Las pobladísimas cejas eran el instrumento expresivo privilegiado del cantinero: las elevó al máximo, desguarneciendo unos ojillos negros y redondos.
– No, no se lo podría decir-dijo Etchenike, literal-. Pero creo que la ama.
Y los dos miraron al mismo tiempo hacia el hombrecito que se agitaba ahora ante quién sabe qué fantasmas.
– Permítame, voy a tratar de despertarlo y hablar con él.
– Si lo despierta, lléveselo -dijo el vasco expeditivo.
Etchenike dio la vuelta al mostrador y se inclinó sobre Mojarrita. Lo zamarreó un poco del brazo.
– Gómez… Gómez…
El nadador abrió los ojos enrojecidos.
– Hay que encender las luces y preparar las planillas -dijo con claridad.
– Gómez, soy Julio. Usted me llamó por teléfono.
– Sí, Julio… -parpadeó, se sacó posibles telarañas ante la cara-. Vaya prendiendo las luces, prepare las planillas que ya voy.
– Está muy en pedo, Gómez. Ahora tiene que ir a dormir a su pieza. Mañana hablamos.
– Me van a echar. Si no empiezo la prueba me van a echar. Me dijeron…
Etchenike se volvió hacia el veterano pelotari buscando confirmación:
– Sí, que se lo han dicho… Esto no es beneficencia -dijo el otro.
– Son unos hijos de puta -murmuró el nadador.
– Cállese -Etchenike le puso el brazo por detrás de los hombros y lo calzó bajo la axila-. Mañana le prometo que lo ayudo a empezar la prueba. Ahora vamos a su pieza.
– Un momento.
Solemne, obstinadamente formal, Mojarrita se plantó ante el vasco y poniendo la palma sobre el pecho de Etchenike dijo:
– Yo te dije cuando hablé por teléfono: tengo un amigo en este lugar de mierda… Este es Julio.
Manoteó la copita de caña que Etchenike había dejado sobre el mostrador pero el gesto rápido del veterano lo apartó:
– Basta ahora. Vamos a dormir.
Se empinó él mismo la Legui en dos tragos y dejó el dinero sobre el mostrador.
Mientras arrastraba a Mojarrita hacia la salida, Etchenike sintió que de algún modo no hacía sino dejar constantes huellas, marcas en la memoria de todos los que los miraban en silencio. Desde hacía algunos días preguntaba, hacía girar las cabezas hacia él como quien prepara una coartada, tira miguitas antes de entrar al laberinto o, peor que eso, habla en voz alta, gesticula ya en medio del bosque para confundir, ahuyentar al lobo.
Dejó a Mojarrita como quien devuelve a un pajarito desplumado al nido y antes de apagar la luz le pegó una revisada borgiana al cuarto, revolvió sin culpa ni pudor la ropa y los trastos. En eso estaba cuando oyó los ruidos del portón. Salió y vio las siluetas. Eran ellos. Beba y el otro, que no era Sergio ni era el Tarzán de la playa.
– Otra vez este hinchapelotas -sintetizó ella-. ¿Qué hace acá?
– Traje a Gómez. Está durmiendo.
La mirada de Etchenike se cruzó con la del tipo que la acompañaba, un inesperado potrillo flaco y negro de ojos francos, camisa abierta hasta la cintura, un golpe de pelo rígido en la frente y quince años menos que ella. Le parecía haberlo visto en la puerta del hotel o en algún negocio.
– Creo que yo me voy -dijo el potrillo.
Ella no le hizo caso y lo retuvo de las muñecas. Todo era igual.
– Quedate, Cacho.
Etchenike supo lo que le contestarían pero no pudo evitarlo:
– ¿Dónde está Sergio?
– ¿Qué Sergio? -Beba forcejeó con el morocho mientras miraba fijamente a Etchenike-. Yo estuve con éste…
El otro dio un tirón y se apartó.
– Fíjese… tiene miedo de que le pegue.
La risa de Beba resonó mientras ni siquiera se daba vuelta para ver salir al muchacho. Bruscamente dejó de reír.
Quedaron frente a frente. Los hombres cambiaban y ella estaba ahí, siempre ante él, como un viejo problema, una pregunta, un signo de qué.
– Mojarrita tiene que inaugurar; si no, lo echan -se oyó decir Etchenike.
– Mañana.
Ella pasó junto a él sin mirarlo y se dirigió a la puerta del cuartito.
– Pero no se meta. No lo quiero ver más.
– No entiendo.
– Es muy sencillo: váyase a la mierda.
– Eso sí -dijo el veterano imperturbable, como si no hubiera oído-. Lo que no entiendo es el manejo, el juego suyo. Gómez no se merece…
– Déjelo que se cuide solo -ella lo miró casi divertida-. Usted es un buen tipo pero tiene algo de viejo pajero.
Dio media vuelta y cerró la puerta.
No es fácil. La madrugada ventosa con amenaza de lluvia y alguna calificación dura sobre el lomo no es fácil de sobrellevar. Pero no sólo por eso estaba conmovido, sombrío, con algo parecido al miedo detrás del esternón. Nada le impedía, sin embargo, la decisión de continuar la interminable ronda nocturna. Tenía testimonios, evidencias, palabras, rostros, sensaciones como para una vida bien tupida acumuladas en unas pocas horas densas, incomprensibles.
Pero no sólo por eso estaba como estaba.
Cuando subió la última curva que por encima del médano permitía ver la silueta del motel Los Pinos se sintió estúpido, inexplicablemente inquieto. Pero al ver luz en la habitación quince suspiró con un alivio que no hubiera podido describir sin contradecirse.
Subió la explanada y golpeó. Algañaraz no contestó. Volvió a golpear y luego de un momento probó la puerta. Cerrada. Se asomó a la ventana.
Las cortinas estaban exactamente igual que a la tarde y permitían ver en el interior: las dos camas deshechas, el bolso abierto y las cosas dispersas, como si el pibe hubiera estado eligiendo infructuosamente entre sus ropas. El velador estaba encendido y la luz del baño también.
Etchenike fue hasta la administración y a través de los vidrios vio a otro hombre en el mostrador. Ya no estaba el indiferente gordo matutino sino un morocho de campera con rulos cortos, apretados, que escuchaba la radio mientras leía una revista con una mina de poca ropa en la tapa. Los golpecitos de Etchenike se hicieron oír por encima de la música. El hombre se acercó bostezando. Era grandote, chueco. Entreabrió la puerta hasta el límite de la cadena de seguridad.
– Buenas noches. Busco al señor Algañaraz de la habitación quince.
– Es la una de la mañana -informó el morocho.
– ¿Y? -insistió Etchenike.
– Voy a ver. Fue, vio y volvió.
– No está la llave y tampoco contesta en la habitación. Habrá salido, no habrá vuelto -fue lo que escuchó el veterano, lo que sabía que le dirían.
– ¿No lo vio esta noche?
– No.
– ¿Y a la tarde?
– Tampoco -dijo el morocho después de un momento-. Hago turno de noche. Entro a las diez. Lo vi el viernes cuando llegó. Nunca más. ¿Es urgente?
Etchenike no contestó. No sabía qué contestar.
– Estuvo en algún momento durante el día, porque hay luz -dijo.
La mirada del otro cambió. Tal vez no le gustó que hubiera espiado, que preguntara tanto y tan tarde:
– Usted sabe más que yo.
El veterano vaciló. Sabía que sabía menos.
– Voy a dejarle un mensaje en la habitación -dijo.
– Déjemelo a mí.
– Él tiene la llave y no pasará por acá.
– Como quiera -dijo el morocho.
– Buenas noches.
Etchenike salió y recorrió sin darse vuelta toda la galería hasta la última habitación. Sacó una libreta del bolsillo, arrancó una hoja en blanco, la plegó en dos, y luego la deslizó por debajo de la puerta. Después volvió sobre sus pasos, fue bajando la explanada, cruzó ante la administración y retomó el camino alejándose. A las dos cuadras se desvió, trepó por la arena y volvió hacia el motel agazapado entre los tamariscos que cubrían los médanos a ambos lados del camino.
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