Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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Antes de que nadie se diera cuenta de lo que pasaba, sin que él mismo encontrara buenas razones para hacerlo, sacó el treinta y ocho, se inclinó sobre la cabeza del animal y disparó una sola vez.

El caballo dio unas patadas más, meros reflejos, y quedó quieto, el ojo fijo y desorbitado.

– Ya está.

Todos los que estaban alrededor dieron un paso atrás. Willy se adelantó hacia él.

– Venga conmigo -dijo señalando el camino.

– Voy.

La camioneta retrocedió, giró casi en redondo en marcha atrás, se mantuvo un momento roncando en el lugar y luego salió arando, removiendo piedras. Willy Hutton metió la segunda casi de inmediato, dobló sin aminorar, levantando las ruedas en el acceso al camino interior y recién entonces miró a Etchenike con una sonrisa leve en la punta de los labios.

– En la casa se podrá lavar, arreglarse.

– Gracias. No quiero molestar.

– No molesta. Siempre hay gente en casa. Justo espero una visita. Quédese un rato.

– Le agradezco -y el veterano se revolvió en el asiento, hizo un gesto de fastidio más que de dolor.

– ¿Se golpeó?

– No. Apenas un toque en el hombro… No es nada.

– No -Willy sonrió-. Digo lo de la cara, los magullones. ¿Qué le pasó?

– Me robaron anoche.

– ¿Qué le robaron?

– Dinero.

– ¿Qué más?

Había aminorado sensiblemente la velocidad y ni siquiera miraba al camino sombreado que se extendía como un apacible túnel.

– ¿Qué más? -insistió.

Etchenike estuvo a punto de decir lo que supuso que el otro esperaba pero no lo dijo.

– Los documentos.

Willy echó mano a la guantera y sacó una billetera. La billetera de Etchenike.

– Tiene suerte -dijo extendiéndosela sin un dejo de ironía-. La encontré esta mañana a un costado de la ruta, junto con otras. Los ladrones se han deshecho de todo lo que pudiera comprometerlos… Cuando lo vi en el colectivo lo reconocí inmediatamente por haber estado mirando la foto del documento, señor Etchenique.

– Gracias. Soy Etchenike, en el laburo -lo corrigió.

– Etchenike. Suena bien.

Se hizo un silencio largo y denso. Era un espacio muy chico para quedarse callados.

– Ahora que recuerdo, Etchenike, tal vez por el apuro, quedó algo de dinero en ciertas billeteras -dijo Willy sin mirarlo-. En la suya, por ejemplo. Lo que sucede es que junté todo y se mezclaron los billetes, pero acaso se acuerde de cuánto había. O puede ser un cheque del banco que los ladrones no vieron, un cheque a la orden tal vez… o dólares.

– Trataré de hacer memoria -dijo Etchenike imperturbable-. Supongo que usted tendrá todo en la casa. Seguro que recordaré con precisión antes de…

– ¿Antes de qué?

– Antes de irme.

– Así que se va… A Buenos Aires.

No era ni una pregunta ni una reflexión ni una repetición. Quería ser una orden. Etchenike lo entendió así.

– Sí señor. Cumplo órdenes: termino el trabajo y me voy. Lo bueno es que aunque haya sido de casualidad voy a conocer un lugar de atractivo turístico como “ La Julia ”. Tengo amigos que me la recomendaron calurosamente: antes de irte de Playa Bonita, hacé como nosotros, date una vuelta por la estancia.

– ¿Qué amigos?

– Sergio Algañaraz iba a venir ayer a ver un partido de pato…

Willy Hutton se golpeó el muslo, soltó una exclamación:

– Nos divertimos a lo bestia. Sergio estuvo, claro, sacando fotos… -hizo una pausa mientras, al aproximarse al casco de la estancia, la camioneta entraba en un terreno más amplio de césped cortado al ras, parejo, enverdecido de riego-. Pero no tuvo suerte: ustedes se van a llevar una mala impresión del lugar, porque también a él le robaron. Le desapareció la cámara con el rollo que estaba usando para la nota de “ La Nación ”. Estaba desconsolado cuando se fue.

– ¿Se fue? ¿A qué hora se fue?

La mirada de Etchenike era dura, casi agresiva. Hutton se la sostuvo, demoró intencionalmente la respuesta:

– ¿Le interesa el dato? Venga conmigo.

23. Los ingleses no tiran nada

Custodiado por una irregular hilera de viejos paraísos, el casco de “ La Julia ” era una construcción vasta y extraña, con algo de híbrido en la superposición de elementos e intenciones. Sobre una estructura antigua, cuadrada y blanqueada a la cal, de dos plantas, se había adosado una amplia galería estilo inglés, funcional y utilitaria, que daba toda la vuelta a la construcción. La chapa acanalada, los desagües y las columnas redondas de fierro le daban el aire de esas viejas estaciones pueblerinas de ferrocarril, sobrias y sólidas como los sueños de un imperio en su tranquilo apogeo. Etchenike descubrió que el piso de la galería era de durmientes de quebracho, y que eran rieles los bordes de metal que la circundaban, la separaban de los macizos de flores milagrosamente frescas y vivas.

– No tiraban nada los ingleses…

– No. Juntaban, juntaban en todo el mundo.

Ahora Willy y el veterano caminaban por la galería a un costado de la casa.

– El casco original es el del siglo pasado. Ya estaba cuando mi padre compró el campo después de la guerra del catorce. Luego, con desechos del ferrocarril, hizo la galería.

– ¿Su padre hizo la guerra?

– Fue camillero, voluntario de la Cruz Roja.

– Como Hemingway.

Pero Hutton pareció no oírlo. Habían girado en ángulo y le señalaba al fondo, al amplio espacio que se abría frente a la entrada de la casa.

– Ésa es la cancha. Se usa para polo y pato.

– ¿Cómo salieron ayer?

– Empatamos.

– Con ayuda del referí o sin ayuda del referí.

Willy Hutton se volvió:

– No joda, Etchenike.

– ¿No era el referí el que entró al Hotel Veraneo con ustedes?

– No joda.

El rubio se adelantó unos pasos más hacia un grupo de mecedoras que estaban dispersas frente a la entrada, sobre el césped.

– ¿Y el visitante que esperaba? ¿Llegó? -dijo fuerte Etchenike para que lo escuchara.

Hutton se detuvo en seco. Se volvió:

– Pongamos orden en las preguntas. Usted quería saber lo de Algañaraz ayer -se dirigió hacia una mujer sentada de espaldas a ellos en la primera de las mecedoras-. ¿A qué hora lo llevaste al chico a Playa Bonita, querida?

La mujer dejó el libro que tenía entre manos en el regazo y miró por encima de los anteojos de sol, girando la cabeza.

– Un poco más de las ocho -dijo-. Estaba apurado por llegar a una cita.

Etchenike quedó inmóvil.

El pelo rubio casi rojizo, los labios carnosos, la piel, las tetas que apenas cubría la parte superior del bikini.

– Perdón -dijo Willy-. Mi sobrina María…

Ella se volvió completamente y extendió una mano blanda.

– Etchenike -dijo Etchenike y no pudo evitar la turbación al estrecharla-. No se moleste, por favor.

Pero ella no se molestaba ni por favor, no podía levantarse ya. La mirada de Etchenike estaba fija en el bastón ortopédico apoyado en la reposera, en los fierros que abrazaban la pierna derecha bajo la amplia pollera de tela cruda que cubría a esa mujer que él había visto temblar, vibrar bajo el amor y en el amor.

– ¿Qué le pasa?

Se recompuso, apoyó la mano en el respaldo de la silla que estaba frente a ella, trató de mirarla con más tranquilidad.

– El señor Hutton me preguntó qué me pasó; usted me pregunta qué me pasa ahora… Lo que yo me pregunto es qué pasará.

En ese momento, el ruido de un motor lejano antecedió a la aparición casi inmediata de un pequeño avión blanco de dos motores que asomó muy alto todavía por encima de un bosque de pinos.

– No va a pasar nada -dijo ella sonriente, señalándolo-. Los socios que consigue Willy son todos así: voladores, hacen mucho ruido al principio, después empiezan a dar vueltas y al final, ahí quedan.

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