Una vez en el pequeño refectorio, Bernal hizo que los dos individuos se quitaran el hábito negro y fueran registrados. Iban armados con sendas Star automáticas. Se negaron con aire hosco a responder a ninguna pregunta. En la solapa llevaban la ya conocida insignia del SDG y se les encontró un carnet de identidad en la respectiva cartera. Navarro comprobó sus nombres con la lista xerocopiada del SDG.
– ¿Dónde están vuestros compañeros? -preguntó Bernal.
– Pronto lo sabrás -dijo el mayor de los dos con gran arrogancia.
– Y tú pronto te verás encerrado en Carabanchel -replicó Bernal.
– ¿Quién es el jefe de esta banda de imbéciles?
– Te sorprendería saberlo -dijo el más joven.
Ciertamente, había de sorprenderles.
Enrique, el chófer de Martín, entró corriendo.
– Vimos un coche fúnebre que subía por la carretera, comisario, y corrí a decírselo al inspector Martín. Dejamos que se acercara a la puerta y esperamos a que salieran el chófer y el pasajero. Nos llevamos un susto. Hemos esposado al chófer al parachoques. El Inspector viene hacia aquí con el otro.
Martín entró apuntando con el fusil a un individuo uniformado. Nada más entrar éste en el refectorio, los policías se quedaron petrificados al ver la semejanza. Era el doble de Franco, incluso con las gafas negras, la nariz aquilina y el bigote recortado.
– ¡Por todos los santos! -exclamó Bernal-. ¿Para qué queríais abrir la tumba? ¡Si está aquí en carne y hueso!
Franco redivivo habló en aquel momento con una voz que se parecía bastante a la del difunto dictador.
– Exijo saber quién manda aquí. Estas esposas son un ultraje. Quítenmelas inmediatamente.
– ¿Quién es usted? -preguntó Bernal, advirtiendo que el impostor vestía un duplicado exacto de uno de los uniformes del Caudillo, incluso con el detalle del fajín púrpura de la Laureada de San Fernando. Bernal comenzaba a recordar vagamente algo que había oído hacía tiempo, pero que había supuesto rumor infundado, acerca de que por lo menos dos hombres se habían utilizado de vez en cuando como dobles del Caudillo durante apariciones públicas en que «la versión original» estaba demasiado enferma para aparecer personalmente.
– He suplantado al Caudillo muchas veces -dijo el impostor- y nadie se dio cuenta nunca. Ni se la darán pasado mañana.
– Pero ¿qué se proponen? Miles de personan desfilaron ante el cadáver embalsamado del Caudillo hace más de un año en el Palacio Real. ¿Cómo esperan que nadie crea que sigue vivo?
– El domingo por la mañana presenciarán la resurrección en el balcón de Palacio y el Rey y la Reina serán los primeros en admitirlo. No tendrán más remedio.
Bernal recordó que el plan incluía el rapto del príncipe, frustrado ya gracias al veloz contraataque del Presidente.
– Usted está como una cabra. Le verán a usted y al cadáver juntos y se darán cuenta de que es una farsa.
– Qué equivocado está usted. Yo estaré en el ataúd, me verán la cara por la ventanilla de la tapa y cuando se abra saldré y les hablaré. Entonces lo creerán todos. Si ama usted a la patria, no impida este hecho -la voz se elevó hasta alcanzar un agudo chillido-. Los masones y los rojos han vuelto para mancillar a España. Los partidos políticos volverán a sumirla en el caos. Los mezquinos traidores que han ocupado mi puesto no traerán más que la ruina. ¡Apelo a usted como compatriota, fiel a Dios y a España, para que nos ayude a ejecutar la resurrección!
Bernal le interrumpió.
– Navarro, regístrale los bolsillos. Averigüemos quién es este chiflado. Y haríamos bien en quitarle el uniforme. No podemos llevarle por las calles de Madrid a Carabanchel vestido así porque lo lincharían.
El abad entró en aquel momento, se puso pálido y se persignó al Ver al impostor.
– ¿Quién es este hombre?
– Padre -graznó el impostor-, ¡no deje que impidan mi resurrección! ¡Es la última esperanza de nuestra patria!
– Sacrilegio -murmuró el abad-, un sacrilegio abominable.
Bernal se preguntó si se referiría al intento de violar la tumba o a la reproducción de Franco en correcto uniforme.
Navarro sacó una documentación de la chaqueta del hombre.
– Es un sargento retirado llamado José Antonio Bermúdez.
– Llame al ministro, Martín -dijo Bernal- y dígale que vamos para allá con ellos.
Bernal llegó a casa más bien acalorado. Había pasado la tarde con Consuelo celebrándolo con una botella de Codorniú. Encontró a Eugenia removiendo una cacerola de sopa de letras en la cocina de gas butano. Se derrumbó en un sillón de caderas, delante del televisor y meditó los extraños acontecimientos acaecidos en el Valle de los Caídos. Qué apropiado le sonaba ahora el nombre.
La quejumbrosa melodía que precedía al telediario acompañó las imágenes de las iglesias góticas de varias palabras «Conexión con el programa nacional» aparecían en la pantalla. Eugenia llegó con el vino de Cebreros, metido en una vieja botella de coñac que la mujer rellenaba dos veces a la semana en el economato en que las mujeres de los funcionarios del Ministerio compraban más barato.
– Le falta ya poco a la cena, Luis. Pon los cubiertos, ¿quieres?
Bernal puso cubiertos para dos. Las noticias de la televisión se retrasaban más de lo normal. En aquel momento sonaba la molesta tonada que solía utilizarse para las conexiones con las emisoras provinciales y la foto fija del entreacto arquitectónico enseñaba en aquel momento una imagen del Monasterio de Ripoll. Eugenia entró con la sopa y se puso a servirla en los dos platos blancos, un tanto descantillados. Mientras se sumergía en sus largas oraciones, a las que Bernal respondía entre dientes y con desgana, al tiempo que se servía un buen chorro de vino de Cebreros, la típica música del telediario irrumpió con brío estridente. El presentador parecía jadear y se le veía nervioso mientras se toqueteaba la corbata.
«En primer lugar, noticias de interés nacional. Tras reunirse el miércoles el Consejo de Ministros y analizar los considerando de la decisión de la Sala IV del Tribunal Supremo, relativos a que la legalización de los partidos políticos no es de competencia judicial sino administrativa y del Ministerio correspondiente, ha decretado… -el presentador se interrumpió para aclararse la voz y sorber un poco de agua-, ha resuelto legalizar los siguientes partidos, medida que entrará en vigor a partir del próximo Domingo de Resurrección: primero, Partido Comunista de España…»
Eugenia, que acababa de persignarse tras la acción de gracias, lanzó un grito ahogado y volvió a persignarse un par de veces a toda velocidad.
– ¡Luis! ¡Están locos! ¡Será otra vez como en la República! ¡No se podrá salir a la calle! ¡Se pasearán con banderas rojas y cantando la Internacional!
Bernal miró la pantalla y luego su sopa, llena de letritas del alfabeto hechas con pasta; advirtió que había eses, des y ges en sorprendente abundancia y que les seguían en cantidad las pes, las ces y las ees.
– Tendremos que acostumbrarnos a utilizar el alfabeto entero, Geñita, o, por lo menos, a un reajuste parcial de las letras del antiguo.
***