A raíz de entonces empecé a documentarme y a leer todo lo que caía en mis manos sobre el comportamiento humano. Libros de ayuda que trataban de la falta de autoestima, sobre la dependencia emocional, el sentimiento de culpa, etc. Básicamente, buscaba respuestas a la forma equivocada de ser y de comportarme. Poco a poco fui entendiendo. Me ayudó muchísimo escribir; aprendí a mirar dentro de mí, rastreando y hurgando en mis entrañas para perderle el miedo a lo que me encontraba: complejos, envidias, frustraciones y otras miserias. La lectura y la escritura me ayudaron a enderezarme. Pensé que había que hacer algo, dejar atrás una vida que no me hacía feliz. Toda mi energía la dedicaría a buscar estrategias para dejar a Emilio. El simple hecho de imaginarme que tendría que hablarlo con él me producía taquicardias, sudor en las manos, se me quedaba la mente en blanco. Por eso la única manera de hacerlo era despacio y con un plan meditado que nos fuera distanciando sin que lo pareciera. Debía marcharme sin dar portazos y sin hacer ruido.
Como mis padres empezaban a necesitar constantes cuidados médicos encontré la excusa perfecta para mudarme a Mijas, aunque me costó dos años prepararlo. De nuevo volvía a casa de mis padres. Aprovechando que estaba con ellos me abrí una cuenta vivienda y ahorré para poder comprarme el apartamento en el que vivo actualmente.
Emilio se mudó a un estudio más pequeño en otro pueblo cercano. Nos veíamos los fines de semana en su casa. Aunque no me resultaba agradable visitarle, seguía yendo. Formaba parte del plan de desconexión.
Por fin Emilio encontró trabajo cerca de Algeciras y se mudó a vivir allí. En principio, parecía que estaba a gusto. Yo me relajé, me envalentoné y me decidí a salir con José Luis, director del centro donde mi amiga Eugenia trabajaba y al que ella me presentó, entre otras cosas para darme un empujoncito con el tema de Emilio. José Luis acababa de separarse, pero seguía enamorado de la que fue su mujer durante treinta años. Me volví a enamorar y Emilio nunca se enteró. Esta historia duró seis intensos meses. Tengo la habilidad de preparar a los hombres para casarse con otra o para volver con la que estaban. Emilio, como en ese tiempo me sentía ausente, hizo méritos para reconquistarme. Se mostraba más cariñoso y más relajado. Aquí no había nadie emparejado: Emilio estaba por mí, yo estaba por José Luis, José Luis por su mujer y su mujer por un compañero de trabajo, la causa de ruptura con su marido. En este estado de cosas corté definitivamente con José Luis, pero seguía con Emilio, que los últimos meses me sirvió de colchón para consolarme.
Se acababa el verano y una de mis amigas me habló de CITA2, una página de contactos en Internet. Me inscribí y conocí a varios hombres. Una experiencia nueva e incluso divertida. Me propuse que a partir de ese momento las nuevas relaciones serían diferentes a las pasadas, a mi manera, basadas en el respeto, el diálogo, la igualdad y la libertad. Por fin le pude decir adiós definitivamente a Emilio. ¡Menuda liberación que sentí ese día! Me temblaba todo el cuerpo, hasta los pensamientos… ¡Pero lo conseguí!
Una tarde, rastreando CITA2, la página de contactos, me encontré en línea a un chico con cara de bueno y aplicado, con un anuncio atractivo y que despertó mi curiosidad. Era Gonzalo, que se hacía llamar Enigmático. No había tratado antes con nadie más joven (tenía siete años menos que yo), pero me dio por visitar su perfil y enviarle un saludo con algún comentario sobre su anuncio. No contestó. Normalmente, no le daba importancia a ese gesto. Era habitual que la gente recibiera mensajes y no contestara, así como que los enviara y tampoco recibiera contestación, pero a mí me molestó que me ignoraran en esta ocasión.
Al día siguiente volví a verle en línea. Le envié otro mensaje, que además llevaba tirón de orejas. Esta vez respondió y se disculpó. Chateamos un ratito y nos intercambiamos los teléfonos. Me llamó y justo dos días después me operaban de rodilla. Las semanas de convalecencia y rehabilitación me impidieron hacer una vida normal y salir de casa, pero las aproveché para hablar por teléfono con Gonzalo. Horas y horas. Recuerdo algunos días que de una sentada podíamos estar hablando hasta seis horas seguidas. No nos cansábamos y esperábamos con ilusión al día siguiente para continuar. En ese mes y medio intenso hablamos de todo: de nuestra infancia y adolescencia, de nuestras familias, de las exparejas, de política, de sexo, de nuestras ilusiones y frustraciones, de lo que esperábamos de la vida, de la amistad, de nuestros miedos, complejos… Quedaron muy pocas parcelas por tratar. Recuerdo aquella etapa como muy divertida. Gonzalo sabía estimular mi imaginación y a menudo sacaba esa niña ingeniosa que dormía dentro de mí. Como le gustaba jugar, para mantener despierta su curiosidad elaboraba algunos juegos excitantes hechos expresamente para nosotros. Exprimimos al máximo esa situación, sacándole partido y disfrutando de ella en lo posible. Esas largas horas de charlas nos permitieron mostrarnos tal cual éramos y expresar lo que pensábamos abiertamente. Estar parapetados detrás del teléfono ayudó y facilitó la labor de desnudarse. La confianza fue creciendo y algo se iba gestando entre nosotros. Teníamos la sensación de conocernos bien aunque solo nos hubiéramos visto en algunas fotos y vídeos que intercambiamos.
Se acercaba el momento de conocernos en persona. Quedamos el último sábado de mayo en su casa y preparamos minuciosamente ese encuentro. Gonzalo dejó la llave bajo el felpudo del portón de la entrada y hasta que yo llegué se quedó en la calle haciendo tiempo. Entré en la casa, me encontré una nota de bienvenida y a Pink Floyd sonando de fondo. Eché un vistazo rápido a lo que alcanzaba mi vista desde el sofá del salón, donde le esperé sentada. Recuerdo aquel momento de lo más excitante y temblaba como una adolescente en su primer baile, convencida de que este hombre me gustaba tanto por dentro que me daba igual cómo fuera el envoltorio. Así que, para demostrárselo, le recibí con los ojos vendados. A los pocos minutos apareció Gonzalo y nos besamos apasionadamente. Quería sentirle, saborearle y olerle antes de verle. Retiró el pañuelo que cubría mis ojos y ahí empezó esta aventura. Luego necesitamos un tiempo para encajarnos en los moldes respectivos que nos habíamos prefabricado. El perfil virtual había que acoplarlo en la foto real. Descubrimos la otra parte que nos quedaba por conocer: los gestos, las miradas, el tono de voz, los olores… Si interesante fue conocernos delante de un ordenador, detrás de la pantalla las posibilidades fueron inagotables.
Como acordamos en un contrato previo, firmado por ambas partes, vivíamos cada uno en su casa. Decidimos ser novios de forma indefinida y matrimonio a tiempo parcial. Los fines de semana y un par de días laborales nos los reservaríamos para nosotros. Se fue redefiniendo lo individual, lo común, lo que queríamos compartir y lo que no, cómo nos organizaríamos, el trato con las familias… Todo se desarrollaba bajo un clima de permanente negociación. Nunca nos levantamos la voz ni nos faltamos al respeto. Incluso en los momentos más difíciles (que, por supuesto, los hubo también) supimos hablarnos y escucharnos sin sentirnos agredidos. La tolerancia y la comprensión estuvieron siempre en lo alto de la mesa. La convivencia nos puso a prueba en muchos sentidos. Su forma de vida, más o menos anárquica e improvisada, frente a la mía, ordenada, disciplinada y muy apegada a la rutina, nos obligaba a renegociar continuamente para poder hallar puntos y espacios intermedios. La rigidez con la que he podido tratar algunos asuntos tal vez haya podido abrir brecha entre nosotros. Recuerdo etapas de Gonzalo en las que pasaba de un estado de euforia a otro de melancolía en cuestión de minutos, hecho que hacía difícil convivir con él en esos momentos.
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