Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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Acodado en un extremo del mostrador, Etchenike comió y bebió café con leche y medialunas mientras hablaba por teléfono con Gustavo frente a él, la mirada fija en las curitas que le censuraban la cara.

– Insista, es urgente -dijo ante el encargado del motel Los Pinos-. Sergio Algañaraz, en la habitación quince: tiene que estar.

Hubo ruidos renovados. Un zumbido lejano e infructuoso:

– No hay nadie, señor. No contesta nadie. ¿Quiere dejar algún mensaje?

– No, gracias. Colgó.

– Después me vas a hacer un par de favores, Gustavo.

El pibe asintió.

Etchenike llamó al número de Mar del Plata que tenía en la tarjeta, manuscrito por un hombre sereno y apurado hacía tres o cuatro días. Parecían años.

– Sí, Silguero habla -dijo una voz vacilante-. ¿Quién es?

– Le habla Etchenike desde Playa Bonita -hizo una pausa como para que el otro asimilara el dato, recordase de qué se trataba-. Disculpe la hora, pero quería avisarle que ya hice contacto con el hombre…

– Ah… Bien, bien…

– Tengo las… -no quiso usar la palabra tan botona-. Los testimonios… Son buenos.

– ¿Las fotos?

– Sí. Solo y acompañado.

– Muy bien. Es muy eficaz, lo felicito.

– Hay otra cosa.

– ¿Qué pasó?

Etchenike vaciló un instante, no sabía cómo decirlo ni si correspondía.

– Me la dieron anoche -dijo bajando la voz-. Me robaron el arma y los documentos.

Hubo una pausa.

– ¿Quiénes?

– No sé. ¿Usted sabe?

Silguero ni siquiera contestó a eso.

– ¿Y las fotos? Tenga cuidado con eso. Póngalas en lugar seguro.

– Seguro.

Hubo una pausa más grande aún.

– Mejor… Véngase ya: deje todo y traiga lo que consiguió. Listo.

– Mañana. Antes tengo que arreglar algunas cuestiones.

Después pidió comunicación con Buenos Aires. Tuvo que esperar. Aprovechó para explicarle a Gustavo qué quería de él. El pibe entendió todo rápido y de una sola vez.

– No lo hables con nadie -concluyó señalando vagamente a todos, particularmente a Fumetto.

Cuando lo comunicaron, el teléfono sonó largo rato antes de que escuchara la voz del negro Sayago:

– Investigaciones privadas -dijo muy profesional.

– Habla Julio. Tengo trabajo para vos.

Soportó medio minuto de cargadas y exclamaciones. Al final pudo decir:

– Ponete en movimiento ya. Averiguame si en “ La Nación ” trabaja un periodista llamado Sergio Algañaraz. Un pendejo.

– ¿Qué pasa?

Y le contó todo, le pidió reserva total. Después le nombró a Coria, a Silguero, al poderoso Lobo Romero.

– Conocés Mar del Plata. A ver qué averiguás…

Sayago asintió, dio seguridades:

– ¿Y vos cómo estás? Tenés la voz rara.

– Me duele la boca -admitió Etchenike-. Me cagaron a trompadas.

Sayago lo insultó, le ordenó regresar, le pidió detalles que no podía darle, volvió a insultarlo en términos más cariñosos.

– Te vuelvo a llamar esta noche, después de las ocho. Teneme el dato y sé discreto -lo cortó finalmente Etchenike.

– Discreto y veloz. ¿Te doy con Tony?

– No. Que me extrañe.

El colectivo local era un destartalado Bedford de los años sesenta que prometía el itinerario Playa Bonita-Necochea inscripto arriba del parabrisas junto al número uno. Etchenike dudó de que hubiera un número dos o que lo hubiera habido. Era el rezago de alguna línea porteña, fierro viejo pintado de amarillo y negro bajo el polvo: “Expreso La Julia ” decían los góticos firuletes laterales.

– ¿Cuánto tarda hasta Necochea?

– Cincuenta minutos al puente de Quequén. Y de ahí cinco más hasta la terminal.

El conductor era un jovencito lleno de granos de short rojo y piernas peludas, que ya metía los primeros carrasposos cambios de la mañana. Etchenike se instaló en un asiento doble, junto a la ventanilla.

En la docena de cuadras que recorrió hasta salir del pueblo, el colectivo se fue poblando y precisamente en la última parada subió Toledo. Trajeado y peinado a la gomina resultaba casi irreconocible.

Cuando enfiló hacia el fondo Etchenike lo retuvo al pasar:

– Buen día.

El otro separó el brazo, sobresaltado:

– ¿Qué? -y ahí recién lo reconoció-. ¿Qué hace? No esperaba que… ¿Se va?

– Siéntese, Toledo -lo tranquilizó Etchenike como si fuera su tarea explicar todo despacio, sembrar cordura-. No me voy. Hago unas compras en Necochea y vuelvo al mediodía.

– Ah.

El hombre se sentó en la punta del asiento. Parecía incómodo dentro del traje, la camisa, la corbata y el “Expreso La Julia ”. Apenas se atrevía a mirar de soslayo a Etchenike. Se animó:

– ¿Qué le…?

– Una patota -se adelantó el veterano, señalándose los estragos-. Todo para sacarme unos pocos pesos…

– ¿Cómo fue?

Le dio una versión breve que no incluía motel ni desmayo. Ni siquiera pérdida de documentos y revólver. Sólo la penumbra, la cobardía y el robo.

– Esto no está tan tranquilo como parece, Toledo… Tendría que haberme avisado.

– No serían del pueblo… ¿jóvenes?

– No los vi bien. Pero seguro que pendejos.

– Eso: pendejos.

El colectivo acertó con sus ruedas traseras en el cuarto pozo desde la salida. Éste era más grande que los anteriores y los hizo separar las nalgas del asiento. Todo se llenó de polvo. El traje de Toledo, su peinada, estaban ya definitivamente espolvoreados con la mejor tierra seca de la pampa húmeda. La lluvia de la noche no había sido tan contundente en esta zona. Ya no se veía el mar y estaban a pleno campo.

A un lado se inclinaban las cabezas de un cuadro de girasoles; al otro, la hilera de eucaliptus filtraba el sol que subía por el este.

– Si éste es el expreso cómo serán la certificada y la simple -ironizó Etchenike mientras el Bedford roncaba en una loma. Toledo no lo oyó, no entendió nada:

– ¿Cómo?

– Pavadas nomás. ¿Usted va a Necochea también?

– No.

– Ah… A Mar del Plata. Usted me había dicho que… Y su hija también.

– No. No ahora.

¿Cuánto más tendría que preguntar? Estaba dispuesto.

– Bajo acá nomás -dijo el otro señalando hacia adelante-. Diez minutos.

– No sabía que había otro pueblo.

– No. La estancia “ La Julia ” -y Toledo volvió a callar como si se hubiera ido de boca-. La estancia grande de los Hutton.

Hizo un gesto que abarcaba los dos lados del camino.

– ¿Todo esto? -quiso confirmar Etchenike.

– Todo. De aquel bosquecito al mar, y prácticamente desde la salida del pueblo hasta el arroyo Los Sapos, ya cerca de Quequén. Lo va a ver.

– Y el expreso se llama “ La Julia ”, también…

– Y el balneario, antes.

– Lo sabía, me contó Fumetto.

– Se va enterando… Con esas historias, con tantos personajes, por lo menos no se aburre. No hay mucho que hacer acá.

– Anoche fui al cine y conocí a varios: al Polaco y al rubio, el Baba, el que vende sánguches.

– Ese tipo es medio mogólico: no sé si notó la pinta de mono, los brazos largos… Es muy violento, además…

– ¿Quién lo puso ahí, Willy Hutton? ¿Hace mucho que está?

El labio inferior de Toledo se estiró, encogió los hombros. Quiso decir que no sabía y que muchos años.

– Me bajo acá -exclamó de pronto, como si le hubieran pellizcado el culo.

Se levantó y se arrimó a la salida. Giró desde la puerta:

– Que se mejore.

El expreso se detuvo ruidosamente en un cruce perpendicular de caminos con tranqueras a ambos costados. A la izquierda, para el lado del mar, una interminable doble fila de paraísos viejos y frondosos se perdía detrás de un portón alto, pintado de blanco y con el arco de hierro forjado que dibujaba el nombre de “ La Julia ”.

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