Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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Cómo sabe que nosotros…

– ¿Crees que me contrataron por mi cara bonita? -pregunta Shep, echándose a reír-. Con trece billones de dólares expuestos a un montón de riesgos, tenemos la mejor seguridad que el dinero puede comprar.

– Bueno, si necesitas alguna ayuda, tengo un candado de bicicleta bastante bueno -dice Charlie, intentando que la situación no se descontrole.

Shep se vuelve directamente hacia él.

– Eh, tío, te encantará esto, Charlie. ¿Has oído hablar alguna vez del programa Investigator?

Charlie sacude la cabeza. Se acabaron las bromas.

– Es un programa que te permite hacer un control de los teclados -añade Shep, y ahora toda su atención está concentrada en mí-. Lo que significa que cuando estás sentado ante tu ordenador, puedo ver cada palabra que tecleas. Correos electrónicos, cartas, contraseñas… tan pronto como aprietas la tecla, aparece en mi pantalla.

– ¿Estás seguro de que eso es legal? -pregunto.

– ¿Bromeas? Hoy en día es lo más normal del mundo. Exxon, Delta Airlines, incluso las jodidas esposas desconfiadas que quieren ver lo que escriben sus maridos en los chats, todos lo utilizan. Quiero decir, ¿por qué crees que el banco tiene todos sus ordenadores conectados a una sola red? ¿Para que puedas enviar correos electrónicos internos? El Gran Hermano no está por llegar… ha estado aquí durante años.

Miro a Charlie, que tiene la mirada clavada en la pantalla del ordenador. Oh, no, la carta falsa…

– Es algo realmente asombroso -continúa Shep-. Puedes programarlo como una alarma, de modo que si alguien está utilizando la contraseña de Mary, y el sistema de seguridad dice que ella ya no está en el edificio… saltará en nuestra pantalla y te dirá qué está pasando.

– Escucha, siento haber tenido que…

– Ahí tenemos otra vez el acento de Brooklyn. -Shep sonríe-. ¿Qué pasa, sólo te sale cuando estás nervioso? ¿Cuando te olvidas de ocultarlo?

– No, es sólo que… en esas circunstancias no sabía qué…

– No debes preocuparte -dice Shep, arrastrando también las palabras en el mejor acento del viejo barrio-. Como he dicho, a Lapidus le importa un huevo. Cuando se trata de asuntos de tecnología, no le importa que yo pueda ver que alguien teclea el nombre de Mary o el suyo… -Shep mira por encima de mi hombro y dice más lentamente-… o incluso si puedo ver que alguien utiliza un ordenador del banco para escribir una carta fraudulenta.

Charlie se pone rígido en su silla y de pronto no soy el único que tiene una expresión estreñida en la cara.

– Te diré que no tenían ese chisme cuando estaba en el servicio -continúa diciendo Shep, avanzando unos pasos hacia nosotros y arremangándose la camisa. Se rasca los antebrazos, primero el derecho, luego el izquierdo, y por primera vez compruebo su eficacia-. Hoy en día… con los ordenadores… puedes conseguir enterarte de cualquier cosa… -añade, el acento del viejo barrio ya ha desaparecido de su voz-… una transferencia de cuarenta millones de dólares a Tanner Drew… o tres millones transferidos a Marty Duckworth…

Hijo de puta.

Estoy paralizado. No puedo moverme.

– Todo ha terminado, hijo. Sabemos lo que estáis tramando.

Charlie salta de su asiento y tiñe su voz con una pequeña risa.

– Ja, ja, ja, Shep, tranquilo con esa porra, no pensarás que nosotros…

Shep pasa junto a él y me apunta con un dedo directamente a la cara.

– ¿Te parece que estoy ciego, Oliver? -Clavo los ojos en el suelo y no le contesto-. Te he hecho una pregunta hijo; ¿realmente crees que soy tan imbécil? Lo supe desde el momento en que enviaste el primer fax, sólo era cuestión de tiempo que cometieras un error.

– ¿El primer fax? -pregunta Charlie-. ¿El que enviaron desde Kinko's? ¿Crees que fuimos nosotros? -Apoya una mano sobre el hombro de Shep, esperando ganar uno o dos segundos-. Te lo prometo, tío, nosotros jamás enviamos ese… de hecho, cuando llegamos esta mañana… estábamos… estábamos tratando de coger a ese ladrón… ¿no es verdad, Ollie? ¡Estábamos haciendo lo mismo que tú!

Yo permanezco inmóvil en mi silla, pálido como un fantasma. Charlie sabe que estoy perdido. Me mira. «Maldita sea, Ollie… ¡venga! Por favor.»

– Toc, toe… ¿hay alguien en casa? -pregunta una voz estridente al tiempo que la puerta de mi despacho se abre de par en par. Shep se vuelve y descubre el origen de la voz, el hombre de mediana edad, de vientre prominente pero aún así impecablemente vestido que ahora se acerca a mi escritorio. Francis A. Quincy, socio financiero principal de la firma. Detrás de él se encuentra el mismísimo jefe. Henry Lapidus.

Me las arreglo para componer una sonrisa absolutamente falsa, pero debajo los dedos de mis pies excavan la alfombra.

– Mirad quién está ahí… ¡el hombre de los cuarenta millones de dólares! -canturrea Lapidus, mientras se acerca a mí-. Lo creas o no, estoy oyendo cómo Tanner Drew te reserva un lugar en su testamento.

Mientras habla, se pasa la mano por su cabeza casi totalmente calva; es un gesto que forma parte de su estado permanente de movimiento. A pesar de sus casi dos metros de altura, Lapidus es como un colibrí con forma humana… flap, flap, flap todo el santo día. Yo solía pensar que se trataba de una energía incapaz de ser contenida. Charlie solía decir que se trataba de un caso claro de hemorroides. Siempre aparecen en los culos [4].

– Y adivina a quién te hemos traído -dice Lapidus. Se aparta para dejar paso a un muchacho tímido con cara de tortuga y vestido con un traje italiano demasiado caro. Tiene nuestra edad y me resulta familiar, pero yo…

– ¿Kenny? -exclama Charlie.

Kenny Owens. Mi compañero de habitación durante mi primer año en la Universidad de Nueva York. Un detestable niño rico de Long Island. Hacía años que no le veía, pero sólo el traje es suficiente para confirmar que nada ha cambiado. Sigue siendo un gilipollas.

– Ha pasado mucho tiempo, ¿eh? -dice Kenny. Espera una respuesta, pero Charlie y yo no le quitamos los ojos de encima a Shep.

– Pensé que os gustaría tener un poco de tiempo para poneros al día -dice Lapidus y suena como si nos estuviese arreglando una cita.

– Viejos amigos y todo eso… -añade Quincy.

Charlie levanta la cabeza. Sabe que aquí hay gato encerrado. Por regla general, Quincy odia a todo el mundo. Como a todos los peces gordos, lo único que le importa es el dinero. Pero hoy… hoy, somos una gran familia. Y si Lapidus y Quincy acompañan personalmente a Kenny por las dependencias del banco… seguramente debe tratarse de una entrevista de trabajo.

Antes de que nadie pueda abrir la boca, Lapidus sigue nuestra mirada hasta Shep.

– ¿Y qué está haciendo usted aquí? -pregunta Lapidus y su voz suena agradablemente sorprendida-. ¿Más disertaciones sobre Tanner Drew?

– Sí -dice Shep secamente-. Todo sobre Tanner Drew.

– Muy bien, por qué no lo deja para más tarde -dice Lapidus-. Dejemos a estos chicos solos.

– En realidad, esto es más importante -le desafía Shep.

– Tal vez no lo ha entendido -interviene Quincy-. Queremos que estos chicos se queden solos. -En ese momento, la discusión acaba. El pez gordo se come al chico.

– Gracias otra vez por lo que has hecho -me dice Lapidus. Se inclina hacia mí y susurra-. Y puedes creerme, Oliver, si nos ayudas a conseguir a Kenny sería una manera perfecta de redondear tus solicitudes de ingreso a la Escuela de Administración de Empresas.

Charlie y yo permanecemos sentados en silencio mientras Shep acompaña de mala gana a Lapidus y Quincy hacia la puerta. Justo cuando están saliendo, Shep se vuelve y le lanza a Charlie una mirada penetrante que le atraviesa el corazón. La puerta se cierra con fuerza, pero no hay ninguna duda. No hemos hecho más que prolongar el sufrimiento.

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