– Como quieras. Yo estaré en la iglesia toda la mañana. Si vienes, te freiré un poco de pescado.
– Hasta luego, Geñita.
Bernal se detuvo en la calle para comprar El País y desayunó otra vez a toda velocidad en el bar de Félix Pérez.
Al salir del bar, vio un taxi vacío y lo detuvo. Aquel día no había que correr riesgos, se dijo. Al llegar al despacho vio que Paco Navarro abría ya el correo que acababa de repartirse.
– Aquí hay una nota de Tráfico, jefe. Han averiguado el número de la matrícula del coche de Santos -tendió el papel a Bernal, que fue al teléfono y marcó el número de Martín.
– ¿Está el inspector Martín? ¿Todavía no? Por favor, dígale cuando llegue que llame al comisario Bernal. Sí, gracias.
– Y otra nota del director general, pidiéndole que suba a verle esta mañana.
– No creo que llegue antes de las nueve y media -dijo Bernal-. ¿Algo más de interés?
– El informe definitivo de Peláez sobre Marisol y el del toxicólogo. Parece que la jeringuilla contenía heroína casi pura y que se le inyectó una dosis considerable que no tardó en provocarle una crisis cardíaca.
Sonó el teléfono y oyó la voz de Martín.
– Por favor, tome nota de esta matrícula -dijo Bernal-. ¿Cree usted que sus hombres pueden comenzar la búsqueda inmediatamente? ¿Sí? Muchas gradas. Sí, estaré esperando su llamada -y colgó.
Elena y Ángel llegaron juntos y Bernal les dijo que se pusieran a telefonear a los bancos, comenzando en el punto en que se habían detenido la víspera.
– Yo voy a hacer un escrito con las acusaciones que hay contra Torelli -dijo-. Tenemos ya el informe médico definitivo. Creo que no tenemos más pruebas para acusarle que las de haber causado la muerte de Marisol. Paco, ¿quieres llamar a la Segunda Brigada y ver si nos dejan hacer las pruebas de saliva a los otros que detuvimos anoche?
El inspector Martín volvió a llamar y Bernal contestó desde su despacho.
– Pensé que le gustaría saber que anoche encontré dos llaveros en los bolsillos de Weber, jefe. Uno tenía un emblema de la British Leyland y las llaves no eran del Cadillac. ¿Podrían proceder del piso de Santos?
– Está dentro de lo posible -respondió Bernal-. En cuyo caso tal vez hayan buscado el coche, como nosotros. Este hallazgo complica a Weber en la muerte de Santos, aunque no demuestra que estuviera presente en la casa cuando ocurrió. Es posible que Torelli y su cómplice le dieran el llavero. Habrá que esperar a los acontecimientos -y colgó. Con el ceño fruncido, se preguntó si la organización SDG no habría descubierto ya, y abierto y registrado, el coche de Santos.
Entró Navarro y dijo a Bernal que le llamaban de arriba para saber si Bernal podía ir a ver al director general. Bernal hizo una mueca, pero dijo que iría.
La rubia secretaria le recibió con la cordialidad de siempre y le hizo pasar en el acto. El director parecía tranquilo, al decir de Bernal, pero le recibió con menos alharacas que la última vez.
– Bueno, parece que lo ha resuelto usted, Bernal. Lástima que su hombre muriese anoche.
– ¿Que ha muerto?-exclamó Bernal.
– Sí, ¿no se ha enterado? Torelli no despertó y murió a las cuatro y cuarto de la madrugada a causa de las quemaduras.
– No, no han tenido la amabilidad de informarme -dijo Bernal con un gesto de frialdad-. Con todo, me gustaría hacer una prueba de saliva con los otros.
– Bueno, hay un pequeño problema. La Segunda Brigada resolvió dejar en libertad a Weber y los otros dos no estaban heridos. No son consistentes las pruebas que se tiene contra ellos y se pensó que sería mejor dejarles en libertad vigilada para ver adonde nos conducen.
– ¿Les han soltado? Pero sí hay pruebas de sobra de que poseían armas ilegalmente.
– Se sabe que Weber tenía licencia de importación. Aquí tiene una copia -Bernal sufrió una sacudida al oír aquello. Resolvió no preguntar por las banderas del SDG. Lo más seguro era que se hubiesen omitido en el informe oficial.
– ¿Por qué huyó entonces?
– Bueno, como es extranjero le asustaba la posibilidad de que le deportaran. Eso lo explica todo. A fin de cuentas, va a pasar usted unas tranquilas vacaciones de Semana Santa, ¿eh, Bernal? Creo que su grupo se merece un descanso. Ha sido un caso difícil.
– Sí, señor director, todos se lo agradecerán. Todos tendremos una Pascua tranquila -se marchó y regresó al despacho.
Consideró oportuno no decir nada todavía a Ángel y a Elena para que siguieran llamando por teléfono a los bancos, aunque hizo entrar a Navarro.
– Nos la han jugado, Paco. Torelli murió esta madrugada y han soltado a Weber y a los otros. Por insuficiencia de pruebas de actividades ilegales. ¡Insuficiencia de pruebas, voto a Dios! Están todos confabulados. Hemos perdido el tiempo -dijo con amargura-. ¿A quién se le ocurre ser un policía honrado en este paraíso de matones y sicarios, a los que se permite hacer lo que les dé la gana?
– ¿Vas a decírselo a Martín?
– Aún no, aún no. Nos queda la remota esperanza de que encuentre el coche y de que Elena y Ángel con el banco en que Santos depositó la otra caja Creo que voy a terminar el informe. Por cierto, nos dan el fin de semana libre.
– A cambio de nuestro silencio, ¿no? -dijo Paco.
Navarro entró corriendo en el despacho de Bernal.
– Martín ha encontrado el coche. Quiere que vayamos en seguida a Cibeles y nos reunamos con él en la escalinata de Correos.
Bernal fue a ponerse el abrigo. Al salir dijo a Elena y Ángel que siguieran con las llamadas.
– Si encontramos la caja fuerte, os telefonearemos para ahorraros trabajo. ¿No lo sabéis? Nos han dado el fin de semana libre -los dos parecieron contentos ante la noticia.
Navarro y Bernal subieron a un coche oficial y fueron por la carrera de San Jerónimo, luego entraron en la calle de Sevilla y después en la de Alcalá. El día se despejaba y había síntomas de que aparecería el sol más tarde. Ya ante Correos, bajaron y dijeron al chófer que volviera a la DGS. Vieron a Martín y a su sargento esperándoles en la escalinata.
– El coche está al volver, comisario -dijo Martín-. Buscamos en todas las calles de la zona y no encontramos nada, entonces pensó el sargento en el estacionamiento del patio de Correos. Por lo general, sólo se permite la entrada a los empleados y los camiones del reparto, pero está claro que al vigilante no le extrañó ver allí al Mini azul durante casi una semana. Es posible que Santos lo hubiera dejado allí otras veces.
Fueron deprisa a la parte trasera y cruzaron la puerta de hierro. El Mini estaba en un rincón y al parecer no había sido forzado. Martín sacó el llavero que había encontrado a Weber y vio que una de las dos llaves encajaba en la cerradura de la puerta.
– No se preocupe por las huellas -dijo Bernal-. El caso está a punto de cerrarse.
Martín pareció sorprenderse por aquello, pero no hizo el menor comentario. No encontraron nada dentro del coche, salvo los documentos pertinentes al vehículo. Entonces abrieron el portaequipajes. Envuelta en un pedazo de tela impermeable había una caja fuerte con aspecto de nueva. Bernal sacó la llave que había encontrado en el piso de Marisol y vio que encajaba en la cerradura. Dentro había un sobre sellado de color pardo, parecido al que habían cogido del banco de la Gran Vía, pero mucho más abultado.
– Vamos al Bar Correos, que está ahí enfrente -dijo Bernal-. Entre los tres examinaremos el contenido.
Martín dio instrucciones al sargento para que el coche de Santos se llevara a la comisaría del barrio, y le dijo a su chófer que le esperase.
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