Es posible que no hubiera decisión, que las manos temblorosas del herrero tomaran impulsivamente un eslabón de Eladio. La tensión y el impedimento de las olas hicieron que se quebraran cinco hojas (las apuestas se cruzaron también sobre cuatro o seis), sustituidas por otras de repuesto en un tiempo interminable. Luego, entre Antimo, su hijo Tomasón y Etxe trasladaron a Eladio a lugar seco en la playa y soplaron en su boca por turnos. Hasta que el joven Tomasón regresó a la peña y recordó a gritos a los otros dos que aún quedaba el segundo, al que, una vez liberado de las cadenas, lo rescataron de su fosa líquida y lo dejaron junto a su hermano. Contaría Etxe que tanto él como los dos herreros no podían dejar de mirar al muerto Leonardo, que ya no tenía remedio, mientras el Eladio vivo seguía echando escupitajos de mar por la boca. También contó Etxe que cuando Eladio pudo incorporarse y mirar a su hermano, en sus ojos había más lágrimas que agua. Se abalanzó sobre él y quiso resucitarlo a sacudidas…
No estoy escribiendo en un papel, simplemente lo hago en mi cabeza. Pero estoy escribiendo, que nadie lo dude. Y lo que leo me gusta… Siento un peso al extremo de mi brazo, bajo la vista y es el paquete con mi, sí, novelucha, escrita sobre papel con mi Underwood. ¿Será sólo fantasía lo que creo estar escribiendo de este modo? Dicen que la prueba de fuego de la escritura es su plasmación en el papel, y lo único que tengo en papel es la novelucha. Lo que tengo ahora en la cabeza quizá sea sólo un delirio que se esfume si cometo el error de pasarlo a papel. Si es así, las leyes de la escritura me dicen que no debo escribir nada. Sin embargo, lo que tengo ya escrito (¿tengo algo realmente?) está compuesto de palabras, y una palabra siempre será una palabra, tanto escrita en un sitio como en otro, de modo que debo averiguar por qué las palabras que zumban dentro de mí suenan mejor. ¿Acaso no son las mismas de siempre?… Me arrastra tanto ese episodio de hace diez años que olvido lo que llevo en la mano…
Las cuatro figuras permanecieron junto al ahogado hasta que la ascendente mar los echó de allí y depositaron el cuerpo más arriba de la playa. Entonces, Antimo mormojeó que debían avisar a las autoridades, y allá se fue su hijo Tomasón. En la hora larga que tardó en regresar con el juez, el médico y los municipales, ni Etxe ni Eladio pudieron apartar sus miradas del rostro de yeso de Leonardo… Y allí concluyó el asunto, en cuanto a lo que ahora me interesa.
Las posteriores pesquisas policiales no dieron el menor resultado. La policía de Bilbao se personó en algunas viviendas para interrogar a sus habitantes, pero lo hizo sin ruido, y las familias contaron tan poco que el pueblo hubo de recurrir a las suposiciones. A los Apraiz los visitaron dos veces, cosa que a nadie extrañó por ser Félix el dueño de la argolla. Transcurrieron semanas y meses con escasísimas filtraciones, y con la llegada de la guerra se instaló el olvido. ¿Quién asesinó a Leonardo Altube? Ni siquiera se conoció el nombre de un solo sospechoso oficial. No obstante la escasa aceptación que tenían los gemelos entre nosotros, Getxo sintió dolor, no tanto por la brutal desaparición de uno como por la certidumbre de que alguien peor que ellos vivía entre nosotros.
Hasta aquí llega el relato que estoy escribiendo en mi cabeza. Pienso que es un buen relato. Mi competencia para emitir este veredicto emana de la dolorosa e irrevocable sentencia de detestables que aplico a mis dieciséis novelas anteriores. Y quien esgrime con semejante valor una objetividad tan suicida demuestra tener clarividencia.
Este buen comienzo de novela de misterio merecería una continuación. Por desgracia, la fuente se ha secado bruscamente, mis recuerdos no dan para más. Pero ¿por qué culpar a los recuerdos si nada más ocurrió entonces?
Un año después, vino la guerra y todo se dispersó. Pero a lo largo de ese año ocurrirían cosas, esos doce meses pudieron contener una realidad vinculada a este crimen; supongo que si no pasaron al pueblo no merecerían ser conocidas.
Estamos en 1945, han transcurrido, pues, diez años. ¿Qué piensa hoy Félix Apraiz de aquel asunto? ¿Y Lucio Etxe? ¿Y Eladio Altube, el gemelo superviviente? ¿Y sus padres, Roque Altube y Madia o Magda? ¿Y Cenobia, Anastasi, Pelayo, Aurelio, hermanos de los gemelos? ¿Y el magnate Efrén Bascardo, para quien trabajaron de jovencitos Eladio y Leonardo y al que robaron descaradamente en lo que Getxo calificó de aprendizaje de sus trapacerías y socaliñas posteriores? ¿Y don Manuel, el maestro que los tuvo en su escuela? Y tantos más, el pueblo entero, los que pisen la playa de vez en cuando para darse un baño o pescar y se fijen, como yo, en la argolla de esa peña y acaso recuerden, también como yo, y les recorra la piel un pequeño escalofrío al pensar en el vecino que mató y seguirá entre nosotros… Todas las historias necesitan un final y ésta no lo tiene.
Para final, el que voy a dar al atadijo que llevo en la mano. «¡Lo que no vale, guardabajo por la Galea!» -como decimos en Getxo-, grito, incluso haciendo girar mi brazo como un molino para arrojar este subproducto a la mar lo más lejos posible. Y allá va, describiendo una elipse y siendo tragado con un chop sordo.
Me siento en la arena. Y ahora ¿qué? Acabo de cerrar una etapa y lo menos que me debe el destino son unos gramos de sosiego antes de empezar a pensar en otra cosa. Y, sí, consigo cerrar los ojos para no ver la peña e imaginar su argolla, en la que ya adivino las dentelladas del óxido… ¿Cuántos años duró mi chifladura? Mi primer engendro data de 1939: seis años, pues. ¡Años tan felices como perdidos! Ama se alegrará de mi regreso a la realidad. «Sí, mejor si atiendes la librería que te da de comer», me dirá. Mi hermana me enviará su silenciosa comprensión. Koldobike moverá la cabeza: «Caíste del burro».
Abandono la playa con el melancólico recuerdo del maldito atadijo que acaba de viajar por el aire camino de su imposible purificación azul.
La librería Beltza
Las campanadas de la iglesia de San Baskardo me devuelven al mundo. ¿Qué hago yo sentado en esta piedra del viejo Molino de La Galea? Koldobike ya habrá cerrado. Este pensamiento me pone en marcha. Veinte minutos después estoy ante la puerta acristalada de la librería y busco la llave en mis bolsillos. Mis dedos fracasan, empuño el picaporte y la puerta se abre con el clin-clon de la campanilla sobre mi cabeza. Recorro el local bajo la mirada de Koldobike y me siento a mi mesita del fondo. ¿Qué hace ella aquí todavía a esta hora?
– Acabo de vender por teléfono uno de Navarro Villoslada -la oigo. La tengo ante mí-. ¿Qué te pasa?
– ¿No comes hoy? -gruño.
– Sabía que te pasaba algo.
– Siempre crees que lo sabes todo.
– Tengo antenas.
Hay brío en su respuesta. Es un modo de hablar que hasta hoy no había advertido. Suena bien.
– Si supieses la verdad te enamorarías de mí -suelto de pronto. Sostengo bien el momento, su mirada. Koldobike se ha quedado de una pieza. Es una muchacha alta, desgarbada, con una fronda de rizos color zanahoria en su cumbre. Puede decirse que cuando monté la librería, hace cinco años, ella ya estaba dentro.
No se venden muchos libros en Getxo, aunque la misma suerte corren zapatos, camisas y pantalones: mucha gente no ha perdido el hábito de adquirirlos en Bilbao, aunque deba desplazarse trece kilómetros; Bilbao fue el huevo fundacional del comercio, y lo sigue siendo. Es una animosa ciudad llena de mostradores que ofrecen al cuerpo lo más primario para una felicidad elemental. Una clientela así no pide librerías, en su escala de valores los libros ocupan el lugar de los chicharros. Se lee poco y se escribe menos: sólo algún ilustrado firma opúsculos sobre viejos castillos y torres, estelas funerarias o banderizos como los Jaunsolo o los Garzea que ensangrentaron el país; temas que, aun siendo propios, no apasionan a mis laboriosos conciudadanos. Una única universidad de jesuitas que moldea alevines de las grandes familias, destinados a dirigir el gran comercio y la gran industria, no puede, ni menos se propone, crear un clima propicio a los libros. Sin embargo, yo he abierto una librería en el corazón de Getxo. El tío Anselmo, hermano de ama, hubo de echar a la calle a los inquilinos ilustrados de un piso que tiene en Las Arenas y que llevaban dos años sin pagar el alquiler. Mi tío les obligó a dejar los muebles, incluidos cuatro baúles llenos de algo muy pesado. Cuantos interesados pasaron luego por el piso a comprar alguno de esos muebles, levantaban las tapas de los cuatro baúles, descubrían su contenido, las bajaban y seguían con los otros bultos. Sólo quedaron sin vender los cuatro baúles. «¿Qué hay dentro?», preguntó ama a su hermano cuando éste le propuso traerlos a nuestro desván. «Papelotes», contestó mi tío. Dos hombres los transportaron en un carro y los subieron por las escaleras. Ama no sintió la menor curiosidad por lo que metía en casa, pero yo tenía quince años. Descorrí el primer cerrojo, levanté la tapa… y libros, cientos de libros, y lo mismo en los otros tres baúles. En la escuela me habían familiarizado con los libros: aparte de flores, árboles, animales y vidas de grandes hombres, el maestro nos hacía leer fragmentos del Quijote y las Aventuras de Ulises para niños. Al dejar la escuela, a los catorce años, don Manuel me dijo: «No te olvides de los libros». En los cuatro baúles encontraría todos los que, creí, se habían escrito en el mundo. En secreto y a la luz del candil, devoré La isla del tesoro, Rebeli ó n a bordo, La caba ñ a del t í o Tom, varios de Dickens… En novela policiaca, Rex Scout, Stanley Gardner, Ellery Queen…, a quienes abandoné al descubrir a Hammett y a Chandler, los grandes y distintos a todos, en joyas como Cosecha roja, La llave de cristal, La maldici ó n de los Dain, El halc ó n malt é s, Los chantajistas no disparan… 1939 fue el año de mi primer intento de copiarles.
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