Juan Sasturain - Arena en los zapatos

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Arena en los zapatos, novela ejemplar en la que Etchenike advierte algunos de los beneficios del caos o, para decirlo con moderación, del desorden, es una novela asombrosa. Bajo el peso y el paso del “veterano”, la gran ciudad esta vez se disuelve, se retira hacia confines de mar, una playa sola al filo del otoño donde todo parece convertirse en otra cosa manipulada por el tiempo. Entre otras, en una ficción que juega con los tableros de la memoria y la sospecha simultáneamente. Esto, claro, juega a favor del hombre que cada día debe luchar a puño limpio con el desánimo para restablecer un sistema de prioridades que el narrador nunca pierde de vista. Publicada por primera vez a fines de los ochenta, Arena en los zapatos ha adquirido un nuevo sabor, mejorado con los años, como un buen vino. A su genial y demorada intriga, a su ritmo exacto, debe agregársele la perspectiva y el tamaño que el personaje de Sasturain tomó: leyenda invulnerable, genio y figura de un argentino de bien obligado generalmente a mantenerse al margen de la ley. Una obra maestra.

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Pero no era eso lo que hizo que Etchenike le prestara atención, se parara para mirar mejor: unos pasos atrás, pesado y fácilmente sudoroso, el saco al hombro y la renguera sutil -casi intimidatoria, la había sentido alguna vez- venía hacia él y desde lejos el sonriente e inesperado Negro Sayago.

28. Pegarle a alguien

Excesivo, antiguo, seguro de su efecto paralizador, duro y torpe, apoyado en su propio cuerpo como en una horma de hueso y grasa, como un farol de esquina de tango, ruidoso pero tímido al fin, cauto aunque sin red ni otra expectativa del tiempo o de la vida que esa noche bajo las frías estrellas, el Negro Sayago era casi su propia caricatura. Se figuraba a sí mismo de vacaciones: sombrerito tirolés de paja con ala angosta y cinta amarilla, remera a rayas horizontales verdes y blancas, livianos pantalones celestes y los mismos zapatos negros acordonados que acompañaban su traje gris en otoño, o el sobretodo universal. Eso, y un bolso de tela rojinegro pendiente de la derecha.

Agitó el brazo y saludó amplio. Etchenike, al responder, recordó el comienzo de Adiós, muñeca, se imaginó a Chandler describiendo al grandote Moose, se lo hizo vestido para ir a la playa de Malibú u otra costa californiana equivalente. Le pensó a Moose un obvio pasado de boxeador, alguna herida reciente no del todo curada por el apuro y los imperativos de la acción y la amistad. Lo pensó un poco más viejo, un poco menos ingenuo. Entonces sí lo tuvo, arquetípico, ocupando muy bien su lugar, con mucho espacio en esa historia a la que se sumaba de prepo y por el margen. Marginal de marginales, el Negro Sayago caía a esa noche como una carta esperada sobre el tapete.

– Mi comodín… ¡El Joker! -dijo Etchenike y se puso de pie.

Por toda respuesta el grandote echó una risotada y revoleó el bolso.

– ¿Qué hacés acá? -insistió el veterano.

El ex boxeador peso pesado, el ex guardaespaldas, el ex antagonista de Etchenike por las calles de Buenos Aires, terminó de dar toda la vuelta a la pileta para estrujarlo en un abrazo.

– ¿Qué pasa? -dijo el veterano desenredándose.

Por un momento Sayago postergó la respuesta. Le miró la cara, las curitas, tomó distancia de ese panorama desalentador. Se apartó.

– ¿A quien hay que pegarle? -dijo dando un paso atrás, mirando alrededor.

Era su saludo.

Etchenike paseó la mirada y no vio a nadie que hubiera que castigar.

Al menos por el momento.

– Él es Mojarrita Gómez -dijo en cambio, señalando a espaldas del Negro.

Sayago se volvió y tardó en localizarlo.

– En el agua… -dijo Etchenike.

Se saludaron, apenas cruzaron cautos buenas noches. Los presentó recíprocamente como sus amigos. Quedaron cortados.

– ¿No quiere salir? -invitó Sayago estirando la mano hacia el nadador.

– ¡No! ¡No! -gritó Mojarrita retrayéndose.

– ¿No qué?

– No me puede tocar -las manos salieron sobre la superficie del agua, se agitaron brevemente-. Explíquele el reglamento, Julio…

Etchenike dijo brevemente en qué consistía la prueba. Sayago sonreía, agitaba la cabeza, pensaba y decía por lo bajo que Mojarrita estaba loco.

– Cuando usted diga, lo saco. De un tirón así, lo saco del agua… -y amenazaba el tirón, como un remolcador, un forzudo de circo.

Gómez hizo una venia dificultosa. El Negro se volvió hacia Etchenike.

– ¿Éste es el que nadaba con Abertondo, Camarero y todos ésos?

– Lo conozco. De las eliminatorias para un Panamericano, en Rosario.

– Mejor no se lo digas. No tiene que hablar; se agita.

El Negro se sentó junto a Etchenike, levantó la botella vacía.

– Hace falta otra cerveza. Tengo mucho que contar.

– ¿Comiste?

– El pibe del hotel, el que dice que es amigo tuyo, me preparó algo. Me avisó que estabas acá.

Sayago dejó el bolso y el sombrerito junto a la mesa y fue a buscar la bebida. En el camino amagó unos pasos de cumbia ante una gorda que esperaba sentada desde hacía décadas en una mesa del baile.

– ¿Qué hace? ¿Quién es su amigo?

Era Mojarrita, a los gritos desde el agua.

– Me ayuda a mí. Fue boxeador: el Negro Sayago.

– Ah. Me parecía… -el nadador aspiró profundamente y agitó la cabeza como para alejar el sueño-. Lo conozco. Cuando vuelva le voy a preguntar: él fue compañero de delegación de Ludueña en los Panamericanos, un muchacho de Mar del Plata.

El apellido resonó en algún lugar.

– ¿Ludueña?

– Un mediano muy bueno como amateur. Sayago lo tiene que conocer bien.

Pero el Negro ya volvía con la cerveza y tres vasos. Sonaban en sus manos.

– Milonga y circo… ¿A quién se le ocurrió? -levantó la botella-. ¿Va a tomar, Gómez?

– No es circo -el nadador se dejó hundir como para probar algo; emergió, resopló-. Pero si el comisario deportivo autoriza…

Etchenike hizo un gesto de amplia autorización.

Bebieron. Dentro y fuera de la pileta, dentro y fuera de los reglamentos. Antes de que Etchenike pudiera enterarse de qué era todo lo que Sayago tenía para contarle de Sergio Algañaraz y de la conexión entre Silguero y Romero, que le adelantó como primicia, tuvo que asistir al balance de recuerdos y amigos comunes entre los dos viejos deportistas.

Apelando a quién sabe qué recurso reglamentario y al cómodo borde de la pileta, Mojarrita escuchaba la campaña zonal de Sayago, buscaban fechas y amigos comunes.

– Habré peleado cuatro veces en el Estadio Bristol -recordaba el boxeador-. Era la buena tanda de los medianos: Selpa, Sacco, Cuevas, Yanni… En esa época vos corriste la Miramar-Mar del Plata.

– ¿Quién era Ludueña? -y ahora fue Etchenike el que se cruzó.

– Ya le dije… -se fastidió Mojarrita.

– ¿Qué tiene que ver con el Ludueña que vino al Hotel Atlantic?

– Era hermano. El que se casó con la Virginia Hutton era Juan; el boxeador, Raúl.

– Lo cagaron -dijo el Negro y fue un juicio, casi el conteo del knock out-. Era peronista, como Juan, y lo agarró la revolución del ‘55 cuando iba a ir a Estados Unidos; lo llevaba la misma gente que había tenido a Alexis Miteff y al zurdo Lausse. Tenía nada más que tres o cuatro peleas pero era un crack. Lo echaron del laburo en la municipalidad, estuvo preso, después se mató el hermano y él desapareció del boxeo. No lo programaron nunca más.

– Pero vive en Mar del Plata -anotó Mojarrita-. Es entrenador en el Club Peñarol. Lo he visto ahí un montón de veces.

Etchenike estuvo a punto de seguir preguntando en esa dirección pero una ráfaga un poco más fuerte que las que habían empezado a rizar el agua y a hacer parpadear las lamparitas lo distrajo. La música también se conmovió, como hamacándose en el aire removido.

– ¿Por qué no la cortan con el baile, echamos a la gente y éste puede salir un rato? Total, todo el mundo sabe que esto es un curro y ya a esta hora no entra ni un mango.

La lógica de Sayago, sentado en el borde de la pileta, dolorido y cansado, contrastó con el énfasis casi místico que supo invocar el raidista:

– Vayan ustedes, si quieren… Una vez que estoy en esto, del agua no salgo. Me sacan.

– Te vemos en un rato, entonces -dijo Etchenike.

Actualizó la planilla, puso en hora el reloj y negoció con el vasco y el morocho de los discos el relevo a partir de las siete.

– Vamos, Negro -dijo-. Para algo habrás venido.

Y sentados en la última mesa del baile que ahora sí languidecía ante el último peligro de tormenta, Sayago y Etchenike se contaron los dos últimos días de su vida. Valían la pena. No sabían cuánto.

– ¿A quién hay que pegarle?

Ésa fue la primera, la reiterada cuestión fundadora. El motivo del viaje justiciero.

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