Martín les dejó en la DGS y dijo a la guardia presidencial que podía volver al palacio, aunque el suboficial que la mandaba insistió en que se le escoltaría hasta la comisaría de la calle Fernanflor.
Bernal y Navarro entraron en el despacho y vieron a Elena y a Ángel, descansando tras el esfuerzo desplegado a propósito de los bancos.
– Ya no hay nada más que hacer -anunció Bernal-, salvo redactar los informes, claro.
– Han llegado cantidad de cosas, jefe -dijo Ángel-. Documentación sobre Weber y Torelli, un informe definitivo de huellas y, bueno, un mensaje urgente de ese director general, que está ansioso por verle.
– Tú y Elena tenéis el fin de semana libre, pero os quiero aquí a primera hora del lunes. Paco me ayudará esta tarde a redactar los informes.
– ¡Caramba, jefe, estupendo! -exclamó Ángel con alegría-. Podría dejarme caer por Benidorm. ¿No te mueres por acompañarme, Elena? Te podría enseñar todos los locales nocturnos.
– No, gracias, Ángel. En una noche que he pasado aquí he visto más que suficiente. De todos modos, mis padres se van a la sierra y seguramente iré con ellos.
– Procura no decir nada de este caso a nadie -advirtió Bernal-, ni siquiera a tu familia. Resulta que tiene más complicaciones políticas de lo que imaginábamos.
Elena pareció un poco desilusionada ante aquello; había planeado ya dar una versión pintoresca del caso a sus padres.
– Paco-añadió Bernal-, echa un vistazo a los informes que han venido y prepara los de esta tarde mientras yo voy a la secretaría. Si me esperas, tomaremos luego un aperitivo.
La rubia secretaria de largas piernas saludó a Bernal, pero con menos cordialidad que de costumbre. Le llevó directamente al despacho del director, donde el navarro le esperaba con cara ceñuda tras el adornado escritorio.
– Bueno, Bernal, ¿cómo tiene ese informe definitivo sobre nuestro caso?
– Espero terminarlo esta tarde, señor director.
– ¿Ha hecho más averiguaciones esta mañana? No estaba usted en su despacho y mi secretaria le ha llamado varias veces.
Bernal meditó aquello: si el funcionario revelaba que sabía que Bernal había estado en la Moncloa, se complicaría de manera automática en el ataque del francotirador al taxi.
– Descubrimos el coche de Santos, señor director, y tuve que ir a verlo por si había pruebas reveladoras.
– ¿Y encontró alguna?
– Un par. Documentos sobre todo.
– ¿Los ha traído para que los veamos?
– Necesitaban primero un examen forense y, bueno, otras comprobaciones periciales.
– Entiendo. Espero que se dé usted cuenta, Bernal, de que Santos andaba en asuntos que no le afectaban. Asuntos de Estado, ¿sabe?
– Me gustaría saber un poco más al respecto, señor director, puesto que probablemente fue el motive del crimen.
– Vamos, vamos, Bernal, creo que sabe usted más de lo que me cuenta. Nuestra opinión es que debió haber pasado este caso a la Segunda Brigada al comienzo, cuando advirtió usted que había complicaciones políticas. ¿Usted quiere comentarlo por casualidad?
– Ya abordamos eso en otro momento, señor director. Desde mi punto de vista, yo investigaba dos muertes según los procedimientos normales y encontré pruebas que ponían de manifiesto que se trataba de dos homicidios. En cuanto descubrí material político y militar, un auténtico arsenal, llamé a la Segunda Brigada, como ya sabe usted. Fue muy lamentable, en mi opinión, que pusieran en libertad a tres de mis sospechosos.
– ¿«Lamentable»? ¿«Lamentable»? -exclamó el funcionario con irritación-. Su opinión no cuenta ni aquí ni en ninguna parte. ¡Se sale usted de su competencia! Somos nosotros quienes decidimos sobre las detenciones y las acusaciones.
– ¿Que me salgo de mi competencia, señor director? -preguntó Bernal con calma-. ¿Tendría usted a bien informarme en qué sentido? En mi opinión yo he seguido las normas establecidas en el código penal y lo que indican nuestros manuales al pie de la letra.
– ¿En su opinión? Ya le he dicho que su opinión no cuenta. Para nada, ¿entiende? -la voz del director se había convertido en un grito-. Deje encima de la mesa inmediatamente la pistola reglamentaria y su documentación de policía, ¿me ha oído? Queda usted relevado del servicio hasta nueva orden. Además, no creo que sea muy sensato que ande usted suelto por ahí, por lo menos durante un par de días. ¡Entrégueme el arma!
Bernal meditó aquella orden. Técnicamente, el director tenía autoridad para relevarle del servicio, mientras se esperaba la investigación oficial, si se le acusaba de haber transgredido las ordenanzas. ¿Entraría en acción la maquinaria antiterrorista del presidente y detendría el golpe? Resolvió fingir asombro.
– Francamente, me sorprende su actitud, señor director. No creo haber llevado mis investigaciones de manera inconveniente.
– ¡La pistola, Bernal! -chilló el funcionario, apretando un timbre del escritorio-. Está usted acabado, ¿entiende? ¡Acabado! ¡Nos ha ocultado pruebas! ¡Las ha entregado a quien no debía! Y… y…
Mientras Bernal echaba mano de la pistola, la puerta se abrió con brusquedad y cuatro policías de paisano entraron como una tromba, pistola en mano. La secretaria rubia iba tras ellos, la cara tan blanca como la hoja de papel que casualmente llevaba entre los dedos.
– ¡Quieto! ¡Las manos en la cabeza! -gritó uno de los guardias.
Bernal retiró despacio la mano de la chaqueta y levantó los brazos. Dos de los policías se adelantaron con cautela, pero para sorpresa de Bernal y estupefacción del director general, se colocaron repentinamente tras el escritorio y esposaron al segundo con las manos en la espalda.
– Por Dios, ¿qué hacen ustedes? Imbéciles, es a ése, a Bernal, al que hay que detener.
Uno de los guardias volvió la solapa del funcionario y puso al descubierto la insignia del SDG allí prendida.
– Queremos hacerle unas cuantas preguntas acerca de esto, señor. Comisario Bernal, puede usted volver a su despacho.
El director sufrió un pequeño ataque y tuvieron que sostenerlo dos guardias. Bernal les vio salir, llevándose consigo a la rubia de cara pálida.
– No tardarán en llegar nuestros compañeros para hacer un registro en este despacho, comisario -dijo el que mandaba a los de paisano-. Órdenes del presidente.
Bernal volvió para recoger a Navarro y poco después se encontraban sentados en la Cervecería Alemana de la plaza Santa Ana, tomándose una caña y mirando a los niños que jugaban al sol.
– ¿Crees que lo desarticularán hasta el final, jefe? -preguntó Navarro.
– Han empezado con buen pie -dijo Bernal- El próximo golpe es el que tendrán que vigilar con más cuidado.
VIERNES SANTO, 8 DE ABRIL
Eugenia despertó a Bernal con una sacudida.
– Te he dejado dormir porque anoche parecías muy cansado. Al volver de misa he encontrado en el buzón una carta para ti. Te he dejado café y tostadas en la cocina porque tengo que irme otra vez. Prometí al cura que le ayudaría a preparar la misa mayor esta mañana. ¿Vas a venir? -le miró con reproche.
– Bueno, yo… sí, si es que no me llaman del despacho. Si me llaman, te dejaré una nota.
– Como quieras. No me revuelvas la cocina -y se fue, resplandeciente con su mejor vestido de alepín.
Bernal gruñó y miró el sobre que la mujer le había dejado en la cama. Llevaba el sello presidencial. Se incorporó hasta quedar sentado, se puso las zapatillas y se deslizó con cansancio, camino del comedor, en busca de un abrecartas. Dentro del sobre encontró una carta de agradecimiento, que además le informaba su ascenso a comisario de primera, con empleo inmediato. La cosa se había movido aprisa, pensó Bernal; estaba impresionado.
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