A medida que me iba reinsertando en la vida normal empezaba a darme cuenta y a ser consciente de que lo que hacía antes era cualquier cosa menos normal. Claro que conocía el rechazo de los demás y sabía que no podía hablarlo con todo el mundo, pero nunca tuve la sensación de estar haciendo algo anormal.
Al poco tiempo nos mudamos a otro despacho más grande, con la consiguiente ampliación de socios, un equipo que a fuerza de trabajo y tesón consiguió elevar el nivel de la asesoría y conseguir una buena cartera de clientes. Me renovaron el contrato a indefinido, me subieron el sueldo y a partir de entonces trabajé en exclusividad para ellos. Se fue incorporando gente nueva: Regina, una economista con la que hice amistad; y Nacho, al que le quedaba una asignatura para acabar la carrera, que era guapo y simpático y con el que empecé a salir en noviembre de ese mismo año. Yo ya tenía veinticinco años.
Vivía entonces en un apartamento pequeño, ubicado en el centro de Málaga. No pasó mucho tiempo y Nacho se vino a vivir conmigo, no con el beneplácito familiar precisamente. Este hecho enturbió las relaciones con su madre, una mujer autoritaria y a la que en principio no le entré muy bien. Ella esperaba, según palabras textuales que recuerdo, que su hijo algún día saldría de su casa «para casarse como Dios manda, con una chica bien, de su brazo y con toda la pompa que la ocasión se merecía» y no que hiciese todo lo contrario, «salir por la puerta de servicio y a hurtadillas para encamarse con una cualquiera». ¡Uf! ¡Y eso que no conocían, ni conocieron, a qué me había dedicado antes! A mí también me habría gustado que Nacho me hubiera pedido matrimonio. No recuerdo muy bien cómo surgió lo de convivir sin casarse. Entonces mi discurso era que no quería ataduras ni papeles. No sé por qué lo decía. Me gustaba hacerme la liberal y la moderna; en definitiva, la interesante. Es posible que antepusiera esa coletilla precisamente por el miedo a la negativa. Antes de que nadie me dijera que no quería casarse conmigo, me negaba yo. Mi familia, como siempre, se mantuvo al margen de mis decisiones y yo agradecida por ello. Esto era una decisión mía, de adulta, consciente y libre.
Llevábamos poco tiempo viviendo juntos y mi hermano hizo acto de presencia. Vino huyendo del pueblo y de mi madre. Le acogimos en casa una temporada, pero la convivencia se hizo insostenible con Nacho. Me vi obligada a decirle a mi hermano que buscara otro sitio para alojarse. Mi relación estaba en peligro. Aquello me produjo mucha tristeza e hizo que me sintiera francamente mal. Mi hermano estaba pasando una racha muy complicada. A día de hoy me alegro de haber tomado aquella decisión. Él supo salir adelante, se rodeó de buena gente, consiguió un buen trabajo que conserva todavía y una pareja con la que compartió un hogar feliz.
La familia de Nacho poco a poco se fue dando cuenta de que lo nuestro iba haciéndose más sólido y, como muestra de aceptación de nuestra relación, nos hizo un regalo. Nos amuebló el piso, que habíamos alquilado vacío y que estaba muy cerca del despacho. Agradecí el gesto, aunque hubiera preferido pedir un préstamo para comprar los muebles y pagarlos a medias con él. Apenas pude decidir sobre la decoración. Me costó sentir que esa casa era mía, me veía como de prestada.
Era la primera experiencia de convivencia en pareja de ambos y fue una verdadera escuela de aprendizaje. Nacho era un chico inteligente, extrovertido, encantador con la gente y muy divertido, pero algo inmaduro, poco constante, obstinado y débil cuando la madre hacía acto de presencia. Respecto de mí, por aquellos tiempos en cuanto a mi forma de ser y de mi carácter no recuerdo gran cosa. Era mucho menos habla-dora que ahora, más reservada y muy susceptible. Pensaba que el cristal por el que miraba la vida era el correcto y que era el mismo cristal por el que miraba todo el mundo; por eso daba por hecho que la gente que me conocía tenía que saber qué pasaba por mi cabeza. Me enfadaba a menudo cuando no me gustaba algo, me callaba y sacaba un careto de medio metro. Al mismo tiempo era una chica confiada, sin maldad ni malicia, honesta, honrada, con un alto sentido de la responsabilidad y de la justicia, cualidades que en la misma medida exigía a los demás.
Con Nacho llegué a pensar que podía tener esa familia con la que llevaba algún tiempo soñando. Con él, de alguna manera, se iban cumpliendo las metas a las que me había propuesto llegar, las de ser una chica normal y decente. Tenía casa, trabajo, un chico que me quería y con el que estaba a gusto. Me faltaba un hijo. Se lo propuse abiertamente y me dijo que no estaba preparado para ser padre. Ambos teníamos ya veintisiete años. Aquello fue un jarro de agua fría. Aunque no he sentido nunca que tuviera instinto maternal, pensé que podría ser un buen momento. También acababa de nacer mi primera sobrina y la idea de un bebé en casa me seducía. Alguien me llegó a insinuar que si yo hubiera querido podría haber tenido ese hijo. Con artimañas y engañando nunca he querido conseguir nada. O había hijo consensuado o no lo habría.
Uno de los escollos importantes de la convivencia fueron las tareas del hogar. Nacho se negaba en redondo a colaborar. Y otro más que lo que empezó siendo pura diversión de fin de semana, como beber unas copas y esnifar alguna rayita, terminó abriendo una brecha importante entre nosotros, porque además le alteraba el comportamiento.
No sé cómo lo hice, pero lo logré después de muchas horas de charlas y de alguna que otra bronca. Recuerdo que estas cosas me las tomaba como algo personal, como si estuviera obligada a enmendarle la plana a mi pareja, a corregirle para que no se saliera del camino. El caso es que Nacho se convenció de que había que rectificar, consiguió dejar los hábitos de fin de semana y se preparó esa asignatura que tenía atravesada hasta que en la última convocatoria la aprobó.
Recién cumplidos los veintiocho, Nacho ya estaba en el buen camino y subiendo enteros en el despacho. Justo en esos momentos dos de los socios andaban a la greña y decidieron separarse. Uno de ellos quería quedarse conmigo y el otro con Nacho. Al final sus dotes persuasivas consiguieron que ambos nos quedáramos con el mismo socio. Así se hizo: cambiamos de despacho, que estaba más cerca de nuestra casa, y además permanecimos juntos. Ya llevábamos algún que otro año compartiendo las veinticuatro horas del día.
Pasó poco tiempo cuando el jefe le hizo un hueco en la oficina a su mujer, que era abogada, para trabajar con nosotros. Se conoce que ella había tenido problemas en el anterior bufete. Con la incorporación de esta mujer mi volumen de trabajo se vio incrementado, ya que ella utilizaba todos los recursos disponibles en el despacho, incluida yo. Traía una considerable cartera de clientes, en vista de lo cual tuve la osadía de pedir un aumento de sueldo para compensar al menos las horas que echaba de más. La negativa fue rotunda. A partir de entonces, con mil y una argucias, me hicieron la vida imposible. Malas caras, Regina dejó de hablarme, no contaban conmigo para reuniones ni en las comidas de despacho. Incluso con Nacho la cosa se puso bastante tensa, porque él estaba en medio. Vomitaba casi todas las mañanas antes de ir a trabajar, iba con miedo (aquello fue lo más parecido a lo que hoy se conoce como mobbing ), supongo que somatizando todo esto. La ansiedad que me generaba esta situación me descolocó totalmente. Me hicieron pruebas digestivas y de cardiología, pero todo estaba bien. No dejaba de llorar. Mi médico de entonces, dadas las circunstancias, consideró que un par de meses fuera de la zona de conflicto me ayudarían.
El caso es que no veía el momento de remontar y de enfrentarme a aquella gente otra vez, pero pasados los dos meses me levanté una mañana, me miré al espejo y me vi hecha una piltrafa. Como la Escarlata de Lo que el viento se llevó , me juré que nadie conseguiría hundirme. Tenía que coger las riendas de mi vida, que llevaban ya algún tiempo en poder de otros. Así que temblando como un flan me dirigí a la oficina. Cuando entré, en mi mesa de trabajo había una chica de dieciséis años golpeando la máquina de escribir eléctrica con dos dedos. Entré en el despacho del jefe y le dije que venía a pedir el alta para incorporarme a trabajar. «Muy bien. Vete al archivo y ordena las facturas que están encima de la mesa», me contestó él. El archivo estaba en el hueco de unas escaleras, donde apenas había luz, y encima de la mesa encontré cinco carpetas AZ con cientos de facturas ya ordenadas. ¡Joder! Eso era demasiado. Me eché a llorar otra vez. Me puso a ordenar facturas que ya estaban ordenadas. ¡Se acabó! Volví a su despacho y le dije aquello de: «Fulano, prefiero morir de pie a vivir eternamente de rodillas. Me voy». Abrió el cajón de su mesa y sacó los papeles que ya tenía preparados para firmar la baja voluntaria. Salí de allí con la cabeza muy alta.
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