodido teléfono y busque las cintas.

La recepcionista deja el auricular y las lágrimas le bañan el rostro.

– Tengo un niño de cuatro años…

– ¡Las cintas! -grita Gallo.

Las manos de la mujer tiemblan visiblemente cuando las alza a la altura de la cabeza.

– Están en la otra habitación -balbucea.

– Muéstrenos dónde -le exige Gallo. Hace una seña a DeSanctis y añade-. Ve con ella.

Apartando a Charlie y Gillian, DeSanctis pasa entre ellos empuñando su pistola. Cuando la recepcionista ve el arma, las lágrimas Huyen más rápido.

– Una sonrisa de Mickey Mouse, quiero una bonita sonrisa de Mickey Mouse -le advierte DeSanctis, obligándola a dominarse mientras la empuja hacia las puertas cristaleras en la parte posterior de la habitación.

– Ven aquí… -dice Gallo, cogiéndome de la pechera de la camisa y empujándome hacia Charlie y Gillian. Tropiezo con mi hermano. Nuestras miradas se cruzan.

«Las cintas no están allí, ¿verdad?», pregunta Charlie con una mirada.

Paso la mano por el bolsillo trasero del pantalón. Gillian advierte el movimiento y sonríe.

– Quietos -insiste Gallo cuando recupero el equilibrio y me coloco junto a Charlie. Gallo me apunta con su arma, luego a Charlie, pero en ningún momento a Gillian, quien tiene la vista fija en el suelo.

– ¿Estás bien? -susurro.

– ¿Qué has dicho? -pregunta Gallo.

– Le he preguntado si estaba bien -digo.

Gallo se echa a reír.

– ¿Qué?

Pero Gallo no puede parar de reír. La boca se le abre de oreja a oreja.

– Aún no lo sabes, ¿verdad?

– ¿De qué está hablando?

– Lo dices en serio, ¿verdad? Realmente no…

– … lo que nos conduce finalmente a la Central DACS, el cerebro de todo el cuerpo -anuncia una voz joven y animada al tiempo que la puerta del DACS se abre de par en par. Detrás de nosotros, un tío rubio y con una camisa floreada guía a un grupo de veinte turistas hacia el interior de la ya atestada área de recepción.

Gallo esconde el arma detrás de la espalda. El grupo avanza, girando las cabezas para echar un vistazo al interior. A medida que van entrando, una mujer gruesa con pantalones cortos rosa y una gorra con visera haciendo juego pasa por delante de mí, Gillian y Charlie -sin siquiera darse cuenta- y conduce a todo el grupo directamente entre Gallo y nosotros.

– Lo siento, ¿estamos interrumpiendo? -pregunta el tío rubio en un perfecto tono de guía de excursiones.

– Sí. Están interrumpiendo -contesta Gallo con un gruñido. Nos mira fijamente a través de la multitud. Está preparado para sacar su arma, pero debe saber lo que ocurrirá si lo hace.

– Bien -bromea el guía mientras nosotros empezamos a retroceder-. Los invitados pasen por…

– Apártate de mi jodido camino -dice Gallo, empujándole con violencia. Trata de correr hacia nosotros, pero el grupo es demasiado compacto.

Charlie mira hacia la puerta. En cualquier momento DeSanctis descubrirá que en esas cajas no hay nada…

«Adelante», le señalo con un gesto a Charlie. Sale disparado hacia la puerta.

– ¡No se muevan! -grita Gallo, levantando el arma.

Eso es todo lo que se necesita.

– ¡Una arma! -grita una mujer. La multitud se rompe, todo el mundo corre y grita. La estampida ha comenzado. Los tres volamos hacia la puerta seguidos de la muchedumbre enloquecida.

Cuando llegamos a la entrada se oye un disparo. El cristal de la puerta estalla en mil pedazos que se esparcen por el suelo enmoquetado. Charlie avanza a toda velocidad tratando de abrirse paso a través del caos de turistas que chillan como condenados. Detrás de mí, Gillian corre agachada y aferrada a mi camisa. Nadie ha resultado herido. La habitación se vacía en el pasillo y los gritos reverberan a lo largo del túnel de cemento.

– ¡No te detengas! -grito, empujando a Charlie. Salimos despedidos de la masa de turistas y corremos hacia el cuello del túnel. Mis pies golpean con fuerza contra la superficie de cemento. Charlie mira hacia atrás para asegurarse de que estoy bien. Es entonces cuando ve a Gillian, que sigue aferrada a mi camisa.

Su rostro lo dice todo.

«Piérdela.»

«¿Qué?»

«¡Piérdela!»

Gillian me suelta la camisa y sigue corriendo sola. Sin trastabillar… sin retrasarnos. Ella corre. Sus ojos azules claros buscan una salida. Tiene la boca abierta en una expresión de miedo. Charlie piensa que todo está claro. No lo está.

– Larguémonos de aquí -le digo.

Charlie aprieta las mandíbulas y acelera la carrera. Mientras avanzamos por el túnel, está sólo unos cuantos pasos por delante de mí. Él es más veloz que eso.

– ¡Charlie, corre! -insisto.

– Quédate… conmigo -dice, cortando entre Pocahontas y un Drácula de la Mansión Encantada.

– ¡Por la escalera! -grita Gillian cuando las puertas pasan como balas a ambos lados del túnel.

Pero Charlie sigue corriendo. No entiendo qué es lo que pretende hasta que el túnel comienza a describir una curva hacia la izquierda. Detrás de nosotros, los gritos de la multitud se van atenuando hasta casi desvanecerse en la distancia, reemplazados rápidamente por el eco de los pasos de quienquiera que nos esté persiguiendo. Me vuelvo para comprobar qué es lo que pasa, pero por culpa del arco del pasillo, no podemos ver a nuestros perseguidores. Lo que significa también que ellos no pueden vernos a nosotros.

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