Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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Apartando el montón de ropa de un puntapié, cerró la puerta de la lavadora y fue hacia la secadora. Nuevamente, preparó el arma. Nuevamente, abrió la puerta de la enorme máquina. Y, nuevamente, encontró solamente una pila de disfraces de brillantes colores. Sin decir nada, cogió un puñado de ropa y lo arrojó al suelo.

Al regresar al pasillo estaba a punto de entrar en la otra habitación cuando se dio cuenta de que había algo que estaba fuera de lugar. En el pasillo, más adelante. Contra la pared. El carrito de la ropa que antes estaba en el centro del pasillo… ahora estaba a la derecha. Algo lo había movido. O alguien lo había movido.

DeSanctis sonrió y avanzó pegado a la pared. «Eso no ha sido muy listo por tu parte, Charlie… no ha sido nada listo», pensó mientras apuntaba al carrito con su pistola. Pero cuando finalmente llegó hasta él -cuando estiró el cuello para echar un vistazo en su interior- descubrió que estaba vacío. Sin embargo, los carritos no se mueven solos. DeSanctis miró hacia el pasillo. Al final del mismo, un biombo alto y plegable de madera bloqueaba el acceso a las habitaciones que había en la parte trasera. DeSanctis apartó con violencia el carrito de la ropa y se dirigió resueltamente hacia el biombo.

Diez pasos después, pasó junto al biombo y se detuvo. En una habitación que parecía una versión más pequeña del almacén que había dejado atrás había filas y más filas de colgadores con ruedas. Delante de él colgaba un vestido a topos rojos y blancos con una etiqueta que decía «Minnie». En otro colgador, en una percha con la etiqueta de «Donald», el traje azul y la cola blanca y velluda del Pato Donald pendían en el aire. Delante del traje, la cabeza de Donald colgaba invertida en un colgador especial. Otra cabeza de Donald se apoyaba en la parte superior del colgador, y una tercera estaba apoyada de costado en el suelo. En toda la habitación, las cabezas eran el único detalle que DeSanctis no podía obviar: de Minnie; de Pluto; de Goofy; de los siete Enanitos, las cabezas vacías parecían observarle con sus miradas sin vida.

Haciendo un esfuerzo por ignorarlas, DeSanctis inspeccionó rápidamente los pasillos entre los colgadores. Los disfraces colgaban hasta el suelo e impedían una visión clara del lugar. Si quería atrapar a Charlie tendría que obligarle a salir. Avanzando metódicamente, DeSanctis se deslizó entre dos disfraces de mariposa y entró en el primer pasillo entre los colgadores. Con cada paso, un caleidoscopio de disfraces de colores rozaba sus hombros, pero DeSanctis no parecía advertirlo. Sus ojos estaban fijos en el suelo, buscando los zapatos de Charlie. Cada pocos pasos apoyaba la pistola en el costado de un disfraz que parecía demasiado voluminoso pero, aparte de eso, nada aminoraba su paso… es decir, hasta que llegó al extremo del pasillo y vio el familiar esmoquin negro con los pantalones cortos rojo brillante. Dos guantes blancos, especialmente cosidos con cuatro dedos, estaban unidos a la manga. Levantando la cabeza, DeSanctis recomo el disfraz hasta la parte superior del colgador, que sostenía la cabeza del ratón más famoso del mundo. Con un movimiento instintivo, DeSanctis golpeó ligeramente con los nudillos la cara sonriente de Mickey.

– No podías evitarlo, ¿verdad? -preguntó una voz a sus espaldas.

DeSanctis se volvió rápidamente pero, cuando vio a Charlie, ya era demasiado tarde. Empuñando una escoba industrial como si fuese el garrote de un cavernícola, Charlie lanzó el golpe. Exactamente en el momento en que DeSanctis se volvía, el palo de la escoba surcaba el aire. Al chocar contra la cabeza de DeSanctis produjo un ruido seco y desagradable.

– Eso es por haberte metido con mi madre, cabrón -dijo Charlie, levantando la escoba para volver a golpearlo-. Y esto es por mi hermano…

80

Con un ruido mecánico, el molinete giró velozmente cuando Joey atravesó a la carrera la entrada principal al Reino Mágico. A esta hora del día, las colas eran más cortas de lo habitual pero aún había muchos turistas en el parque.

– ¿Y? -preguntó Noreen a través del auricular.

– Es como buscar una aguja en un pajar -dijo Joey mientras se unía no sin esfuerzo a la multitud que recorría lentamente las calles del parque. Rodeada a un lado por un grupo de chicos de instituto que hablaban a gritos y al otro por unos gemelos que no paraban de llorar, Joey se abrió camino a través de esa demencia, corrió por debajo del paso elevado que albergaba la estación de ferrocarril, y se encontró de cara con el árbol de Navidad de veinte metros de alto y los coloridos escaparates de las tiendas de Main Street-. ¿Estás segura de que es aquí? -le preguntó a Noreen.

– En este momento estoy mirando su plano online -contestó Noreen-. Debería estar directamente a tu izq…

– Ya lo tengo -dijo Joey, giró a la izquierda y corrió en dirección contraria a la multitud que se dirigía a las salidas. Delante de ella, junto a la estación de bomberos rojo brillante, se encontraba la entrada principal del Ayuntamiento. Joey echó un rápido vistazo a su alrededor, se detuvo de golpe, se quitó el auricular de la oreja y compuso la mejor expresión de pánico-. Oh, no… -comenzó a decir en voz queda-. Por favor, no me digas que… ¡Socorro! -gritó-. ¡Por favor, que alguien me ayude! -Pocos segundos más tarde oyó ruido de pasos apresurados desde el interior del Ayuntamiento, que no sólo era la sede de Relaciones con los Visitantes, sino que daba la casualidad de que se trataba de uno de los lugares más cercanos patrullados por la Seguridad de Walt Disney World-. ¿Por qué ir a ellos -le preguntó Joey a Noreen-, cuando ellos pueden venir a ti?

Joey contó para sí. Tres… dos… uno…

– ¿Qué ocurre, señora? ¿Qué le ha pasado? -preguntó rápidamente un guardia alto con un corte militar y una placa plateada.

– ¿Se encuentra bien? -le preguntó a su vez un hombre negro con una camisa azul.

– ¡Mi billetero! -gritó Joey a los dos hombres-. ¡Abrí el bolso y mi billetero había desaparecido! ¡Tenía todo el dinero… mi pase de tres días…!

– No se preocupe… no pasa nada -dijo el guardia alto, apoyando la mano en su muñeca.

– ¿Recuerda cuándo lo vio por última vez? -preguntó el hombre negro.

Mientras los dos guardias trataban de calmarla, Joey pudo comprobar la forma en que ambos miraban a la multitud de palurdos que observaban la escena. Estaba claro que el espectáculo debía continuar.

– Está bien, amigos -anunció el guardia alto a los curiosos-. Sólo ha perdido el billetero.

Cuando los curiosos continuaron su camino, los guardias rodearon a Joey y la acompañaron hasta un banco de madera cercano.

– ¿Se le puede haber caído en alguna de las atracciones? -preguntó el guardia negro.

– ¿O tal vez en uno de los restaurantes? -añadió el otro.

– ¿Está segura de que no lo tiene en el bolso? -preguntó el primero, señalando el billetero que sobresalía del bolso de Joey.

Joey se detuvo en seco y miró el bolso.

– Dios mío -dijo, echándose a reír-. Me siento tan avergonzada… hubiese jurado que no estaba allí cuando yo…

– No se preocupe -dijo el guardia alto-. A mí me pasa lo mismo con las llaves.

Joey se levantó del banco, agradeció la ayuda de los dos guardias de seguridad y volvió a disculparse.

– Realmente lo siento, la próxima vez me aseguraré de… mirar mejor en mi bolso.

– Que pase una buena noche, señora -dijo el guardia alto.

Joey retrocedió nuevamente hacia la multitud y esperó a que los guardias desaparecieran. Una vez que los hubo perdido de vista, se volvió rápidamente, se colocó nuevamente el auricular y se dirigió resueltamente hacia Main Street.

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