– Es usted la asistenta de los hermanos Frankel, ¿es correcto? -preguntó Patrik con voz serena y tranquilizadora, como poniendo todo su empeño en hacer que su presencia allí resultase lo menos amenazadora posible.
– Sí, pero espero no tener problemas por eso… -contestó Laila con voz queda y susurrante. Era una mujer menuda y de baja estatura, y parecía haberse vestido como para estar en casa todo el día, con ropa cómoda de color marrón de un material similar a la lana. Tenía el pelo de ese color indefinido que suele llamarse gris ratón, y llevaba un corte seguramente muy práctico, pero cuyo efecto estético dejaba mucho que desear. La mujer se balanceaba nerviosa de un lado a otro, con los brazos cruzados, y parecía muy interesada por oír la respuesta a su pregunta. Patrik creyó comprender dónde le apretaba el zapato.
– Trabajaba con ellos sin contrato y cobraba en negro, ¿verdad? ¿Se refiere a eso? Le aseguro que nosotros no nos metemos en esas cosas y que no vamos a denunciarlo ni nada por el estilo. Estamos investigando un asesinato, así que nuestro interés se centra en asuntos muy distintos. -Patrik trató de tranquilizarla con una sonrisa y consiguió que Laila cesara en su nervioso balanceo.
– Pues sí, sencillamente, cada dos semanas me dejaban un sobre con dinero en la consola de la entrada. Habíamos acordado que iría todos los miércoles de las semanas pares.
– ¿Tenía llave?
Laila negó con la cabeza.
– No, ellos la dejaban bajo el felpudo, y allí la dejaba yo también una vez terminado el trabajo.
– ¿Y cómo es que no ha ido a limpiar en todo el verano? -Fue Paula quien hizo la pregunta cuya respuesta tanto deseaban conocer. La incógnita que debían despejar.
– Yo creía que tendría que ir. No habíamos acordado nada en otro sentido. Pero cuando me presenté allí como siempre, la llave no estaba debajo del felpudo. Llamé a la puerta, pero no me abrieron. Y entonces intenté telefonear, por si se trataba de algún malentendido, pero nadie cogió el teléfono. Bueno, yo sabía que Axel, el mayor, estaría fuera todo el verano, como llevaba haciendo todos los años que llevo limpiando en su casa. Al ver que no había nadie, supuse que el otro hermano también se habría marchado a pasar el verano fuera. Aunque me pareció una desfachatez que no se molestaran en avisarme. Pero claro, ahora comprendo el porqué… -dijo bajando la mirada.
– ¿Y no vio nada fuera de lo normal? -intervino Martin.
Laila negó con vehemencia.
– No, no podría afirmar que fuera así. No, nada que me llamase la atención.
– ¿Recuerda qué fecha era? -quiso saber Patrik.
– Sí, claro que lo sé. Porque fue el día de mi cumpleaños. Y pensé que vaya mala suerte, no tener trabajo justo el día de mi cumpleaños. Había pensado comprarme algo con el dinero que me pagaran ese día. -Laila guardó silencio y Patrik insistió discretamente:
– ¿Y bien? ¿Qué día era?
– ¡Ah, sí, qué tonta! -repuso algo incómoda-. Era el 17 de junio. Completamente seguro. El 17 de junio. Y, además, fui a mirar en otras dos ocasiones. Pero seguía sin haber nadie y la llave seguía sin estar donde debía. Así que supuse que se habían olvidado de avisarme de que no estarían en casa este verano. -Se encogió de hombros con un gesto que indicaba que estaba acostumbrada a que la gente no le avisara de nada.
– Gracias, es una información sumamente valiosa. -Patrik le tendió la mano para despedirse y se estremeció al notar el flácido apretón. Era como si alguien le hubiese puesto en la mano un pescado muerto.
– Bueno, ¿qué opináis vosotros? -preguntó Patrik una vez en el coche, ya rumbo a la comisaría.
– Creo que podemos sacar la conclusión bastante fundada de que Erik Frankel fue asesinado entre el 15 y el 17 de junio -declaró Paula.
– Sí, coincido contigo -convino Patrik asintiendo mientras tomaba la curva cerrada que había justo antes de Anrås a una velocidad excesiva, con lo que estuvo a punto de estrellarse contra el camión de la basura. Leif, el de la basura, lo amenazó con el puño y Martin se agarró aterrado al asidero que había sobre la puerta.
– ¿Es que te regalaron el permiso de conducir por Navidad? -preguntó Paula desde el asiento trasero, en apariencia impertérrita ante la experiencia mortal que acababan de vivir.
– ¿Qué insinúas? Soy un conductor de primera -replicó Patrik ofendido, buscando apoyo en la mirada de Martin.
– ¡Desde luego! -terció este con sorna volviéndose hacia Paula-, ¿Sabes? Intenté apuntarlo en el programa «Los peores conductores de Suecia», pero supongo que consideraron que le sobraba cualificación y que, si él participaba, no habría competición propiamente dicha.
Paula soltó una risita y Patrik resopló airado.
– No comprendo a qué te refieres. Con la de horas que hemos pasado juntos en el coche, ¿he chocado alguna vez o he tenido acaso el menor incidente? No, ¿verdad? Llevo años y años conduciendo de forma impecable, así que eso que dices es absolutamente insultante -volvió a resoplar y miró a Martin con encono, lo que hizo que casi se estrellara con el Saab que iba delante y tuviera que meter el freno de mano.
– I rest my case -declaró Martin tapándose la cara con las manos mientras Paula se desternillaba de risa en el asiento trasero.
Patrik estuvo enfurruñado todo el camino de regreso a la comisaría, pero, al menos, se atuvo a los límites de velocidad.
Después de ver a su padre, aún le duraba la ira. Frans siempre había provocado en él el mismo efecto. O quizá no, no siempre. Cuando era pequeño, la sensación dominante era de decepción. Decepción mezclada con un amor que, con el transcurso de los años, se convirtió en un núcleo duro de odio y de rabia.
Era consciente de que había permitido que esos sentimientos gobernasen sus opciones en la vida, lo que en la práctica era tanto como haber permitido que su padre gobernase su vida. Pero era algo ante lo que se sentía totalmente impotente. Bastaba con recordar la sensación que experimentaba de niño, en las incontables ocasiones en que su madre lo llevaba a ver a Frans a la cárcel. La sala de visitas, fría y gris. Totalmente impersonal, exenta de todo sentimiento. Los torpes intentos de su padre de hablar con él, de fingir que participaba en su vida y que no sólo la miraba desde lejos. Desde detrás de los barrotes.
Hacía ya muchos años que su padre terminó el último asalto en el ring de la cárcel. Claro que eso no implicaba que se hubiese vuelto mejor persona. Sólo que se había vuelto más listo. Había elegido otro camino. Y, como consecuencia de ello, Kjell había tomado el diametralmente opuesto. Y empezó a escribir sobre las organizaciones xenófobas con tal pasión y frenesí que cobró fama y reputación más allá de las fronteras del Bohusläningen. Con no poca frecuencia, cogía un avión de Trollhättan a Estocolmo para participar en algún programa de televisión en el que exponía cuáles eran las fuerzas destructivas del nazismo y cómo podía combatirlas la sociedad. A diferencia de muchos otros, que, en consonancia con el espíritu blandengue del momento, habrían querido invitar al plato a las organizaciones neonazis para ofrecer una discusión abierta, él preconizaba una línea más dura. No había que tolerarlas en absoluto. Había que combatirlas en todos los órdenes, presentarles oposición allí donde decidieran expresarse y, sencillamente, tratarlos como a la inmundicia indeseable que de hecho eran.
Aparcó el coche ante la casa de su ex mujer. En esta ocasión, no se molestó en avisar. Cuando lo hacía, ella aprovechaba a veces para salir de casa antes de que él llegara. Pero en esta ocasión, quiso asegurarse de que estaría en casa. Estuvo sentado en el coche un buen rato, a cierta distancia, hasta que la vio. Al cabo de una hora, apareció con el coche, que aparcó ante la entrada de la casa. Al parecer, venía de hacer la compra, porque sacó del vehículo un par de bolsas del Konsum. Kjell aguardó hasta verla entrar antes de recorrer los cien metros que lo separaban de la vivienda. Salió del coche y aporreó la puerta con decisión. Carina adoptó una expresión de cansancio en cuanto vio quién llamaba.
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