Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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La sensación de bienestar inundó el pecho del muchacho. Estaba brindando con su padre.

* * *

Gösta acababa de empezar una partida de golf en el ordenador cuando oyó los zapatazos de Mellberg en el pasillo. Guardó el juego a toda prisa y abrió un informe y trató de fingir concentración. Los pasos de Mellberg se acercaban, pero había en ellos algo distinto. ¿Y a qué se debería aquel extraño lamento del jefe? Gösta empujó hacia atrás la silla lleno de curiosidad y asomó la cabeza al pasillo. Lo primero que vio fue a Ernst, que caminaba indolente detrás de Mellberg, con la lengua colgándole fuera de la boca, como de costumbre. Luego vio a un ser ondulante y enroscado que se abría paso con esfuerzo. Muy parecido a Mellberg, la verdad. Y, al mismo tiempo, muy distinto.

– ¿Y tú qué coño miras?

Ajá, la voz y el tono eran, sin duda, los del jefe.

– ¿Y a ti qué te ha pasado? -preguntó Gösta cuando también Annika se asomó desde la cocina, donde estaba dándole de comer a Maja.

Mellberg masculló algo casi inaudible.

– ¿Perdón? -preguntó Annika-. ¿Qué has dicho? No te hemos oído bien.

Mellberg la miró iracundo y dijo alto y claro:

– He estado bailando salsa. ¿Alguna pregunta al respecto?

Gösta y Annika se miraron estupefactos y tuvieron que hacer un gran esfuerzo para mantener bajo control las facciones de su rostro.

– ¿Y bien? -rugió Mellberg-, ¿Algún comentario jocoso? ¿Nadie? Porque he de decir que hay bastante margen para reducciones salariales en esta comisaría. -Dicho esto, entró en su despacho y cerró dando un portazo.

Annika y Gösta se quedaron mirando la puerta cerrada unos segundos, al cabo de los cuales no pudieron aguantarse más. Ambos estallaron en un ataque y, aunque lloraban de risa, procuraron hacerlo lo más silenciosamente posible. Gösta cruzó hasta la cocina y, tras comprobar que la puerta de Mellberg seguía cerrada, dijo en un susurro:

– ¿De verdad que ha dicho que ha estado bailando salsa? ¿Es eso lo que ha dicho?

– Me temo que sí -respondió Annika secándose las lágrimas con la manga de la camisa. Maja los observaba fascinada, sentada a la mesa con el plato de comida delante.

– Pero ¿cómo? ¿Por qué? -preguntó incrédulo Gösta, que empezaba a recrear el espectáculo en su mente.

– Pues no sé, es la primera noticia que tengo. -Annika meneó la cabeza entre risas y se sentó con la intención de seguir dándole de comer a Maja.

– ¿Te has fijado en que iba descoyuntado? Se parecía al personaje ese de El señor de los anillos, Gollum, ¿no? -Gösta puso todo su empeño en imitar los movimientos de Mellberg y Annika se tapó la boca con la mano para que no se la oyera reír.

– Sí, ha debido de provocarle una conmoción a su cuerpo. Supongo que lleva sin hacer deporte… Bueno, toda la vida.

– Pues sí, eso creo yo también. Para mí es un misterio cómo superó las pruebas físicas en la Academia.

– Claro que, quién sabe, tal vez fuese un verdadero atleta en su juventud. -Annika sopesó lo que acababa de decir y meneó la cabeza pensativa-. Aunque no, no lo creo. Pero por Dios santo, es el momento del día, Mellberg en un curso de salsa. En fin, es mucho lo que hay que oír antes de que se le caigan a uno las orejas. -Intentó meterle a Maja una cucharada en la boca, pero la pequeña se negaba en redondo-. Bueno, pues esta jovencita se niega a comer. Si no consigo que coma un poco por lo menos, no volverán a confiármela nunca más -presagió lanzando un suspiro e intentándolo de nuevo. Pero la boca de Maja se presentaba tan inaccesible como Fort Knox.

– ¿Me dejas que pruebe yo? -se ofreció Gösta alargando la mano en busca de la cuchara. Annika lo miró perpleja.

– ¿Tú? Claro, inténtalo. Pero no te hagas grandes ilusiones.

Gösta se sentó al lado de Maja en lugar de Annika, pero sin pronunciar palabra. Devolvió al plato la mitad del contenido que Annika tenía en la cuchara y la levantó en el aire.

– Brum-brum-brum, aquí viene un avión… -Movió la cuchara en el aire describiendo círculos como un aeroplano y se vio recompensado con la atención inequívoca de la pequeña-. Brum-rum-brum, aquí viene el avión que vuela dereeeeecho a… -La boca de Maja se abrió como por un resorte y el avión entró en la pista de aterrizaje con su carga de espaguetis y carne picada.

– Mmmm… ¿A que estaba rico? -dijo Gösta cogiendo un poco más con la cuchara-. Chucu-chucu-chucu-chu, ahora es el tren el que se acerca… Chucu-chucu-chucu-chu y dereeeeecho al interior del túnel. -La boca de Maja volvió a abrirse y los espaguetis entraron en el túnel.

– Lo que me faltaba por ver -declaró Annika boquiabierta-. ¿Y tú dónde has aprendido eso?

– Bah, esto no es nada -repuso Gösta fingiendo humildad, aunque sonrió la mar de ufano cuando el coche de carreras entró en el circuito con la cucharada número tres.

Annika se sentó a la mesa de la cocina a mirar cómo Gösta vaciaba el plato de Maja, que se comió hasta la última miga.

– Qué quieres que te diga, Gösta -observó Annika dulcemente-, La vida es muy injusta a veces.

– ¿No habéis pensado en adoptar? -preguntó Gösta sin mirarla-, En mi época no era nada habitual, pero hoy no me lo habría pensado. Ahora uno de cada dos críos es adoptado.

– Hemos hablado del tema -contestó Annika pensativa, mientras describía círculos en el mantel con el dedo índice-. Pero nunca hemos pasado de ahí. Hemos procurado llenar nuestras vidas con otras cosas, pero…

– Bueno, aún estáis a tiempo -la animó Gösta-, Si empezáis ahora, quizá no tarde tanto en llegar. Y el color del niño no tiene la menor importancia, así que elegid el país donde haya menos lista de espera. Son tantos los niños que necesitan un hogar… Y si yo fuera niño, me habría alegrado tener la buena estrella de caer contigo y con Lennart.

Annika tragó saliva y bajó la vista hacia el dedo índice que aún tenía sobre el mantel. Las palabras de Gösta habían despertado un sentimiento en su pecho, algo en lo que Lennart y ella habían estado evitando pensar los últimos años. Quizá porque tenían miedo. Tantos abortos, tantas esperanzas defraudadas una y otra vez les habían reblandecido el corazón, lo habían vuelto frágil. No se atrevieron a abrigar nuevas esperanzas, ni a arriesgarse a fracasar una vez más. Pero quizá ya hubiesen recobrado las fuerzas. Quizá ahora sí pudieran o sí estuviesen en condiciones de atreverse. Porque las ganas seguían ahí. Con la misma intensidad y el mismo ardor de antes. No había logrado sofocar la añoranza de un niño al que tener en el regazo, de un niño al que amar.

– Bueno, tendré que ir a ver si hago algo. -Gösta se levantó sin mirarla y le dio una torpe palmadita a Maja en la cabeza-. Ya está, ya ha comido un poco al menos, así que Patrik no tendrá que pensar que pasa hambre cuando nos la deja aquí.

Casi había alcanzado la puerta cuando Annika le dijo quedamente:

– Gösta, gracias.

Gösta asintió algo avergonzado. Luego desapareció hacia su despacho y cerró la puerta tras de sí. Se sentó ante el ordenador, pero se quedó con la mirada perdida en la pantalla. En realidad veía a Maj-Britt. Y al niño. Aquel que sólo llegó a vivir unos días. Hacía tanto tiempo de aquello… Una eternidad. Casi una vida entera. Pero él aún podía sentir la manita del pequeño aferrada a su dedo índice.

Gösta exhaló un suspiro y volvió a abrir la partida de golf.

Después de tres horas había conseguido ahuyentar el recuerdo de la catastrófica visita a casa de Britta. Y durante ese tiempo logró escribir cinco páginas del nuevo libro. Luego, la imagen de la anciana volvió a invadirle el pensamiento y Erica abandonó la idea de seguir escribiendo.

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