Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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Etchenike creyó vislumbrar el mismo dejo de tristeza que había detectado en la voz de Fumetto al referir la decadencia familiar de los Hutton.

– ¿Y ahí fue cuando Willy se hizo cargo del hotel? -apuró, ganando etapas.

– No. Tenga en cuenta que Willy era mucho menor que Virginia; apenas si tendría diez años, era un chico sin ninguna aptitud legal. La Libertadora le devolvió la concesión a la sucesión de Arthur Hutton, y la abuela Julia, como titular, designó administrador a un tipo que trabajaba en el Atlantic desde hacía muchos años, un tipo leal, capaz y cumplidor. Probablemente, el que botoneó a Ludueña: Roberto Romero.

– El Lobo Romero.

– Ese mismo. Pero lo de Lobo vino después.

– En Mar del Plata.

El viraje de Laguna fue brusco, hizo tambalear la conversación:

– ¿Está trabajando para Romero?

– No sé exactamente: trabajo, trabajaba, en realidad, en el Complejo Romar -aunque lo semblanteó, Laguna no acusó señales de inquietud o turbación-. Arreglé con un tipo que se llama Silguero, de Mar del Plata, y trabajo con otro, Toledo, que hoy vino conmigo en el colectivo y se bajó en “ La Julia ”.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Es algo que quisiera saber: hay dos nombres en que se mezclan el trabajo con la historia del Atlantic. Uno es Toledo; el otro, el hijo de puta de Brunetti. Pero… -y pareció darse cuenta en ese momento-. El que realmente une las dos cuestiones es Romero, el Lobo.

– Bueno, pero ese Lobo no duró tanto en el hotel. Para la época en que usted anduvo conmigo por acá, por Quequén, a principios de los sesenta, Romero era el administrador del Atlantic, como le contaba. Y andaba bien, tuvo un cierto apogeo entre los sectores bacanes. Pero Willy le empezó a llenar la cabeza a la madre para que le dejara la administración a él cuando fuera mayor de edad. Por eso, cuando cumplió 22 años, lo rajaron a Romero y quedó Willy. Fue durante la época de Onganía, antes del setenta. Y desde entonces es un desastre: Willy se dedicó a patinar la guita, se fue de Playa Bonita a Mar del Plata. Al principio venía en temporada, después, ni siquiera. Y ha dejado a esa gente…

– ¿Al Polaco lo trajo él?

– No. Viene de antes. ¿Lo conoce a Gombrowicz? -el comisario sonrió-. Ése parece loco pero no lo está. Desde que yo me acuerdo que vive en el hotel: cuarenta años o más. Lo ha visto todo. Pero lo único que le interesa es el cine.

– Por algo será.

– Bien que lo sé.

Etchenike miró su reloj.

– Dicen que el Polaco en realidad es un náufrago… Era tripulante del carguero que encalló en el ‘40 -dijo Laguna con admiración-. El barco todavía está, lo habrá visto, cerca del balneario, a doscientos metros de la orilla. En las bajantes grandes se ha podido ir caminando hasta ahí. Pero eso también puede ser una leyenda…

– Tal vez, pero el mar ha dejado cualquier cosa en estas playas -dijo Etchenike poniéndose de pie.

22. El pato criollo II

Ni siquiera fue hasta la terminal de ómnibus. Tomó el colectivo a Playa Bonita en la subida del puente colgante. El comisario Laguna le hizo una pequeña venia arrimando las uñas de su mano derecha al gorrito blanco y él contestó desde atrás del sucio vidrio trasero con un toque a la curita que le cubría la ceja. La nube de polvo esfumó rápidamente el puente, el río, las recomendaciones finales de cautela. Apoyado plenamente en el último asiento individual de ese destartalado ómnibus, Etchenike volvía cansado pero dispuesto a dar batalla. El bulto del treinta y ocho flamante en el bolsillo del saco le recordaba que no había dormido bien la noche anterior. Sintió que probablemente no dormiría regularmente durante los próximos días y que debía aprovechar para hacerlo ahora.

Hubo épocas, cuando estaba de servicio, en que la posibilidad de dormirse en un colectivo le daba pánico. Un hombre dormido, como un hombre desnudo, está indefenso, expuesto; y un policía no podía darse ese lujo: el arma era su seguridad pero él era la seguridad para el arma. Se cuidaban recíprocamente. Pensó que en ese razonamiento había algo anormal, monstruoso. En realidad, el arma era algo monstruoso, irreal casi. Un objeto inventado para destruir, provocar heridas a distancia; creado para penetrar en la carne. El destino de la punta de una bala, la razón por la cual había sido diseñada, era penetrar en un cuerpo vivo, destruir tejidos, carne, vísceras, hacer saltar la sangre, matar. Y matar era interrumpir la vida: un pajarito estaba en una rama, una isoca iba por el borde de una hoja, una hormiga en el pasto, un hombre por la calle, un perro en la vereda. Y algo los golpeaba, los aplastaba, los lastimaba, rompía ese cuerpo vivo, complicado, con ojos, piel, zonas blandas, tibias o frías hasta que ese cuerpo vivo estaba muerto.

Después pensó en una mano: cada dedo era un ser vivo y se movía solo. Desde arriba llegaba una cuchilla, una cuchilla que amenazaba a esa mano que ahora estaba atada a una mesa de carnicero, a un escritorio gastado y lleno de marcas. Los dedos se movían como presos; amarrados a la mano, querían huir. Pero la cuchilla se elevaba y ya había optado por cortar al ras y de un golpe al meñique. Eso era un cuento que había leído hacía muchos años en “Leoplán”. De Jean Ray. De Robert Bloch. No, no era de Robert Bloch. Era de Roald Dahl. Hasta se acordaba de la ilustración: un hombrecito rubio, de bigotes…

El empujón involuntario de la mujer sentada a su lado lo despabiló. Tarde.

Alcanzó a ver la sombra oscura que se abalanzaba, irguiéndose delante del parabrisas un segundo antes de que pese al viraje y el chirriar de frenos tardíos, el colectivo golpeara de costado contra el último de los caballos de la tropilla que cruzaba desordenadamente el camino. El Bedford dio un tumbo brutal al pasar por encima del animal, casi volcó y terminó estrellándose contra una alcantarilla a la derecha del camino.

Etchenike sintió un dolor profundo en el hombro. La mujer ya no estaba a su lado sino tendida en medio del pasillo, cubierta por una nube de polvo. Había gritos, el estruendo de la caballada dispersa que se iba contra los alambrados. Un hombre vestido con boina y bombachas negras se asomó por la puerta y zamarreó al conductor. El muchacho permanecía inmóvil, aferrado al volante mirando hacia el frente a través del vidrio astillado del parabrisas.

Etchenike arrastró a la mujer fuera del colectivo ayudado por otro pasajero. Ya reaccionaba del desmayo y aparentemente no tenía nada roto. La depositó en el pasto y volvió al colectivo. No había nadie lastimado. Sólo el Bedford tenía heridas de las que no se recuperaría.

Una camioneta vino levantando tierra por el camino entre los paraísos y se detuvo en el lugar del accidente. El rubio que bajó también llevaba bombachas y botas altas. Etchenike reconoció a Willy Hutton y se dio cuenta al mismo tiempo de dos cosas: que estaba a menos de una cuadra de la entrada a “ La Julia ” y que el caballo atropellado era un pony, probablemente uno de la caballada del equipo de pato de la estancia.

– ¿Quién fue el pelotudo que trajo los caballos por la ruta? -dijo Willy mirando a su alrededor, al animal que pateaba sus convulsiones, levantaba la cabeza pero no se levantaría más.

– Los traía Lucio, patrón -dijo el paisano de la boina.

Y Lucio debía ser el jinete que trataba de arrear los animales dispersos a los gritos y entre los ladridos de los perros del otro lado de la ruta.

– Hay que sacrificarlo.

El paisano sacó el cuchillo de la cintura y se inclinó sobre el caballo.

– Así no, animal. Andá a buscarme el revólver.

– Permítame.

La voz de Etchenike sonó extrañamente firme, casi imperativa.

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