– ¿Todavía aquí? -preguntó Bernal.
– No puedo remediarlo, quería saber todo lo que ocurre… -dijo la joven-. He estado con Ángel en la sala de comunicaciones. Aún está ahí, enterándose de la persecución del argentino. Hace diez minutos que llegaron a la estación de Chamartín, pero se les ha escapado.
– Bueno, nosotros tenemos a Torelli -dijo Bernal-, que es uno de nuestros asesinos, y mañana les haremos la prueba de saliva a los otros tres para que el laboratorio la compare con la colilla que sé encontró en casa de Marisol. Sería mejor que te fueras a casa.
– Es que quiero quedarme para saber si el inspector Martín coge a Weber -dijo Elena.
– Como quieras.
Sonó el teléfono y contestó Navarro.
– Es Martín, para ti, jefe.
– Sí, Martín. ¿Lo tiene? ¿Dónde lo lleva? ¿Al Retiro? Voy a reunirme allí con usted. Sí, bien hecho. Un buen trabajo. Hasta luego -colgó-. Elena, ya lo tiene. ¿Satisfecha? Ahora vete a casa y cena algo. A lo mejor Ángel quiere acompañarte.
– Estoy demasiado nerviosa para comer nada -dijo ella-. Ha sido una noche tremenda. Les veré mañana a la hora de siempre. Buenas noches, jefe. Buenas noches, Paco.
Cuando la joven se hubo ido, Bernal sacó del bolsillo las insignias SDG y se las quedó mirando pensativamente.
– Habrá que trabajar duro para pararles los pies, Paco. Vamos al Retiro a interrogar a Weber.
– De acuerdo, jefe.
Pero cuando llegaron a la comisaría de la calle Fernanflor, encontraron a un comisario de la Segunda Brigada que les esperaba.
– Hola, Bernal. Supimos por la comisaría de la estación de Chamartín que el inspector Martín había detenido a Weber. Lo interrogaremos nosotros, claro.
– Claro -dijo Bernal con el corazón en un puño-. ¿Me permitirían que le interrogase antes a propósito de los asesinatos?
– El inspector general dice que lo haga después. El aspecto político tiene preferencia. Dijo que usted lo entendería.
– Sí, claro, lo entiendo -dijo Bernal.
Martín llegó en aquel momento con el detenido y la cara se le ensombreció al ver al comisario de la Segunda Brigada.
– Nos quedamos con él, Martín, y seremos nosotros los que hagamos el registro domiciliario. Gracias por traerlo. Ha hecho usted un magnífico trabajo. La escolta puede volver a Chamartín. Tengo a mis hombres fuera.
Martín le entregó a Weber y advirtió la expresión de simulada esperanza que se aposentaba en la faz del detenido. Cuando se hubieron ido, Martín condujo a Bernal y a Navarro a su despacho, y pidió al sargento de guardia que les llevara café.
– No -dijo Bernal-, vayamos a tomar un trago fuera. ¿No hay ningún bar por aquí cerca?
– Sí, en Jovellanos, enfrente del Teatro de la Zarzuela. Uno antiguo que se llama Manolo.
– Ése sirve. Quiero que los tres hablemos con tranquilidad.
Cuando estuvieron sentados a una mesa apartada, ante unas cañas acompañadas de unas cuantas tapas, Bernal le dio a Martín un informe completo acerca de la conspiración del SDG. Martín y Navarro escucharon con atención y el primero leyó de cabo a rabo el programa del golpe con cara de incredulidad. Pero entonces introdujo la mano en el bolsillo y sacó la insignia SDG que había encontrado en la solapa de Weber.
– Esto lo tenía Weber, comisario.
– Otra para la colección -dijo Bernal-. Comprenderá usted que o nos quedamos sentados y que pase lo que tenga que pasar, o intentamos averiguar los nombres de los conspiradores y llevar este asunto a la más alta autoridad.
– Hay que impedir esa locura -dijo Martín sin el menor titubeo-. Pero ¿dónde están esos nombres? ¿Por dónde comenzar la busca? Mañana por la mañana es nuestra última oportunidad.
– Bien, a las ocho y media reanudaremos las investigaciones en todos los bancos a ver si hay otro depósito en una caja fuerte. Y está además el coche de Santos. Hay que dar con el Mini azul. Por la mañana los del Ayuntamiento tendrán que decirnos el número de la matrícula.
– Pondré a trabajar a todos los hombres disponibles, jefe -dijo Martín-. Podría encontrarse en mi zona. Una vez tengamos la matrícula, averiguaremos cuándo estuvo por última vez en un aparcamiento controlado y en qué calle.
Bernal creyó oportuno advertir a ambos.
– Creo que los dos deberíais saber que han atentado dos veces, tal vez tres, contra mí en esta semana. De una fue Weber el responsable o por lo menos uno que conducía su coche -les contó que el Cadillac había querido atropellarle y mencionó asimismo la historia del metro y la del atraco del chulo en la calle-. Es posible que los tres estemos ahora en peligro, a pesar de la detención de Weber. Por favor, tened cuidado y no andéis solos por ahí.
– Yo puedo llevarles a los dos en el coche -dijo Martín-, ya que ustedes han despedido a su chófer.
– Bien pensado -dijo Bernal-. Hay que ponerse a trabajar a primera hora de la mañana.
Bernal encontró la casa a oscuras; estaba claro que Eugenia se había ido a dormir. Descubrió en la cocina que su mujer le había dejado la acostumbrada tortilla de sobras, pero estaba fría y con aspecto aceitoso. Se dijo que aguantaría con las tapas que había tomado y se metió en la cama, junto a su mujer.
Bernal no durmió bien. Se había despertado a las tres de la madrugada con dolor de estómago y sin saber si eran los retortijones del hambre o un nudo de los músculos estomacales cansados por el nerviosismo. Cuidando de no despertar a Eugenia, había buscado en el bolsillo de la chaqueta una pastilla de Rolantyl y la había masticado pensativamente. Luego había vuelto a sumirse en un sueño intranquilo.
Eugenia le molestaba en aquel momento tras abrir la puerta de su oratorio particular del comedor y comenzar su turno diario de oraciones y quehaceres domésticos. Medio dormido aún, oyó los últimos amén de la mujer y fue reanimándose al percibir la molienda de las bellotas tostadas junto con granos de café. Con un gruñido, fue al cuarto de baño y se puso a afeitarse.
Con notable delantera sobre el agente de seguros aquella mañana, se vistió y echó un vistazo fuera, al todavía indeciso amanecer. Después de una noche fría, pensó que seguramente llovería y mejoraría la temperatura.
– Geñita, tengo que salir pronto esta mañana. Espero solucionar de una vez esos dos asesinatos. Anoche detuvimos a cuatro sospechosos.
– Rezaré por ti, y también por ellos. ¿Sabes qué día es hoy? El día del pediluvio, en que hay que lavar los pies a los pobres.
– Pero ¿se sigue haciendo eso en Madrid?
– No, y es una lástima. Tenemos un gobierno ateo, Luis. Se han abandonado ya todas las santas tradiciones del pasado. ¿Y qué es lo que se trae a cambio? Pecado, pecado sin ninguna conciencia -se lamentó la mujer-. Los días de fiesta son hoy un pretexto para la inmoralidad.
Bernal sorbió el mínimo posible de café y fue a ponerse el abrigo.
– ¿Llamó Diego anoche?
– No -dijo ella-. Y espero que vaya a misa todos los días.
Luis pensó que era poco probable, pero se guardó muy mucho de decirlo.
– El que sí llamó fue Santiago-añadió la mujer-. Quiere que vayamos a comer el domingo.
– Le compraré algún regalo al nieto -dijo él.
– Vamos, Luis, eres un manirroto. Tiene todos los juguetes viejos que tuvieron Diego y Santiago.
– Bueno, pero me parece que hay que llevarle algo. Un supermán, quizá. Lo más seguro es que espere que le regalemos algo. Me voy ya. No sé si voy a poder venir a comer, con tantos informes como tengo por delante.
Читать дальше