Brad Meltzer - Los millonarios

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Si supiera que no será descubierto ¿robaría tres millones de dólares?
Charlie y Oliver Caruso son hermanos y trabajan en un banco privado tan exclusivo que se necesitan dos millones de dólares para abrir una cuenta. Allí descubren una cuenta abandonada, cuya existencia nadie conoce y que no pertenece a nadie, con tres millones de dólares. Antes de que el estado se quede con el dinero deciden apropiárselo, sin saber que algo que hacen para resolver su existencia estará a punto de costarles la vida.

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– Tú sabes algo jodido, Oliver, puedo leerlo en tus ojos. Este tío te ha robado cuatro años de tu vida. Cuatro años con grilletes con la promesa de una futura recompensa. Si en esta carta Lapidus subestima tu capacidad (olvídate del hecho de que todas las escuelas de comercio la guardan en sus archivos) habrá arruinado todo el plan. Tu salida, cómo pagar las deudas de mamá, todo aquello con lo que habías contado. Y aun cuando creas que puedes volver a empezar, ¿sabes lo difícil que resulta encontrar un nuevo trabajo sin recomendaciones? No es exactamente la situación ideal para cubrir las facturas del hospital y los pagos de la hipoteca de mamá, ¿no crees? ¿Por qué entonces no abrimos este sobre y…

– ¡Deja el sobre! -estallo.

Avanzo directamente hacia él, preparado para cortarle el paso hacia un costado. Pero en lugar de eso, se sube a la cama y comienza a saltar sobre ella como si fuese un crío de siete años. «¡Daaaaamas yyyyyyyy caaaaaaaaaaballeros, el campeón muuuuuuuuundial de los pesos pesados!» Dice la última parte cantando, luego imita a una multitud que anima ruidosamente. Cuando éramos pequeños, éste era el momento en que me lanzaba a sus pies. A veces conseguía cogerle, a veces fallaba, pero al final los cuatro años de diferencia de edad acababan por imponerse.

– ¡Baja de la cama! -grito-. ¡Te cargarás uno de los muelles!

Charlie deja de saltar instantáneamente. Aún está encima de la cama, pero inmóvil.

– Realmente te quiero, Oliver… pero esa última afirmación… ése es exactamente el problema.

Camina hasta el borde del colchón y, con un elegante movimiento, se deja caer sobre las nalgas, rebota fuera de la cama y cae de pie. No importa cuán peligroso, no importa cuán imprudente… el aterrizaje siempre es perfecto.

– Oliver, no me importa el dinero -me dice mientras me golpea el pecho con el sobre-. Pero si no empiezas a hacer pronto algunos cambios, serás como ese tío que al cumplir los treinta y cuatro años ya odia su vida.

Le miro directamente a los ojos, impasible ante su comentario.

– Al menos no estaré viviendo con mi madre en Brooklyn.

Deja caer los hombros y da un paso hacia atrás. No me importa.

– Lárgate -añado.

Al principio, se queda inmóvil.

– Ya me has oído, Charlie… lárgate.

Finalmente, sacudiendo la cabeza, se dirige hacia la puerta. Primero con pasos lentos, luego más deprisa. Cuando se vuelve, juro que hay una sonrisa en sus labios. La puerta se cierra con fuerza a sus espaldas y echo un vistazo por la mirilla. Pum, puní, pum, Charlie salta sobre los escalones.

– ¡Ábrelo y entérate de lo que dice! -grita desde afuera. Y desaparece.

Diez minutos después de que Charlie se haya marchado, estoy sentado a la mesa de la cocina, mirando el sobre. Detrás de mí, la nevera susurra. El radiador resuena. Y el agua de la tetera comienza a hervir. Me digo que es porque tengo ganas de beber una taza de café instantáneo, pero mi subconsciente no se lo cree ni por un segundo.

No es como si estuviese hablando de robar el dinero. Se trata de mi jefe. Es importante saber qué es lo que piensa.

Fuera, un coche pasa velozmente, golpeando con fuerza el bache del tamaño de un cráter que hay delante del edificio. A través de la parte superior de mis ventanas alcanzo a ver los neumáticos negros del coche. Es lo único que puedo ver desde el sótano. La visión de las cosas en movimiento.

El agua comienza a hervir, alcanza su nota más aguda y chilla a través de la cocina casi vacía. En un minuto el chillido parece llevar sonando un año. O dos. O cuatro.

Al otro lado de la mesa diviso la factura más reciente que ha enviado el hospital de Coney Island: 81 450 dólares. Eso es lo que sucede cuando pasas por alto un pago del seguro para hacer malabares con tus otras facturas. Son otros veinte años de la vida de mamá. Veinte años de preocupación. Veinte años de estar atrapado. A menos que pueda sacarla de allí.

Mis ojos se desvían directamente hacia el sobre azul y blanco. Sea lo que sea lo que haya en su interior… sea lo que sea lo que haya escrito Lapidus… necesito saberlo. Por todos nosotros.

Agarro el sobre y me levanto tan rápido que la silla cae al suelo. Antes de que pueda darme cuenta, estoy delante de la tetera, observando la columna de vapor que se eleva en el aire. Con un rápido movimiento del pulgar abro la tapa de la tetera. El silbido cesa y la columna de vapor se vuelve más densa.

El sobre tiembla en mis manos. La firma de Lapidus, perfecta como es, se convierte en una mancha en movimiento. Contengo el aliento y hago un esfuerzo para que el sobre permanezca quieto. Todo lo que debo hacer es colocarlo sobre el vapor. Pero cuando estoy a punto de hacerlo me quedo paralizado. El corazón me da un vuelco y todo se vuelve borroso. Es lo mismo que sucedió con la transferencia electrónica… pero esta vez… No. Esta vez no.

Apretando el sobre con fuerza me digo que esto no tiene nada que ver con Charlie. Absolutamente nada. Luego, con un solo movimiento, sostengo el sobre por la parte inferior, coloco la cara con el sello sobre el vapor y ruego a Dios que funcione como en las películas.

Casi inmediatamente, el sobre se arruga a causa de la condensación. Comenzando por las esquinas, coloco el borde en ángulo hacia la tetera. El vapor me calienta las manos, pero cuando lo acerco un poco más, me quema las puntas de los dedos. Con el mayor cuidado posible, deslizo el pulgar por dentro del borde del sobre y consigo abrir un pequeño espacio. Dejo que se llene de vapor y avanzo con el pulgar tratando de abrir la tapa. Parece como si estuviese a punto de rasgarse… pero justo cuando voy a dejarlo… la goma cede. Entonces despego la tapa como si se tratase de una tirita.

Dejo el sobre a un lado y abro la carta de dos páginas. Mis ojos comienzan a leer superficialmente, buscando alguna palabra clave, pero es como abrir la carta de aceptación de una universidad. Apenas si puedo leer. «Relájate, Oliver. Comienza por el principio.»

«Estimado decano Milligan.» Personalizada. Bien. «Le escribo en nombre de Oliver Caruso, quien se presenta como candidato de otoño para su programa MBA…» [3], bla, bla, bla, «… supervisor de Oliver durante los últimos cuatro años…», bla y más bla, «… lamento decir…». ¿Lamento decir? «… que no puedo en conciencia recomendar a Oliver como candidato para su escuela… aunque me duela… falta de profesionalismo… cuestiones de madurez… por su propio bien, se beneficiaría de otro año de experiencia laboral profesional…».

No lo puedo soportar. Mis manos se aferran al papel, destrozando los bordes. Las lágrimas afloran a mis ojos. Y en alguna parte… más allá de los baches… al otro lado del puente… juro que oigo a alguien que se ríe. Y a otra persona que añade: «Te lo dije.»Me levanto, corro hacia el armario y cojo mi abrigo. Si Charlie está esperando el autobús aún puedo alcanzarle. Me pongo el abrigo sin soltar la carta, abro la puerta de golpe y…

– ¿Y bien? -pregunta Charlie, sentado en los escalones-. ¿Qué hay de nuevo en Whoville?

Freno en seco y no digo nada. Tengo la cabeza gacha. La carta es una bola de papel en mi puño derecho.

Charlie me estudia durante unos segundos.

– Lo siento, Ollie.

Asiento, ardiendo de ira.

– ¿Hablabas en serio antes? -le pregunto.

– ¿Te refieres a…?

– Sí -le interrumpo, pensando en la cara de mamá cuando todas las facturas estén pagadas-. A eso.

Inclina la cabeza hacia un lado, entrecierra los ojos.

– ¿De qué estás hablando, Willis?

– Basta de juegos, Charlie. Si aún te interesa… -Me interrumpo en la mitad de la frase. En mi cabeza estoy abriéndome paso a través de los cambios. Todavía hay muchas cosas por hacer… pero en este momento… lo único que tengo que decirle son dos palabras-. Estoy dentro.

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