– Deja de recordarme todo aquello -dice, sin abrir los ojos-. Me estoy poniendo malo…
– Te aseguro que casi me estás invitando a sospechar que allí no había nadie más que tú -le ataco con sorprendente temeridad-, tú, golpeándoles en la oscuridad con la piedra y, esperando en la arena, las cadenas y candados de que te habías provisto: y, sobre la marcha, de criminal se te ocurrió convertirte en falso salvador y así realizar una operación redonda y convencido de que, a tu regreso con los Zalla padre e hijo, la marea habría subido lo suficiente para encontrar ahogados a los dos infelices; tú serías el más asombrado por encontrar a Eladio aún con vida.
– ¿Qué me estás diciendo, Sancho Bordaberri, qué me estás diciendo?
Se encoge, apretándose el estómago con ambas manos y acaba vomitando sobre las pequeñas peñas. Respiro hondo: ¿habrían llegado a tanto Spade y Marlowe? Desciendo de la peña y sostengo a Lucio Etxe hasta incorporarlo y conducirlo a la arena y sentarlo, mientras limpio su boca con mi pañuelo. A través de mis manos y brazos me ha llegado la profunda orfandad de los Etxe.
– Son dardos que se disparan en las investigaciones sin que se crea mucho en ellos -le consuelo-. Son cosas de mi profesión, nada personal.
– Banquete para los carramarros -murmura Lucio Etxe señalando su vertido amarillento.
– Sólo algo más -le pido-. Llegas a la peña y te pones a tirar de los dos cabos… ¿Por qué de los dos si estaba claro que Leonardo ya estaba fuera de toda ayuda?
– ¿Crees que los nervios me dejaban pensar?
– Y entonces Eladio te grita que dejes de tirar…, él ya lo habría hecho inútilmente…, y vayas en busca de los herreros. ¿Es así? -Lucio Etxe asiente con la cabeza-. Y cuando llega Antimo, asierra uno de los cabos…
– Aserró el collar que tenía Eladio alrededor del cuello.
– ¿Por qué no eligió el de Leonardo?
– ¡No lo sé!
– Y luego, ¿quién tiró de Eladio hacia arriba y quién de Leonardo? Allí estabais tres…
– ¡Por Dios, basta ya! Quiero marcharme a casa.
– Espera, es importante… Pues si allí estaba el asesino…, quiero decir, si era uno de vosotros tres…, habría sacado primero al muerto, dando tiempo a la mar de terminar con el medio vivo. Considero fundamental conocer qué manos tiraron de quién.
– ¡Estás loco! -exclama Lucio Etxe con sus últimas fuerzas-. ¿Cómo me dijiste que se llama esto que haces?
– Investigar. Soy investigador privado.
– ¡Pues eres un investigador de mierda!
Y escupe con asco los últimos restos subidos de su estómago.
Charla de principales
Son las siete. Esta librería jamás se ha abierto tan temprano, sólo me ve algún trabajador que se encamina con sueño a la estación de Algorta. Pero yo no tengo sueño, mi sangre está tan despierta como un torrente de montaña.
Si no enciendo las luces no es porque sea septiembre y la primera claridad del día se filtre al interior, sino por evitar el ruido de la luz. Voy directo hasta el fondo y me siento a la mesita; al pasar ante los lomos de Raymond Chandler y Dashiell Hammett les dirijo un hola de hermandad. Me he sentado apretando las rodillas una contra otra y cruzado de brazos contra el pecho por apaciguar mi marejada interior. Ni siquiera me permito un recuento de mis primeros pasos como investigador. Pero me rindo al peso de mis párpados…
De pronto, la voz de Koldobike hace saltar todos los resortes:
– ¿Cómo te han ido las cosas en la playa?
– ¿Cosas? ¡No hay cosas, sólo hay novela!… ¿Cómo sabes que estuve en la playa?
– Llevas encima un carro de arena.
– He asaltado a Lucio Etxe y a su hijo en su ritual diario. Ya saben quién es Samuel Esparta. No es poco. Lucio ha vertido sobre mí un chorro de viejos recuerdos. Yo preguntaba y él no sólo respondía sino que me regalaba líneas de investigación bloqueadas desde hacía diez años. Ha sido realismo puro, la imaginación ha quedado al margen. ¡La novela se está escribiendo sola!
– El Etxe ya se lo estará contando a alguien y la bola empieza a rodar… y prepárate cuando llegue al asesino fantasma que tú aún no conoces y él a ti sí.
Comprendo que no vibre conmigo -desconoce el placer de un texto largamente perseguido-, aunque no deja de dolerme su causticidad, que es algo así como su segunda piel.
La veo moverse con determinación hacia la puerta, levantar con ambas manos un objeto alargado y, al parecer, de poco peso, y regresar con él. Un biombo desplegado de tres cuerpos surge de la nada para proteger mi mesa por dos lados.
– La oficina de Sam Esparta… Lo tenía en casa, en el cuarto de los trastos.
No sé qué responder a ama cuando me dice: -Te he oído salir más pronto que nunca esta mañana y ahora llegas con el traje. ¿Se puede saber adónde has ido tan elegante a las cinco de la madrugada y con ese sombrero que tu abuelo se trajo de las Américas?
La curiosidad de mi hermana Elise por saberlo es mucho más lejana; mientras dispone los platos sobre la mesa de la cocina sólo me envía una fugaz mirada. Tiene dos años más que yo y es costurera a domicilio, aunque si ha de trabajar en casa, como hoy, pierde la comida incluida en el jornal. Contemplo su hermosa cabellera rubia; la de Koldobike es de color zanahoria. Algún día tendré que asombrar a mis dos mujeres con el viraje -intermitente- que he dado a mi vida; confío en que no sea a través de una notificación solemne sino de un deslizamiento imperceptible. Sam Spade y Philip Marlowe nunca tuvieron que dar explicaciones; simplemente, se mostraron como investigadores privados. Pero, claro, mi vida empezó antes que mi novela.
– Vuestro padre siempre me decía dónde había estado -dice ama-. A veces me lo decía antes de estar.
– Hoy se me ha ocurrido dar una vuelta por la playa. -Son las primeras palabras de un informe que deseo se vaya completando sin más palabras-. Estaban los Etxe y hemos hablado.
– Charla de principales. Ésos sólo saben hablar con los carramarros -dice ama.
– Cámbiate antes de sentarte -dice Elise.
Claro. En mi cuarto me desprendo de la chaqueta por primera vez en diez horas; y chaqueta, corbata, camisa, pantalón y sombrero van cayendo sobre la cama. ¿Existe Samuel Esparta fuera de este disfraz?
«Tranquilo, no has hecho más que empezar, incluso Koldobike parece que ha dado su parabién a tu nueva entidad.» Permanecí sentado tras el biombo no menos de una hora; Koldobike sabe respetar mis transiciones. Luego la llamé y le dije: «Siéntate, nena», y ella trasladó la tercera silla de la librería a la oficina y se sentó al otro lado de la mesa esgrimiendo el bloc y el lapicero. Es tan buena lectora de nuestra Sección que me envió: «Cuando quieras, jefe». Le pedí que enfundara el lapicero; expresiones así son parte de mi construcción.
– He sabido presionar a Lucio Etxe. Siento haberle obligado a revivir aquella madrugada, pero ¿y si era él quien jugaba conmigo?
– Es lo que pasa cuando los personajes de tu novela no son tuyos.
– Siento mío a Lucio Etxe. Y lo mismo a los que vengan.
– Todos vendrán de fuera, y los de antes te salían de dentro. Prepárate para las martingalas de tanto extraño. Y uno de ellos te atará a la argolla de Félix Apraiz como te descuides.
Le conté, punto por punto, el encuentro en la playa y ella escuchó en silencio, entregada.
– Cinco sospechosos -rematé-: Lucio Etxe, su hijo Inocencio Etxe, Antimo Zalla, Tomasón Zalla y el rostro que vio Lucio.
– Falta un sospechoso. -Alzó la mano para atusarse los rizos en un gesto habitual con el que teatralizaba indiferencia-. Tú.
– ¿El narrador el asesino? No sería original. Ya lo hizo Agatha Christie…
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