– Buscando algunas respuestas.
– Pero si hay un guardia…
– …entonces diremos, «Vaya, nos hemos equivocado de puerta» y nos marcharemos. -Me libero de su mano y continúo hacia la puerta.
– ¿De pronto te preocupa nuestra seguridad? -le pregunta Charlie.
Gillian no le contesta. Tiene la vista clavada en mí.
– Oliver, esto no es algo que debamos hacer a la ligera -añade cuando doy otro paso.
Pero no la escucho. Acabo de viajar tres horas con la promesa de que recuperaría mi vida. Todo está en esas cintas. No pienso marcharme de aquí sin ellas. Cojo el pomo con fuerza y miro hacia atrás. La muchedumbre sigue concentrada en Pooh. Es ahora o nunca…
Abro la puerta de par en par y me vuelvo hacia Gillian y Charlie. Ambos dudan, pero también saben que no hay demasiadas alternativas. Tan pronto como Gillian da el primer paso, Charlie la sigue. No estoy seguro de si mi hermano sospecha algo de ella o simplemente está asustado. En cualquier caso, los tres nos deslizamos hacia el interior de aquel lugar.
Apenas iluminado por un fluorescente, el rellano de la escalera está oscuro y desierto. Ahí no hay nadie, ni guardias ni rastro de Blancanieves. Compruebo las paredes y el techo. Tampoco hay videocámaras. Tiene sentido cuando lo piensas por un momento: esto es Disney World no Fort Knox.
– Echa un vistazo a esto -susurra Charlie, mirando por encima de la barandilla de metal que hay a nuestra izquierda.
Me coloco entre Gillian y él para comprobarlo con mis propios ojos: escaleras pavimentadas que descienden serpenteando cuatro plantas. La entrada al subterráneo.
– Si tuviese seis años, ¿sabes las pesadillas que me provocaría esto? -pregunta Charlie.
No le contesto y comienzo a bajar la escalera. No puede estar demasiado lejos.
– Tómatelo con calma -me advierte Gillian mientras descendemos en espiral hacia las profundidades.
Al llegar abajo nos encontramos con otra puerta, pero a diferencia de la que había arriba, ésta no hace juego con el ambiente medieval de los Tesoros de Tinker Bell. Se trata simplemente de una puerta estándar, corriente. La abro y asomo la cabeza a un pequeño pasillo. A mi derecha, perpendicular a nosotros, docenas de personas se cruzan en un pasillo más grande. Disfraces brillantes pasan rápidamente ante nosotros. El eco de las voces rebota en el cemento. Aquí está la acción. Es hora de participar en ella.
Apartándome de la escalera, echo a andar por nuestro pasillo y giro bruscamente a la izquierda en el pasillo principal, donde estoy a punto de chocar con una chica muy delgada que lleva un disfraz de Pinocho, excepto por la cabeza del muñeco.
– Cuidado -me previene mientras piso sus enormes zapatos de gomaespuma.
– Lo lamento… -Recupero el equilibrio, paso junto a la chica y veo a Blancanieves a su derecha, pero es alguien diferente, con el pelo castaño recogido en la nuca, una peluca negra en la mano y chicle en la boca.
– Kristen, ¿participas en el desfile esta noche? -pregunta Blancanieves, enmascarando sin demasiado éxito su acento de Chicago.
– No, ya he terminado por hoy -contesta Pinocho.
Me vuelvo cuando pasan a mi lado, pero advierto que Charlie y Gillian me observan fijamente.
«Por favor… tómatelo con calma», me suplica Charlie con la mirada, claramente acobardado.
Asiento y continúo avanzando por el pasillo. Ambos me siguen a pocos pasos, pero saben lo que se necesita para ser invisibles. Hazlo rápido y nunca dejes de moverte. Es igual que cuando conseguía meter a Charlie a hurtadillas en las películas prohibidas para menores. En el momento en que tienes el aspecto de que la cosa no va contigo, pues la cosa no va contigo.
Al llegar a lo que parece ser un túnel subterráneo para peatones, echo un vistazo al pasillo de cemento, que tiene aproximadamente el ancho de dos coches. Somos engullidos inmediatamente por la colorida marea de empleados de Disney que llevan toda clase de prendas, desde botas vaqueras y sombreros de la Frontera, hasta camisas plateadas y futuristas de la Tierra del Mañana, y las simples camisas con cuello y sin adornos del personal de conserjería. Me quito la corbata, la guardo en el bolsillo y me desabrocho el botón superior de la camisa. Soy sólo otro empleado de Disney camino del vestuario.
– Enemigos a las diez -me advierte Charlie.
Siguiendo esa dirección alzo la vista hacia la izquierda y diviso a dos policías que patrullan el túnel. Mierda. Llevo la mano instintivamente hacia la parte posterior de mis pantalones y compruebo que el arma de Gallo aún sigue ahí. Por si acaso.
– No están armados -añade Charlie, sabiendo lo que estoy pensando.
Cuando la policía de Disney se acerca a nosotros, me doy cuenta de que tiene razón. Llevan placas de metal y camisas azules, pero hasta ahí llega el uniforme. Echo un rápido vistazo a sus pistoleras. Ninguno lleva armas. Aun así, ello no significa que podamos enfrentarnos a ellos. Cuando uno de ellos mira en mi dirección, bajo la vista al suelo. Concéntrate en lo tuyo, no levantes la vista, me digo. Treinta segundos bastan. Los polis se alejan sin volver a mirarnos y alzo la cabeza para encontrarme nuevamente con el laberinto. El problema es que no tengo la más remota idea de adónde voy.
Acelero el paso y trato de cubrir la mayor distancia posible, avanzando por el amplio pasillo, inhalando el aire húmedo y subterráneo. Por la cinta color morado desteñido que cubre la mitad inferior del pasillo, yo diría que este lugar no ha recibido una mano de pintura en los últimos diez años. Tal vez se trate del cuartel general de todos los empleados del Reino Mágico, pero igual que la moqueta industrial barata que utilizamos en las zonas del banco no destinadas a los clientes, Disney mantiene su dinero perfectamente controlado. Con todo, los tornillos y las tuercas del parque se encuentran sin duda en este lugar: conductos del aire acondicionado encima de nuestras cabezas, tuberías a lo largo de las paredes y puerta de metal tras puerta de metal marcadas con rótulos como «Mantenimiento», «Control de residuos/AVAC» y «Peligro: Alto Voltaje». Justo encima de nosotros, los niños abrazan al bueno de Pooh, y los padres se maravillan ante la limpieza que exhibe el paraíso. Aquí abajo, Pinocho es una chica y el conducto de los desperdicios retumba de tal manera que lo sientes en los dientes. Ese es el material de la magia.
A mi derecha, un hombre negro vestido como un pájaro Tiki sale por una puerta que lleva el rótulo «Escalera n.º 5: La leyenda del Rey León». Un poco más adelante, de la «Escalera n.º 12: La vieja tienda de Navidad», sale un duende femenino rubio. Cada tres metros, la gente parece salir de ninguna parte y, no importa la tranquilidad que yo quiera aparentar, no puedo despojarme de la sensación de que estamos empezando a descubrirnos. Examino las tuberías que cubren el techo y busco cámaras de seguridad. Si alguien está vigilando, el tiempo se nos acaba. Y lo peor de todo, el tiempo corre a ciegas. Tres ratones ciegos.
Cuanto más avanzamos, más puertas de metal nos vemos obligados a atravesar; cuantas más puertas pasamos, más parece curvarse el pasillo; cuanto más se curva el pasillo, más intensa es la sensación que tengo de estar caminando en círculos. «Mantenimiento Oeste del Parque»… «Primeros auxilios»… «Área de descanso»… ¿Dónde diablos está el ACS?
– Esto es ridículo -dice Gillian finalmente-. Tal vez deberíamos separarnos.
– No -decimos Charlie y yo al unísono. Pero es evidente que necesitamos cambiar de estrategia.
Un poco más adelante, una mujer mayor vestida de peregrina sale de una habitación que lleva el rótulo de «Personal». Aparenta unos cincuenta años. Le hago señas a Charlie; él sacude la cabeza. Cuanto más mayores sean, más probabilidades hay de que nos pidan la tarjeta de identificación de Disney. Detrás de la peregrina hay una chica con tejanos y una camiseta Barnard. Charlie asiente. No es el mejor plan, pero debemos hacer algún movimiento. Ambos sabemos quién es el mejor cuando se trata de desconocidos.
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