– No, claro… Tú, que sopesaste muy en serio la posibilidad de que alguien hubiese entrado en casa por la noche para comerse todo el chocolate que había en la despensa. Si yo no hubiera encontrado el papel debajo del almohadón de Lina, tú aún estarías buscando a una panda de ladrones con los bigotes manchados de chocolate… -Anna ahogó una risita y olvidó la rabia por un instante. Dan la miró: él tampoco pudo evitar un amago de sonrisa.
– Pero admitirás que fue muy convincente cuando aseguraba su inocencia, ¿verdad?
– Desde luego. Esa niña ganará un Oscar cuando sea mayor. Pues imagínate que Belinda puede ser igual de convincente, como mínimo. Y, de ser así, no resulta tan extraño que Pernilla la creyera. No creo que puedas estar del todo seguro de que tú no hubieses caído en el engaño.
– No, supongo que tienes razón -admitió Dan enfurruñado-, Pero debería haber llamado a la madre de la amiga para cerciorarse. Yo al menos lo hubiera hecho.
– Sí, claro, seguro que sí. Y a partir de ahora Pernilla también lo hará.
– ¿Qué estáis diciendo de mamá? -se oyó preguntar a Belinda, que bajaba las escaleras aún en camisón y con un peinado que recordaba a un troll de goma. Se había negado a salir de la cama desde que la recogieron en casa de Erica y Patrik el sábado por la mañana, tan resacosa como abatida. En cualquier caso, daba la impresión de que la mayor parte del arrepentimiento había dado paso a una dosis mayor de la ira que últimamente parecía ser su más fiel seguidor.
– No estamos diciendo nada de tu madre -contestó Dan con tono cansino y plenamente consciente de que se estaba fraguando un conflicto insoslayable.
– ¿Entonces eres tú la que está hablando pestes de mi madre otra vez? -le espetó Belinda a Anna, que dirigió a Dan una mirada de resignación. Luego se volvió a Belinda y le dijo con voz serena:
– Yo nunca he hablado mal de tu madre. Y lo sabes. Y, además, a mí no me hables en ese tono.
– Yo hablo en el tono que me da la puta gana -vociferó Belinda-. Esta es mi casa, no la tuya. Así que ya puedes llevarte a tus mocosos y largarte de aquí.
Dan dio un paso al frente con la mirada sombría.
– ¡No le hables así a Anna! Ella también vive aquí. Exactamente igual que Adrián y Emma. Y si no te gusta, pues… -En cuanto comenzó la frase se dio cuenta de que era lo peor que podía decir en aquellos momentos.
– ¡Pues no, no me gusta! ¡Así que hago la maleta y me voy a casa de mamá! ¡Y allí me pienso quedar! ¡Hasta que esa y sus enanos se larguen de aquí! -Belinda dio media vuelta y echó a correr escaleras arriba. Tanto Dan como Anna se sobresaltaron al oír el portazo.
– Puede que tenga razón, Dan -observó Anna con un hilo de voz-. Puede que nos hayamos precipitado un poco. Quiero decir que no ha tenido mucho tiempo para acostumbrarse desde que hemos venido a invadir su vida.
– Pero joder, tiene diecisiete años y actúa como si tuviera cinco.
– Tienes que comprender a Belinda. No ha debido de ser muy fácil para ella. Cuando Pernilla y tú os separasteis, ella estaba en una edad difícil y…
– Ya, muchas gracias, no necesito que me eches en cara todo el rollo para que me dé cargo de conciencia. Ya sé que la separación fue culpa mía, y no hace falta que me lo recrimines.
Dan pasó por delante de Anna con gesto brusco y salió a la calle. Por segunda vez en pocos minutos, se oyó un portazo tal en la casa que temblaron los cristales de las ventanas. Anna permaneció inmóvil unos segundos ante la encimera. Luego se vino abajo y rompió a llorar.
Fjällbacka, 1943
– Dicen que los alemanes le han echado por fin el guante al hijo de los Frankel, al tal Axel.
Vilgot se carcajeaba satisfecho mientras colgaba el abrigo en la percha de la entrada. Le dio el maletín a Frans, que lo cogió y lo dejó en el lugar de siempre, apoyado en la silla.
– Sí, ya era hora. Traición a la patria, así llamo yo a lo que hacía ese muchacho. Sí, ya sé que no son muchos los habitantes de Fjällbacka que se mostrarían de acuerdo conmigo, pero es que las personas son como borregos, siguen al rebaño y balan todos a una. Sólo la gente como yo, capaz de pensar por sí misma, sabe ver la realidad tal como es. Y recuerda lo que te digo, ese chico era un traidor. Esperemos que le apliquen el procedimiento más breve.
Vilgot había entrado en el salón y ya se había acomodado en su sillón favorito. Frans fue tras él pisándole los talones y el padre lo miró apremiante.
– Bueno, a ver, ¿dónde está mi copa? Hoy estás un poco tardón, ¿no? -Lo dijo visiblemente malhumorado, por lo que Frans se dirigió presuroso al mueble bar y le sirvió un buen trago. Era una costumbre que adoptaron desde que Frans era pequeño. A su madre no le gustaba nada la idea de que el niño manejase el alcohol a tan tierna edad, pero, como de costumbre, no tuvo posibilidad de opinar.
– Siéntate, muchacho, siéntate. -Con el vaso bien agarrado en la mano, Vilgot invitó a su hijo a que se acomodase en el sillón de al lado. Frans notó al sentarse ese aroma a alcohol tan familiar.
Esa copa no era, seguramente, la primera que su padre se tomaba aquel día.
– Tu padre ha hecho hoy un negocio espléndido, ¿sabes? -Vilgot se inclinó y el olor a alcohol le dio a Frans de lleno en la cara- He firmado un contrato con una empresa alemana. Un contrato con carácter de exclusividad. Seré su único proveedor en Suecia. Dijeron que les estaba costando trabajo encontrar buenos colaboradores… Y me lo creo, desde luego que sí. -Vilgot se carcajeó de tal modo que su enorme barriga empezó a saltar como provista de un muelle. Apuró la copa de un trago y le dio a Frans el vaso vacío-. Otra. -Tenía los ojos empañados por el efecto del alcohol. A Frans le temblaba ligeramente la mano cuando cogió el vaso. Aún le temblaba un poco mientras lo llenaba con aquella bebida transparente de olor acerbo e intenso, y unas gotas se extraviaron en su recorrido y rodaron por fuera del vaso.
– Sirve otro para ti -dijo Vilgot. Sonó más como una orden que como una invitación. Y, de hecho, era una orden, sin duda. Frans dejó el vaso lleno de su padre y alargó el brazo para coger el suyo. Lo llenó hasta el borde: ya no le temblaba la mano. Muy concentrado, se encaminó con los dos vasos adonde estaba su padre. Vilgot levantó el suyo una vez que el muchacho se hubo sentado:
– Venga, hasta el fondo.
Frans sintió cómo el líquido le abrasaba el pecho en su descenso hasta el estómago, donde se acomodó como una masa cálida. Su padre sonrió. Un hilillo del contenido del vaso le corría por la barbilla.
– ¿Dónde está tu madre? -preguntó Vilgot quedamente.
Frans miraba a un punto indefinido de la pared.
– Ha ido a casa de la abuela. Volverá tarde -hablaba con voz sorda y hueca. Como si su voz procediese de otra persona. De alguien que estuviese fuera de él.
– ¡Qué bien! Así podremos hablar los hombres tranquilamente. Pero sírvete otro, chaval.
Frans sentía la mirada de su padre en la espalda cuando se levantó para llenarse el vaso. En esta ocasión, no dejó la botella en el mueble bar, sino que se la llevó al sillón. Vilgot le dedicó una sonrisa de aprobación y le alargó el vaso para que se lo llenara.
– Eres un buen chico, sí señor.
Frans volvió a sentir el alcohol quemándole la garganta y luego, cómo la quemazón se transformaba en una sensación de bienestar localizada en algún punto del abdomen. El contorno de los objetos que lo rodeaban empezó a difuminarse. Estaba flotando como en un limbo entre realidad e irrealidad.
Vilgot suavizó un poco la voz.
– Con este negocio podré ganar miles de los grandes, y eso sólo los próximos años. Y si los alemanes siguen haciendo acopio de armas, la suma puede llegar a ser mucho mayor. Podrían ser millones. Además, me han prometido que me pondrán en contacto con otras compañías que quizá necesiten de nuestros servicios. Una vez que haya metido el pie… -Los ojos de Vilgot relucían en la penumbra del atardecer. Se humedeció los labios con la lengua-. Un día tú heredarás un magnífico negocio, Frans. -Se inclinó y posó la mano en la pierna del muchacho-. Un negocio magnífico de verdad. Llegará un día en que podrás decirles a todos los habitantes de Fjällbacka que se vayan al infierno. Cuando los alemanes se hayan hecho con el poder, cuando nosotros tengamos el mando y más dinero del que ninguno de ellos haya podido soñar. Así que tómate otro trago con tu padre y brindemos por estos tiempos tan halagüeños. -Vilgot alzó el vaso y lo entrechocó con el de Frans, que él mismo había llenado una vez más.
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