Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos: краткое содержание, описание и аннотация

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– Suspendamos el torneo de preguntas y respuestas -la alivió él-. No espere que le pregunte nada sobre el pasado: en líneas generales, lo sé todo. Bah, lo que es público y sabido: cómo se quedó sola de chica, la enfermedad; no hablaré más, si no quiere…

Ella no lo miraba. Tenía la cabeza apoyada en el vidrio.

– Hay algo que me tiene totalmente perturbada desde hace una semana y que tal vez no tenga sentido que se lo diga a usted, que no sé quién es -quedó unos instantes en silencio.

– ¿Qué le pasa?

– Alguien me ha estado llamando por teléfono y dice que es… mi padre.

– Pero Juan Ludueña murió.

– Sí… -ella se volvió bruscamente-. ¿Y si no murió? Yo he oído alguna vez versiones sobre eso. Pero estuve siempre aislada, escondida.

– No tiene mucho sentido, María Eva -Etchenike deseaba en ese momento sólo aliviarla, ahuyentar el dolor que subía-. Alguien la quiere perturbar… En esta situación, además.

– ¿Usted me ayudaría?

– ¿A qué?

– A averiguar si es cierto.

– ¿Por qué yo?

– Usted se dedica a estas cosas: es un investigador privado, me dijo Willy.

Etchenike sintió que estaba todo mezclado: ahora, una cuestión nueva.

– No entiendo: hasta hace unos kilómetros yo era un hijo de puta sospechoso de alcahuetería y ahora soy alguien a quien puede confiarle algo tan privado.

– Yo le creo. Necesito creerle a alguien.

– Créale a él.

El dedo de Etchenike señaló hacia adelante, hacia el camino.

De frente, a toda velocidad en el sombreado sendero sinuoso, venía el Volkswagen rojo descapotado que los dos reconocieron al instante. El conductor tuvo tiempo de verlos al aminorar en la curva, pero aceleró al pasar junto a ellos. Coria ni se dio vuelta, ni giró la cabeza. Quedó el polvo suspendido.

María Eva estaba otra vez paralizada.

– ¿Vamos? -dijo Etchenike después de un momento.

– Vamos. Lo dejo en Playa Bonita y sigo viaje.

No hablaron más. Ella respiraba agitadamente y él tenía un torbellino en la cabeza. Entraron al pueblo y ella no preguntó. Se detuvo finalmente en la esquina del motel Los Pinos, sacó una tarjeta de la cartera y escribió una dirección y un teléfono de Mar del Plata.

– Véame -dijo extendiéndosela-. Y no deje que me hagan mal, por favor.

– Claro que no -dijo el veterano.

Se bajó en la explanada y la vio girar en redondo, volver por donde habían llegado. Manejaba como quien sabe a dónde va… Un Volkswagen rojo iba dejando una estela de polvo cada vez más oscura y lejana en la noche que se venía.

25. Nada que ver

Una vez más se arrimó sin demasiada fe a la habitación número 15. Golpeó y no había nadie pero las cortinas estaban corridas, prolijas, no se podía ver el interior. Sintió que una de sus actividades usuales durante estos días había sido mirar a través de ventanas cerradas, entreabrir cortinas, pegar la nariz contra el vidrio de intimidades sospechosas. Toda una miserable especialidad.

– Señor…

La mucama. La misma mucama. Salía de la habitación que Etchenike había visto ocuparse la noche anterior desde su puesto de observación. Pero hacía mucho tiempo de eso.

– Hola ¿se acuerda de mí? Vengo a buscar los pantalones -dijo señalando las cortinas cerradas.

– Ah, sí.

– ¿Ya arregló la habitación?

– Sí.

– ¿Tendió las camas?

– Sí.

– ¿Estaba seco mi pantalón?

– ¿Eh?

Ella estaba a punto de entrar en pánico. Nada tenía que ver su actitud con la trivialidad de la conversación. Tal vez sí con el ojo amoratado que recién en ese momento, al mirarla de cerca, Etchenike advirtió.

– ¿Qué le pasó?

Ahora fue ella quien lo señaló en silencio, le mostró los estragos que había en su propio rostro.

– A mí me la dieron. ¿A usted también? -dijo Etchenike.

– Váyase.

– ¿Dónde está el muchacho? ¿Lo vio hoy?

Ella empezó a caminar hacia la administración. Etchenike estiró el brazo y la retuvo.

– Me va a ayudar…

– No puedo. ¿Qué quiere que haga?

– Dígame si lo vio, quién estuvo, cuándo…

– Es policía.

– No. Soy amigo y tengo miedo por él. Le puede haber pasado algo.

Ella se sorprendió menos de lo esperado:

– Anduvieron revolviendo. Seguro que le robaron todo.

– Esos datos necesito: lo que vio.

– Tengo miedo. Váyase.

– ¡Amanda!

El grito la hizo volverse, revolear el pelo negro. El morocho enrulado del turno de la noche estaba en medio de la explanada, venía del centro y la encontraba charlando a esa hora y con la limpieza sin terminar.

– ¡Amanda! -y el tipo se aproximó.

– ¡Voy!

La mucama echó una mirada despavorida a Etchenike y caminó hacia el hombre, en el otro extremo del motel.

– Tranquila… -el veterano buscó las palabras, tardó un poco más-. No va a pasar nada…

Pero no estuvo seguro de que lo hubiese oído. Por el contrario, ella corrió más rápido, se alejó, pasó junto al morocho y entró en la administración.

El hombre se acercó lentamente pero no sereno. Tenso, como ante una presa.

– ¿Qué carajo quiere ahora? -dijo diplomático.

– Ando buscando un papel.

– ¿Un papel? -el morocho se arrimó aún más echando mano a la cintura, mostrando dientes; casi sonreía-. ¿Es para dejar otro mensaje?

– No. Es para limpiarme el culo -Etchenike hizo el gesto-. Porque te voy a cagar… a trompadas.

Y en la pausa entre las últimas palabras sacó un derechazo corto y rápido al estómago que el otro recibió con un quejido. Antes de que se fuera al piso lo había levantado con un golpe de rodilla en la boca y al enderezarlo lo recibió, ahora sí, con otra derecha plena que le reventó la mandíbula.

El morocho se desparramó, golpeó la cabeza contra el cemento y quedó quieto allí.

Etchenike lo dio vuelta, metió la mano bajo el saco y lo desarmó. Una pesada cuarenta y cinco reglamentaria cambió de dueño. Por fin le tocaba ganar a él. Se calzó la pistola, fue hasta la administración desierta y llamó dos o tres veces infructuosamente a Amanda. No estaba ya.

Mientras volvía hacia el centro de Playa Bonita se acariciaba los nudillos y silbaba Moritat. Mal, pero silbaba.

Los volantes amarillos se hamacaban antes de caer dispersos sobre la avenida. Etchenike recogió uno al vuelo mientras la camioneta, media cuadra más allá, anunciaba una vez más que Eliseo Mojarrita Gómez intentaría esa misma noche, “a partir de las veintiuna treinta horas en el natatorio del Club El Trinquete, batir el récord mundial de permanencia en el agua en posesión del alemán Karl Burger”, etcétera. El volante era el mismo del sábado pasado, sólo que una mano rápida y desprolija había cambiado la fecha de iniciación del intento que se realizaría “en el marco de una Gran Fiesta Acuática” que el veterano no llegaba a imaginarse demasiado.

Tampoco se imaginaba tomando el ómnibus de regreso. Tenía la sensación de que estaba en el comienzo de algo. Todo no había sido más que el estirado prólogo para lo que se venía. Y él se iría. O no se iría.

Todavía acariciándose la mano dolorida y como si llegara de muy lejos a una residencia extranjera, entró al comedor del Hotel Veraneo. Era temprano y no había gente cenando; ningún ómnibus entraba o salía en ese momento de Playa Bonita. Sólo Gustavo leía el “D’Artagnan” acodado al mostrador, las piernas cruzadas y apoyadas en el travesaño alto de su banco.

– Un café y el informe -dijo el veterano sacándole el birrete por sorpresa.

El pibe no dijo una palabra. Fue hasta la máquina y empezó a preparar el express.

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