GLORIA EN EL INFIERNO
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ISBN: 978-84-18730-39-9
PEPA L. CASANOVA
GLORIA EN EL INFIERNO
PRIMERA PARTE
Siempre me ha llamado la atención el gran abismo existente entre la teoría y la práctica; lo que se debe o se quiere hacer, lo que hacemos y lo que la gente espera de nosotros.
Cruenta batalla la que se libra con una misma. Es tan fácil caer presa de nuestra propia imaginación, esa misma que nos da rienda suelta para inventar argumentos que justifican a personas que nos intoxican. Cuánta fuerza e inteligencia se ha de tener para sacudirnos de quienes, como un lastre atado a nuestros pies, nos llevan a lo más escabroso de nuestra propia existencia.
Este libro da buena cuenta de ello. La autora pelea en un proceso largo, a veces efímero, otras veces eterno y casi siempre lleno de obstáculos y contradicciones. En ese camino, que sigue estando gris incluso los días soleados, se quedan muchas lágrimas, muchos sinsabores y algún que otro momento feliz. Admiro la capacidad de la que hizo gala para afrontarlo.
Somos amigas desde hace casi veinte años y he sido testigo directo de cómo dejó parte de su vida en ese intento. Vida que retomó dirigiéndola a una senda de proyectos e ilusiones nuevas, entre otras, la de escribir este relato, ofreciendo así un espejo donde reflejarse y reconocerse y una bocanada de esperanza, especialmente a otras mujeres que pudieran necesitarlo.
Permitidme aportar, como mujer, mi propia experiencia y decir que mientras veamos verdugos en nuestras vidas siempre nos sentiremos víctimas, alimentando con esa actitud rencores que nos alejan de una vida en armonía.
Dejo aquí una frase, aparentemente sencilla y de autor desconocido, con la que la autora y yo reflexionamos, viajeras en un tren con dirección a nuestras propias vidas:
«¿Qué haces cuando te tratan mal? Me trato bien y me voy…» .
Os invito a adentrarnos en este laberinto de emociones, pasiones y sentimientos para acompañar a la autora en su travesía.
Carmen R. Chiappe
Me llamo Gloria del Carmen. Nací un jueves de mayo a las cinco de la tarde (la hora de la verdad, según los cánones taurinos y como buena tauro, que dicen los aficionados a los horóscopos) hace casi cincuenta años en la preciosa capital de la Costa de la Luz.
Mis padres vivían con mis abuelos maternos en una casa pequeña de un barrio humilde. Mi abuelo y mis tíos, todos hombres y todos mayores que mi madre, que fue la única niña, tuvieron una gran afición a eso de empinar el codo. Es de imaginar lo complejo que debió de ser para ella crecer en ese ambiente en plena posguerra, con mi abuela anulada, pasando hambre y sometida a la tiranía de tanto hombre. No les conocí, o al menos no les recuerdo, pero mi padre me hablaba a menudo de lo difícil que fue tratar con su familia política.
Mi vida consciente comienza aproximadamente recién cumplidos los seis años. De ahí para atrás no recuerdo absolutamente nada. Cuando contaba apenas quince meses mis padres se trasladaron a Benaocaz, un pueblecito de la serranía de Cádiz. Allí tenían su casa y allí nacieron dos de mis hermanos. Por cuestiones laborales y económicas se vieron obligados a dejar la casa del pueblo. El entonces presidente de la Cruz Roja les ofreció trabajo en Mijas. A mi padre de guarda y jardinero de un chalet (residencia de verano de este señor) y a mi madre de asistenta. Como los niños obstaculizábamos el trabajo de mis padres, aprovechando sus influencias nos internó en un colegio a los tres hermanos, el niño en Torremolinos y las niñas en Torre del Mar.
El primer recuerdo que tengo es del día en que mi padre me dejó en el recibidor del colegio. Una monja vestida de negro riguroso me cogía de una mano y me adentraba por un largo pasillo de losetas blancas y negras. Mientras nos alejábamos miraba para atrás, viendo cómo mi padre se iba y me decía que no me preocupara, que al día siguiente vendría a verme. El gran portón de madera y hierro se cerró y al día siguiente mi padre ya no volvió. Las galerías y pasillos eran asépticos, interminables y muy fríos, pero en medio había un gran jardín, el jardín del centro le llamábamos, cargado de rosas de preciosos colores e intenso olor, que le daba calidez y vida al entorno.
Mi padre venía a visitarnos una vez al mes (¡menuda la excursión que tenía que organizar, teniendo en cuenta los medios de transporte y las carreteras de entonces!) y todo esto para pasar un rato del domingo con sus hijos. Primero recogía a mi hermano y, ya en Torre del Mar, comíamos juntos los cuatro. Mi madre, creo recordar, tan solo vino en una ocasión y fue el día de mi primera comunión. Se quedaba en el chalet, sobre todo porque en los cuatro años siguientes nacieron mis otros dos hermanos, los más pequeños. En algunas ocasiones pudimos disfrutar de un par de semanas de vacaciones todos juntos. Esos recuerdos son muy entrañables y me vienen a la memoria como los mejores de mi infancia. Era a la salida del verano cuando los dueños se marchaban a Madrid y, antes de empezar las clases, pasábamos un par de semanas con mis padres. Nos íbamos al chalet, que se encontraba en un enclave envidiable. Corríamos y jugábamos por aquellos jardines, que mi padre cuidaba tan bien, y disfrutábamos de la piscina como privilegiados que nos sentíamos entonces. Para los juegos siempre tuvimos el apoyo de mi padre y la negativa de mi madre. Era y es muy miedosa. No nos dejaba hacer prácticamente nada; nos quería tener cerca de ella, sentados, sin movernos y bajo su control.
Pasados cinco años mis padres volvieron a Benaocaz. Estos señores ya no querían más niños, mi madre ya no podía atender las tareas y mi padre no podía hacerse cargo de todo. No obstante, el delegado de turno que regentaba el colegio permitió que siguiéramos en el internado a pesar de que ya no nos correspondía por vivir en otra provincia. Esto propició que las visitas de mi padre se espaciaran un poco más en el tiempo. Recuerdo que cuando venía a vernos debía hacer noche en el camino. ¡Cómo han cambiado las comunicaciones! Actualmente, en algo más de dos horas se puede uno desplazar de un extremo a otro.
De alguna manera, nos fuimos acostumbrando. A mi madre y a mis hermanos pequeños les veíamos en verano durante un par de semanas y poco más. En ese tiempo que pasábamos con ella lo habitual es que estuviera pegando voces, chillándonos y amenazándonos con la chancla en alto. Buenos momentos que recuerdo de esos meses de vacaciones en el pueblo son los juegos de noche en la calle con los hijos de las vecinas. Hacía mucho calor y era cuando únicamente mi madre salía a la calle y podíamos salir nosotros también. El resto del día nos dejaba encerrados; es por esto que pasaba mucho tiempo asomada a la ventana, viendo a la gente pasar y mirando cómo las niñas de mi edad jugaban y se divertían. No entendía por qué yo no podía estar con ellas. Mi contacto con el exterior y mi vía de escape fueron las cartas. Me aficioné pronto a cartearme con las compañeras del colegio. Esperaba ansiosa al cartero cada día y no había nada que me alegrara más que el cartero vociferando mi nombre para que bajara a recoger una carta. En aquella época, al menos en mi pueblo, no existían los buzones.
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