Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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– Fui tres veces… -dijo conteniendo la objeción de Etchenike-. Pero muy disimulado. Siempre igual, la habitación 15: cerrada y con las cortinas así.

Gustavo hizo un gesto de arrimar las dos palmas verticales por el canto.

– Un gordo podrido me echó, la tercera vez…

Etchenike sonrió; seguía masajeándose mecánicamente los nudillos.

– ¿Necesita lo que me…? -dijo el pibe poniendo el pocillo frente a él.

– No. Ya te voy a avisar.

– También lo llamaron por teléfono -miró en el papel donde tenía anotado-. El señor García y el señor Silguero. Dicen que los llame a los dos.

Etchenike le puso el birrete:

– Gracias, Gustavo.

– Después llamó uno para saber en qué habitación estaba… Hace un rato.

– ¿Te dijo quién era? -y el veterano ya estaba alerta.

– No. Le dije y colgó. ¿Hice mal?

No se tomó el trabajo de contestarle:

– ¿El hotel tiene alguna otra entrada?

– La del fondo, que da a la otra calle…

– Dame mi llave.

En el apuro dejó tambaleando el taburete y subió la escalera en cuatro saltos. Al llegar al rellano se detuvo. La luz estaba apagada. Tanteó la pared buscando el interruptor. Encendió.

Inmediatamente se retrajo, agazapado, y sacó la pistola. Desde allí podía ver la puerta de su habitación en el extremo del pasillo. Estaba entornada. Una mancha, un líquido oscuro se había deslizado por debajo de la puerta y brillaba en el piso de baldosas.

Etchenike comprobó el cargador de la cuarenta y cinco. Estaba completo. Junto con el ruido metálico que hizo la pistola al reponerla a su lugar sintió otro roce, a su lado. Gustavo había subido la escalera tras él.

– Andá para allá, mocoso… -susurró y le tiró una patada como quien espanta a un gato.

Se inclinó y corrió en puntas de pie hasta ponerse al lado de la puerta, pegado a la pared. La luz del pasillo se apagó. La única claridad, por algunos momentos, fue la que provenía del interior de su habitación a través de la ranura que se abría y se cerraba con el leve movimiento de la puerta, hamacada por la suave brisa que entraría por la ventana abierta. No se oía un solo ruido.

– No es sangre. Es café.

La vocecita de Gustavo asomó de la penumbra en el extremo de la escalera.

– Ya sé -mintió Etchenike con voz inaudible y extremo fastidio.

Tomó impulso y de una vigorosa patada hizo volar la puerta. Saltó y quedó adentro interrogando el aire desordenado con la punta de la pistola.

Nada se movía. Rizzo estaba tendido boca abajo entre el baño y la habitación, el torso desnudo y los pantalones bajos a la altura de las rodillas. Había una mancha de sangre junto a su cabeza y mucho olor a mierda y a café barato mezclados en el aire. Los dos termos del muchacho habían caído junto a la silla también derrumbada. Uno se había roto y el charco llegaba hasta el pasillo.

Etchenike se inclinó sobre el cafetero. Sólo estaba desmayado: tenía un duro golpe poco más arriba de la nuca. Un golpe profesional.

Gustavo apareció en la puerta de la habitación y Etchenike le pidió que lo ayudara con el herido. Entonces apretó el botón del inodoro, terminó de alzarle los pantalones y lo sentó, apoyado en la pared, bajo la ducha.

– Cuidalo un momento -dijo-. Va a reaccionar enseguida.

La habitación había sido revuelta minuciosamente. Como si un pequeño temblor se hubiese ensañado con ella: nada estaba en su lugar, nada quedaba por desacomodar. El contenido de los cajones de las dos mesas de luz había sido volcado sobre la cama y las puertas del ropero estaban violentadas. Allí fue directamente Etchenike.

Con un odio oscuro pero sin sorpresas, comprobó que lo único que faltaba era el elegante bolso negro con la Konica tan recomendada. Alguien en Playa Bonita había comenzado a dedicarse a la fotografía o a algo por el estilo. Pero no era precisamente el estilo lo que le gustaba del asunto.

– No lo vi. No sé.

Rizzo sacudió la cabeza y echó agua a su alrededor como un perro.

– Estaba en el baño cuando sentí ruido. Creí que era usted. Me asomé y no vi a nadie pero estaba la puerta abierta. Es lo último que recuerdo.

– ¿Le duele?

– No mucho -miró a Etchenike, lo vio tan vapuleado como él-. ¿Qué pasó? ¿Quiénes son, jefe? ¿Vinieron a afanar? ¿A mí?

– Se llevaron una cámara de fotos. Ahora voy a hacer la denuncia.

Rizzo estaba tendido sobre la colcha, Etchenike sentado a su lado y Gustavo a los pies de la cama. El señor Fumetto, en la puerta, contenía a otros huéspedes.

– Perdoná, pibe -dijo el veterano-. Vos no tenés nada qué ver.

Y mientras salía y pedía por favor que no tocaran nada pensó que él tampoco tenía nada que ver. O que ya no quería ver nada más.

26. Según Mc Coy

El teléfono sonó largamente. Era una campanilla aguda, como un viejo timbre de bicicleta que permitía imaginarse un aparato sólido, antiguo y pesado resonando en la amplitud del comedor largo y alto de la estancia, rodeado de muebles oscuros, tapices que lo asordinaran.

– Hola -dijo finalmente una voz que Etchenike reconoció.

– Hola, ¿Willy Hutton?

– Sí.

– Le habla Etchenike. Quería avisarle que perdí el ómnibus. No puedo irme ahora.

El otro rió con ganas.

– Pues tome el próximo.

– Lo voy a perder también. Y el otro, y el otro…

Se hizo un silencio en la línea.

– No juegue con esto. No es lo que acordamos.

– No me acuerdo del acuerdo. Y tengo problemas: no me gusta viajar solo. Estoy esperando que aparezca mi compañero de viaje.

– Debe haberse ido. No joda.

– No jodo: va en serio, Hutton -la mirada de Etchenike atravesó la calle, la agitación en el edificio de enfrente-. Acabo de cruzarme desde el destacamento policial para hablarle. Fui a hacer varias denuncias.

– ¿Qué denuncias?

– El robo de mi arma, la que tiene usted… -hizo una pausa-. El robo de dos cámaras fotográficas: la de Algarañaz y la mía.

– ¿La suya? -y la exclamación sonó sincera.

Etchenike no le hizo caso.

– Entraron a robar en mi habitación, golpearon a un muchacho -la ira del veterano apenas si se contenía-. ¿Usted qué haría? Me lo encontré sangrando en el suelo… ¿Tendría que haberlo sacrificado? Como el pony, digo…

Willy Hutton no contestó.

– ¿Leyó la novela de Horace Mc Coy? -se obstinó Etchenike.

– ¿De qué me está hablando?

– De nada, de nada… -frente a la oficina de Entel pasaba una vez más la camioneta anunciando a Mojarrita Gómez-. Sólo quería avisarle que no me voy. Tengo mucho que hacer, cumplir con los amigos y con los otros.

– Lo va a pagar caro.

– Cuánto, ¿mil dólares? Los tengo en el bolsillo, a su disposición. Contraentrega de las cámaras y de los revólveres. Pero acá, no en Mar del Plata ni en Buenos Aires.

– No se confunda conmigo, botón… -Willy pasaba de la aclaración a la amenaza-. No tengo nada que ver con muchas de las cosas que habla.

– Yo creía que tampoco. Pero ya ve…

Del otro lado sólo se oyó por un momento la respiración agitada de un hombre que pensaba aceleradamente.

– Buenas noches. Y venga por los verdes… -concluyó Etchenike.

Hutton no contestó.

El sonido hueco del auricular colgado dejó la línea vacía y tensa. El veterano también colgó y quedó un momento pensativo.

Tony y Silguero podían esperar. Ya había decidido quedarse y no tenía ganas de contestar preguntas sobre su salud ni de escuchar más reclamos o indicaciones sobre adónde debía dirigirse. Eso ya lo sabía, lo sentía claramente: el Mojarrita Gómez estaba esperando un escribano prestigioso que le avalara sus payasadas.

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