– Sigamos a la multitud -dice Charlie, señalando hacia la marea humana que llena las calles. A mi izquierda, docenas de chicos hacen cola esperando meter la cabeza a través de una empalizada falsa para que sus padres hagan las fotos obligadas. A mi derecha, cientos de turistas aguardan para hacer el viaje por río más seguro del mundo. Todos los demás están en las calles, miles de ellos se dirigen hacia la ciudad del Viejo Oeste situada en la Frontera. Es la semana previa a las Navidades en Disney World. Perderse es la parte más sencilla.
– Ahora debemos actuar sin prisas -nos advierte Gillian mientras nos zambullimos en el enjambre de turistas que se amontonan delante del Saloon de la Herradura de Diamante. Pocos pasos más adelante, la Plaza de la Libertad -roja, blanca y azul- ha sido reemplazada por los marrones terrosos de la antigua Tienda de Ramos Generales de la Frontera. Gillian baja la cabeza y se adapta al paso de la lenta muchedumbre. Charlie no quiere saber nada de ello y se adelanta, abriéndose paso entre la gente.
– ¡Charlie… espera…! -grito.
Pero Charlie ni siquiera vuelve la cabeza. Salgo tras él, pero ya se encuentra cuatro familias por delante de nosotros. Dando pequeños brincos para tener una visión mejor, sigo su pelo rubio mientras se agita entre la multitud. Cuando pasa junto al Country Bear Jamboree, mira hacia atrás para asegurarse de que le sigo, pero cuanto más intento darle alcance, más rezagada se queda Gillian. Avanzando entre ambos, trato de hacer lo posible por mantener las distancias equidistantes, pero tarde o temprano uno de los dos tendrá que ceder.
Miro a Gillian por encima del hombro y compruebo que finalmente ha conseguido acelerar el paso.
– ¡Vamos! -le digo, haciéndole señas para que se apresure. Paso junto a una familia con un niño en un carrito y acelero. Pero cuando miro hacia adelante buscando a Charlie, no le veo por ninguna parte. Giro el cuello y examino las cabezas de la muchedumbre, buscando su pelo rubio. No está allí. Vuelvo a comprobarlo. Nada. No me importa lo chiflado que pueda estar; es imposible que se haya largado sin mí.
Vuelvo a sentir el mismo nudo en el estómago que cuando nos separamos antes, pulso el botón de pánico y me lanzo hacia adelante.
– Perdón… ya voy… -grito a la multitud mientras me contorsiono para pasar entre ellos. Cuando Gillian se reúne conmigo aún sigo buscando la cabeza rubia de Charlie en medio de la gente. El pelo rubio y corto con la familia de gordos… el pelo rubio rojizo enredado con la gorra de béisbol de Louisiana State… incluso el rubio teñido con las raíces negras. Compruebo cada una de las cabezas. Charlie tiene que estar en alguna parte. Al otro lado de la calle, un niño de unos diez años le dispara un corcho a su hermana en el rostro con una escopeta. Detrás de mí, dos críos se persiguen exhibiendo las lenguas coloreadas con el morado del algodón de azúcar. Junto a mí, un niño llora y su padre le amenaza con llevarle de vuelta a casa. Desde los altavoces fijados a las farolas suena con estridencia Yankee Doodle. Me cuesta incluso pensar. Gillian intenta cogerme la mano. Pero no es eso lo que quiero en este momento. Delante de nosotros la calle se desvía hacia la izquierda. Me estoy quedando sin espacio. Lo intento por última vez.
– ¡Charlie! -grito.
Diez metros delante de mí, una cabeza rubia familiar se asoma de detrás del puesto de gorros de mapache. ¡Charlie!
– ¡Charlie! -vuelvo a gritar agitando ambas manos por encima de la cabeza.
«¡Agáchate!», me indica por señas, palmeando el aire con las palmas hacia abajo.
«¿Qué estás…?»
«¡Agáchate! ¡Ahora!»
Mira hacia el otro lado de la calle y sigo la dirección de su mirada, a través de la multitud, hacia la esquina más alejada del Pecos Bill Café. Diviso dos trajes oscuros que se encuentran entre el gentío ataviado con camisetas de Mickey Mouse. Y entonces ellos me ven a mí.
Los ojos de Gallo se entornan hasta convertirse en una fulminante mirada oscura. Abriéndose paso entre una pareja de jóvenes, se mete entre la multitud. DeSanctis está justo detrás de él.
– Tenías que gritar, ¿verdad? -pregunta Charlie cuando Gillian y yo llegamos junto al puesto de gorros de mapache.
– ¿Yo? No he sido yo quien… -me interrumpo y vuelvo a mirar hacia la zona donde he visto a Gallo. Le veo al otro lado de la calle luchando por abrirse paso a través de la compacta masa de turistas. Y nosotros nos estamos quedando sin espacio. Delante, la calle acaba en una puerta giratoria de madera que llega a la altura de la cintura. A nuestra izquierda, Gallo continúa acercándose.
– Por aquí -dice Gillian, señalando hacia la derecha.
Charlie sacude la cabeza. No importa si ése es el mejor camino para salir de ahí; él no piensa concederle esa oportunidad. Con un movimiento rápido abre la puerta de madera y echa a correr por lo que parece ser la pendiente de un camino particular asfaltado. Se dirige en línea recta hacia una pared de madera verde que rodea todo el parque. Debe de tener al menos tres metros de alto. Es imposible que podamos superarla.
– ¿Se ha vuelto loco? -pregunta Gillian.
– ¡Charlie… vuelve! -grito, corriendo tras él-. ¡Es un callejón sin salida! -Cuando llega al punto más elevado del camino, éste desciende hacia la pared verde. Desde donde yo estoy corriendo, apenas superada la puerta giratoria, veo que no tiene ningún lugar adonde ir-. ¡Sal de ahí! -grito. Pero Charlie continúa avanzando.
Cuando llego a la parte más elevada del camino consigo ver finalmente qué es lo que ha llamado su atención. Al principio no lo había advertido… el pequeño rótulo en la pared que dice: «Solamente miembros del reparto.»
– ¡Guau! -exclama Gillian al verlo.
Desde la puerta principal no podíamos verlo, ya que el ángulo no nos lo permitía. Pero al llegar a la parte más elevada de la pendiente, resulta obvio que lo que parecía una simple pared son realmente dos paredes que se superponen, aunque nunca se tocan. Charlie continúa su camino, gira a la derecha y desaparece. No es un callejón sin salida sino otra ilusión óptica.
Siguiendo los pasos de Charlie zigzagueo a través de la abertura y echo a correr por otro camino largo y pavimentado. Es como estar en un solar trasero, el parque se desvanece a nuestras espaldas y todos los colores y la música son reemplazados por el gris del cemento y un profundo silencio. Junto a nosotros, un edificio verde y compacto apesta a algo putrefacto, haciendo absolutamente obvio el lugar donde Disney deja los desperdicios. Al principio, Charlie corre hacia allí -si nuestra intención es salir de aquí, él sabe que debemos perdernos de vista- pero el hedor le mantiene en el camino, que continúa hacia la parte posterior del solar.
Delante de nosotros la situación no parece mejorar. Las construcciones más cercanas son unas cuantas casas remolque y un viejo almacén con un cartel azul de letras azules desteñidas que dice: «Decorados del Mundo Mágico.»
– Las casas remolque… -dice Gillian.
Charlie se dirige resueltamente hacia el almacén. Pocos pasos delante de mí se vuelve para comprobar si Gallo también ha seguido este camino. Es entonces cuando veo el dolor en su rostro. Charlie tiene la piel gris como el cemento, está completamente agotado. Gillian y yo nos acercamos a él. Incluso con la medicación no podría seguir este ritmo.
«Sólo unos metros más, hermano… ya casi hemos llegado.»
Fuera del almacén están aparcadas quince carrozas de desfile en tres filas ordenadas debajo de un toldo metálico oxidado. El olor a pintura fresca nos rodea y, junto a las brillantes y coloridas carrozas, docenas de botes de pintura vacíos nos dicen dónde está todo el mundo. Es tiempo de secado. No hay nadie.
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