Cuando el taxi giró para entrar en la avenida Puerta de Hierro, hubo un choque brusco, el taxista se esforzó por mantener el dominio del volante y frenó el vehículo, que se detuvo en la cuneta cubierta de hierba. Bernal bajó. No había ningún otro vehículo a la vista. Vio en seguida que el neumático trasero que tenía más cerca había reventado. Salió el taxista.
– ¡Es el segundo pinchazo en lo que va de semana! No tardo en cambiar la rueda.
Bernal vio que el neumático había sido perforado por un proyectil y gritó con premura al taxista que se apartase del portaequipajes y se escondiese entre el vehículo y la cuneta.
– ¡Agáchese, hombre! ¡Nos han disparado! Mire ese agujero.
El taxista le miró como si estuviera loco, pero inmediatamente sacó a relucir su antiguo talante militar.
– Parece una bala de fusil. ¿Dónde está el autor?
– Seguramente en aquella arboleda -respondió Bernal-. Agáchese o nos tendrá a tiro.
Entonces apareció el coche de Martín y frenó detrás del taxi.
– ¡Al suelo! -gritó Bernal con impaciencia-. ¡Nos han disparado!
Navarro abrió la puerta trasera e instó a Bernal a que subiera.
– Venga usted también -le dijo al taxista-; pediremos ayuda inmediatamente y podrá cambiar la rueda cuando la zona esté despejada.
Agachados por debajo de la altura de las ventanillas, rodearon la parte trasera del taxi y se colaron junto a Navarro.
– A toda prisa -dijo Martín a su chófer. Enrique había puesto ya la segunda marcha. El Seat sorteó el taxi y se alejó. En aquel momento, un proyectil se estrelló contra la ventanilla trasera y las astillas de vidrio saltaron sobre Navarro, Bernal y el taxista, que estaban en el suelo, en revuelto montón. Enrique aceleró por la avenida Puerta de Hierro y dobló hacia la entrada del Palacio.
Bernal enseñó su documentación a la policía de seguridad de la puerta y les informó del francotirador de la arboleda de la avenida. Dijeron a Martín, Navarro y los chóferes que esperasen en la entrada mientras se enviaba una patrulla.
– Paco -dijo Bernal-, olvidamos telefonear a Elena y a Ángel para decirles que dejen de llamar a los bancos. Llámales cuando puedas.
Dos hombres de seguridad condujeron a Bernal en un Citroën pequeño a lo largo de la entrada del Palacio. Estaba nervioso por aquel último atentado y procuró tranquilizarse contemplando el Palacio de la Moncloa con atención. Consideró que la fachada dieciochesca era modesta aunque de buen gusto, si bien los alrededores no estaban tan poblados de árboles ni eran tan extensos como cuando hicieron las veces de jardín del cardenal arzobispo de Toledo, Bernardo de Rojas Sandoval.
El Citroën llegó a la puerta y los guardias revisaron su documentación. Se le condujo por un elegante pasillo hasta una puerta acolchada. La abrió un ayudante y le pidió que entrara. Se quedó sorprendido al verse en medio de un centro de comunicaciones totalmente moderno, con grandes planos y mapas murales y el último grito en equipo electrónico, con un personal que trabajaba afanosamente.
El secretario del presidente se le acercó.
– ¿Comisario Bernal? Me temo que el presidente está todavía ocupado con una visita, pero me ha autorizado para que le atienda yo. ¿Quiere venir por aquí?
Condujo a Bernal a un pequeño despacho moderno.
– Siéntese, comisario.
Bernal sacó los documentos del SDG y se los tendió al secretario, que los leyó con rapidez, gesticulando con asombro al llegar a la lista de nombres.
– Bernal, esto es de vital importancia. Conocemos esta singular conspiración, naturalmente, pero es la primera vez que tenemos delante todos los nombres. ¿Le importaría esperar mientras hago que el presidente vea esto?
– De ningún modo -dijo Bernal. Le impresionaba la modernidad y eficiencia de todo. Quizá estuvieran en situación de frustrar la conspiración. El secretario estuvo ausente un buen rato y Bernal fumó tres cigarrillos mientras echaba ojeadas al jardín, que se extendía hacia el Manzanares, aunque en la actualidad no lo hacía ya ininterrumpidamente debido a que habían abierto en medio una carretera. Observó a los guardias con fusiles al hombro y perros lobos sujetos por correas mientras patrullaban por los alrededores.
El secretario volvió por fin.
– El presidente está tomando ya las medidas oportunas. Se va a detener, interrogar y retener a toda esta gente durante las vacaciones de Semana Santa como mínimo. Tenemos un cuerpo de seguridad bien organizado para este tipo de cosas. Gracias a usted podremos abortar el intento de golpe hoy mismo. Los guardias me han dicho que tuvo usted problemas mientras venía. Han peinado la zona, pero el francotirador ha desaparecido. Le escoltarán mientras vuelve usted a Sol. El presidente le agradecería que no dijese usted nada de este asunto en sus informes oficiales. Y tenga por seguro que no se olvidará el servicio prestado. Ya advertirá que en su ministerio hay ciertos cambios. Mientras, no haga ni diga nada. Y, por favor, diga a sus compañeros Navarro y Martín que hagan lo mismo. Los guardias han visto al taxista y le hemos indemnizado por los daños que sufrió el vehículo. Tal vez le interese saber que el presidente está reunido con el ministro del Interior y que éste me ha autorizado a decirle que su recurso directo a este lugar se justifica plenamente dadas las circunstancias en que usted se ha encontrado.
– Gracias -dijo Bernal-. Lo único que lamento es no haber resuelto los dos asesinatos que investigaba para que la ley se cumpliera.
– Fuerza mayor, Bernal, fuerza mayor. Por supuesto, hemos leído sus informes provisionales sobre la muerte de Santos y de su novia -a Bernal le sorprendió mucho aquella revelación-. Santos -prosiguió el secretario- quiso apostar muy fuerte y perdió, pero su muerte le condujo a usted a descubrir este asunto. En cualquier caso, no nos habría sido muy útil que hubiera entregado a la prensa la información conseguida. Afortunadamente, usted supo dar con los documentos, cuando otros habían fracasado, y fue lo bastante prudente para recurrir directamente a nosotros.
¿Cuando otros habían fracasado? Aquellas palabras resonaron con fuerza en la cabeza de Bernal. Entonces comprendió que los «intrusos» eran miembros de la brigada antiterrorista del gobierno, que habían ido tras la pista de los matones del SDG.
– La muerte de la chica -prosiguió el secretario- fue más bien casual, aunque era una pobre desgraciada, ¿no cree?
Bernal se hizo una rápida imagen mental de los infortunados padres montijanos.
– Sí -dijo con simpatía-, creo que sí. Pero ¿sabría explicarme cómo iban a resucitar al Caudillo los conspiradores? ¿Cómo se les ocurrió que la gente saludaría a un cadáver?
– Eso es algo que todavía nos desconcierta, Bernal. Los documentos no arrojan ninguna luz sobre este particular. Nuestro personal sigue interrogando a los conspiradores liberados por la Segunda Brigada, a quienes hemos vuelto a detener.
– Bueno, si puedo ser de alguna ayuda, estoy a su disposición en cualquier momento.
– Gracias por su ofrecimiento, Bernal. Pero será mejor que por ahora vuelva usted a su despacho y siga como de costumbre hasta que hayamos interrogado a todos los que figuran en las listas del SDG. Le proporcionaré una escolta para abandonar el Palacio.
Bernal, Martín y Navarro fumaban un cigarrillo tras otro mientras Enrique salía de la Moncloa y bajaba por Princesa. Delante del coche, rozando casi el parachoques, iban dos guardias en moto y detrás un Seat 131 negro con cinco policías armados. A Bernal le pareció que era un poco llamativo, sobre todo porque los conspiradores del SDG no tenían ya nada que ganar eliminándole a él y a sus compañeros, aunque era posible que aún no hubieran caído en la cuenta de ello.
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