Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– ¿Y? -insistió el Baba gozando con el efecto paralizante de su mirada.

– Salame -dijo bajito Etchenike, como si en esa elección se jugara la vida.

Mientras hacia crujir el pan entre sus dientes y adivinaba el escueto sabor del fiambre entre la miga, Etchenike siguió con la mirada al rubio amenazador, trató de adivinar el bulto de un revólver grande que le cruzara la espalda como un facón, bajo la chaqueta, lo acompañó hasta que salió por la puerta del fondo sin descubrir nada que no fuera la monotonía del pregón:

– Coca, sánguches, cerveza…

En ese momento entraban los últimos espectadores y tras ellos el viejo de la boletería. Cerró la puerta lentamente y cuando parecía que iba a seguir viaje se plantó ante el público:

– Señoras y señores -dijo entonado-. Esta noche el Cine Atlantic tiene una vez más el orgullo de presentar este verdadero capolavoro de uno de los directores más interesantes del Hollywood de la época de Oro: Robert Aldrich. Se trata, como ustedes saben, de un western: Veracruz, que data de 1954, y está protagonizado por Burt Lancaster y Gary Cooper. Éste, por aquellos años, luego del suceso de A la hora señalada, de Fred Zinnemann, supo convertirse en carta de triunfo de cuanta producción del Oeste se emprendiera. En cuanto a Lancaster, está en el apogeo de su carrera; es el momento de Su majestad de los Mares del Sud, de El pirata hidalgo y de tantos héroes aventureros, vitales y con cierta dosis de desfachatado desparpajo.

Y en ese tono entre didáctico y erudito siguió el viejo -el Polaco, sin duda, del que le había hablado Rizzo-, dio la ficha técnica de memoria, los estudios, la trayectoria de Aldrich, su manejo de los temas de acción, la presencia de la violencia, citó a Dios y a María Santísima ante un auditorio entre harto y asombrado.

– Cortala, Polaco… -lo interrumpió el que no había dejado de leer el diario.

Siguió sin embargo el presentador hasta terminar con una referencia al estado de la copia y a las características de la función:

– Como es habitual en nuestros programas, realizaremos un pequeño intervalo para el cambio de rollo a los cuarenta minutos de proyección. El estado de la copia es inmejorable -y ahí sonrió- en todos los sentidos de la palabra… Y espero que disfruten de este clásico del western aventurero.

Dicho esto hizo un gesto al Baba que tenía la mano en el interruptor y se dirigió al fondo de la sala. Hubo algunos zumbidos, se apagaron las luces, se iluminó la pantalla y a los cinco minutos Etchenike ya estaba metido hasta las orejas en una de las mejores historias de tiros y amistad que recordaba.

Para el intervalo se dio vuelta y lo encaró al Polaco que estaba a sus espaldas con el proyector:

– Lo felicito. ¿Cómo hace para conservar las copias en tan buen estado?

– No hay misterio. Una película no se gasta por los años que tiene sino por las veces que se proyecta. En un cine de Buenos Aires, a tres funciones diarias, en una semana se la pasa más veces que durante un año acá…

– Claro -admitió Etchenike, encantado por la simplicidad del razonamiento, volviéndose hacia la pantalla-. Y desde cuándo…

Pero se dio cuenta de que el Polaco no lo oía. No estaba ya. Se había apartado un poco, llamado por el rubio de la bandeja y ahora hablaban ostensiblemente de él con un tercero que daba espaldas a Etchenike. El Baba hizo un gesto señalándolo con el mentón y en el leve giro y la mirada de soslayo del otro, el veterano creyó reconocer el perfil emparchado de un Tarzán ahora de civil, la bruta bestia presumida del atardecer.

– ¡Polaco! ¿Para cuándo, Polaco? -gritaron adelante.

Hubo ruidos de botellas que rodaban, risotadas. El operador golpeó las manos y llamó al orden, al silencio. Algunos aislados alaridos acompañaron el apagado de las luces. Con la cerveza, el clima general y el ánimo de los espectadores habían cambiado. Por suerte, la calidad de Veracruz, no.

Cuando terminó la proyección Etchenike se desperezó de tensión, de fatiga y de gusto. Se volvió y Tarzán no estaba.

Preguntó por el baño y le indicaron la puerta del fondo. Salió a una galería rectangular que rodeaba el patio central del hotel. Tres palmeras se erguían en la oscuridad más allá de la altura del edificio. Al fondo, una puerta entreabierta dejaba ver azulejos con una guarda celeste.

Entró al baño, meó en el inodoro Pescadas, se miró en el espejo bajo la lamparita y la tulipa sucia, se lavó, se secó las manos con su pañuelo.

Al salir vio a una mujer que cruzaba la galería y entraba a una habitación junto a lo que supuso era la cocina.

– Beba -dijo en voz alta y ya estaba arrepentido.

Ella se volvió.

No. No era pero parecía. Un poco más alta, tal vez.

– Disculpe, la confundí.

La mujer se acercó y entró en la luz. También era más joven.

– Ella es mi hermana -explicó.

– Lo sabía.

Era una conversación estúpida. Ella la alimentó un poco más:

– ¿Cómo sabía?

– Por Gómez, por el Mojarrita.

– Ah.

El Baba salió de la cocina con un sándwich en una mano y una lata de cerveza en la otra. Se puso junto a la mujer.

– ¿Buscaba algo?

– Nada. Lo que buscaba lo encontré -y señaló el baño a sus espaldas.

El rubio se rascó el cuello con la mano que sostenía la lata.

– ¿Es porteño?

– No. ¿Y usted? -Etchenike lo miraba fijamente.

– No.

Siguió mirándolo a los ojos.

– Linda noche -dijo sin pestañear.

– Vamos a cerrar.

– Pero no me va a negar que la noche es linda.

– Es tarde.

– También es cierto -dijo Etchenike-. Buenas noches.

– Buenas -dijo ella.

El veterano recorrió la galería, abrió la puerta, atravesó toda la sala en penumbras, salió al pasillo, llegó al hall de entrada y recién junto a la puerta encontró al Polaco que lo esperaba para cerrar.

– ¿Le gustó?

– Sí. Y usted sabe mucho de cine. Demasiado para este lugar.

El otro no hizo caso:

– Tengo dos de Carol Reed, las que hizo con argumentos de Graham Greene: El ídolo caído y El tercer hombre… Hay un conflicto que…

– Pare ahí -Etchenike sentía que tenía demasiadas historias encima, adentro, alrededor-. No me cuente El tercer hombre, vendré a verla.

– Lo espero.

Y el Polaco fue entornando la puerta del hotel con la lentitud ceremonial del cura que cierra la iglesia, con el cuidado del que cierra una pajarera.

15. Acabar al fin

Pese a la obstinada indiferencia de algunos, era evidente que la noche estaba hermosa. Hermosa y amenazante. La brisa fresca del mar empujaba las grandes nubes grises y rápidas que velaban y desvelaban una luna perfecta.

La precaria iluminación de Playa Bonita convertía al paisaje en una masa de sombras interrumpidas por temblorosos conos, triángulos, manchones de luz. Caminando por el centro de la calle, con el cuello levantado y pateando piedritas, Etchenike decidió no doblar en la esquina que llevaba al Hotel Veraneo y a su cama. Siguió por la calle más iluminada y enfiló hacia las construcciones del Complejo Romar.

El descampado era un oscuro espacio rumoroso peinado por un viento húmedo que movía apenas los cables de los postes telefónicos, inclinaba los pastos altos. Las claras moles de los dos edificios se recortaban sucesivas. El esqueleto de cemento se agitó en rumores de murciélagos y pájaros nocturnos al paso silencioso de Etchenike por el sendero de lajas; pero al llegar al extremo más lejano, lo primero que vio, como la vez anterior, fue el auto rojo.

Estaba estacionado en el mismo lugar, frente a la entrada del segundo edificio, y la luz encendida del departamento de planta baja lo iluminaba de perfil, alargaba la sombra sobre el camino apenas insinuado entre la arena y las piedras.

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