Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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Apresurado, sudoroso, con las ramas raspándole las piernas y los brazos, se acercó hasta quedar tendido en la punta del médano, oculto apenas por las hojas, sintiendo la arena fría contra el pecho. Desde allí, protegido, solo en la oscuridad, veía al motel como en el cine. Una larguísima secuencia de cámara fija que duró minutos hasta que llegó un auto y estacionó en el otro extremo. Bajó una pareja que pasó por la administración y se metió en un cuarto. Un minuto después, la figura del morocho de los rulos se recortó contra los vidrios de la entrada. Miró a ambos lados y se dirigió a la derecha. Etchenike se acomodó para ver mejor. El hombre llegó hasta la habitación quince, miró por la ventana y luego abrió la puerta con su llave. El veterano lo vio agacharse para recoger el papel. Imaginó el gesto, el asombro. Era el momento de ponerse en movimiento. Se paró, tanteó el revólver y dio dos pasos cuesta abajo. Pero no llegaría a bajar.

Una luz poderosa se encendió frente a él y lo encegueció.

“La luz de un auto. Me estaban esperando”, alcanzó a pensar.

Algo o alguien se movió a su derecha. Cuando fue a girar oyó un grito y la patada simultánea, justa, le dio en un costado de la cabeza y se la sacó del cuello. Cayó hacia atrás y alguien dijo:

– Apagá eso.

La oscuridad fue otra vez total. No supo si tenía los ojos abiertos o cerrados. La cabeza se le iba hacia abajo, chupada por la arena fría.

Una sombra nueva se le vino encima entre jadeos. Intentó levantar los pies pero la trompada llegó antes, se le clavó en la boca del estómago y lo hizo retorcerse. Rodó. Dio una vuelta carnero hacia atrás, quedó trabado entre las ramas. De allí lo arrancó uno tomándolo del cuello, lo levantó, lo expuso para que alguien insistiera con su estómago, una, dos, tres veces. Se quebró en una arcada y cuando se iba boca abajo, caía hacia adelante, la última patada lo alcanzó detrás del oído, lo nubló, lo dejó tirado al borde del camino y nada más.

Lo despertaron las gotas. El agua contra la cara. En un principio no vio nada. Después escuchó el ruido de la lluvia que volvía, los truenos.

Un relámpago iluminó la escena y se vio caído con la cabeza en la orilla del sendero, los pies más altos, en el borde del médano. El frío en la espalda le indicó que no tenía ya el saco. Se sentó y comprobó que tampoco tenía el revólver. Lo buscó a tientas en la oscuridad, sin fe, sin resultado. Se dejó caer otra vez y ahí quedó un largo rato, la boca contra el pedregullo mojado. Cuando empezó a llover más fuerte se puso de rodillas y gateó unos metros, una cucaracha con las patas quebradas. Después se incorporó, cayó una vez, volvió a intentarlo y finalmente se puso en camino.

Tendría que hablar con el vasco de El Trinquete; no era cierto que en Playa Bonita no pasara nada. Ahí estaba él ahora, protagonizando un fin de semana inolvidable, chapoteando por el medio de la calle, lleno de arena, con la cabeza y los labios sangrantes y los relámpagos como un telón de fondo de ópera wagneriana, volviendo a casa.

18. Los dientes y el alma

– ¿Qué le pasó?

Semidormido, en pijama, Fumetto lo hizo pasar entre parpadeos.

– Me asaltaron. Me robaron todo, hasta los documentos.

– ¿Dónde?

– Por allá -y señaló vagamente un pedazo lejano de la noche y la lluvia.

– Está lastimado.

– Golpes, nada más.

El patrón encendió la luz fluorescente del comedor, que cayó como una ducha blanca y zumbante sobre la escena. El reloj de la pared marcaba las cuatro.

– ¿A qué hora es el primer micro a Necochea?

El otro no contestó. Lo miraba.

– ¿Fue a la policía?

Ahora fue Etchenike el que no contestó. Se arrimó al mostrador, se sirvió un vaso de caña que bajó de un trago. Dio un largo suspiro, casi un ronquido de su garganta.

– ¿A qué hora es el primer micro?

– Hay un local cada hora y media a partir de las ocho. El patrón se colocó detrás del mostrador como para rearmar la escena, volver a la normalidad. Sirvió otra caña sin consultarlo.

– ¿Se va?

Etchenike agradeció la Legui con un gesto y se la empinó otra vez. Se aferró a la botella, la retuvo mientras hablaba:

– No. Voy y vuelvo. Y quédese tranquilo: tengo dinero arriba.

– Qué mal tiene ese ojo. Espere.

El patrón se rascó el trasero mientras abría la heladera. Sacó un pedazo de hielo, lo rompió y se lo entregó dentro de una servilleta anudada.

– Póngase esto. Y tome unas curitas, agua oxigenada… Tendría que ir a la Asistencia Pública pero a esta hora ni siquiera hay guardia.

Fue dejando las cosas sobre el mostrador como si preparara la canasta para un picnic de la Cruz Roja. Etchenike agradeció con un gruñido y cuando ya estaba al pie de la escalera se volvió:

– Me llevo la botella. Le pagaré todo… Y despiérteme a las siete.

El otro apagó las luces y lo acompañó, solidario, con el brazo en la cintura, escaleras arriba. Al llegar frente a la puerta bebió él mismo un trago y dejó la botella en manos del veterano.

– ¿No necesita nada más?

Etchenike contestó palmeando la silueta de la caña, amagando una dolorosa sonrisa.

Rizzo dormía muy entregado. Acaso soñaba con Lawrence, con una playa o una arena nutrida de árabes o de clientes para su Sorocabana.

Etchenike tiró la ropa en un rincón y a tientas, desnudo, se metió en el baño. La ducha fría fue casi dolorosa. Tenía un corte en el párpado izquierdo, una mancha roja en el mentón, moretones bajo las costillas y un tajo detrás de la oreja, la marca de la última patada.

Lavó las heridas con agua oxigenada, se emparchó con tres curitas y cayó sobre la cama con el hielo en la cara y la botella. Estuvo fumando, empinándose la caña en la oscuridad hasta que de a poco una sucia claridad comenzó a dibujar el perfil de la cortina.

Tres o cuatro. No estaba seguro, pero sí sabía que habían sido más de dos los que le pegaron. Era la primera vez que le pateaban la cabeza. No dejaba de ser una novedad. Y el revólver. Eso también era nuevo: que le quitaran el arma. Quince, dieciséis años que calzaba ese treinta y ocho dócil, un poco aparatoso. Era extraño estar ahí, tirado, esperando el amanecer en el húmedo hotel de una playa de mala muerte, dolorido y roto, junto a los sueños de un muchacho extraño.

Se fue adormeciendo. Antes de borrarse del todo comprobó, con la lengua obstinada, endulzada por la bebida, que tenía dos dientes flojos. Supuso que el alma tampoco estaba demasiado firme en su lugar: algo se movía en su interior, de la cabeza al pecho, iba hasta allá abajo y se convertía, de regreso hacia arriba, en resoplidos, estertores casi.

SEGUNDA

“No tenemos miedo a meternos bien adentro,

allí donde no se hace pie. Pero sabemos que ya

tras el horizonte ha nacido una ola

que se va acercando a la playa.

Pronto nos alcanzará y de un solo saque

nos apagará las últimas brasas del alma.

Después ya no habrá olas para nosotros.”

DOLINA, El descanso de los Hombres Sensibles

19. La pampa húmeda

En la cara de Gustavo ya estaba el sueño. Ahora se sumó, se superpuso como una máscara transparente, el asombro miedoso al verlo así, tan vapuleado.

– Patrón, présteme el teléfono que tengo que hacer algunas llamadas -dijo Etchenike guiñando dolorosamente un ojo al pibe.

– Hable tranquilo.

En la mañana fresca y nublada, el otoño ensayaba su número, la rutina habitual al preestreno: la luz indecisa tras las ventanas, una leve brisa del mar que arqueaba los pastos en los canteros raleados de la avenida Hutton.

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