– ¿Qué te pasa, Britta? -preguntó con voz queda-. Tienes pinta de haber estado llorando…
– Nada de lo que tengas que preocuparte -le espetó Britta con un gesto altanero.
– Bah, seguro que son cosas de chicas -rio Frans.
Britta lo miró con adoración y con una amplia sonrisa, aunque aún tenía los ojos enrojecidos.
– ¿Por qué tienes que ser siempre tan provocador, Frans? -le espetó Elsy cruzando las manos sobre las rodillas-. Que sepas que hay gente que lo pasa mal. Todo el mundo no lo tiene tan fácil como tú. La guerra es muy dura para muchas familias. Deberíais pensar en ello de vez en cuando.
– ¿Deberíamos? ¿Cómo he entrado yo a formar parte de este asunto? -preguntó Erik a su vez, un tanto herido-. Todos sabemos que Frans es un idiota y un ignorante, pero acusarme a mí de no conocer el sufrimiento de la gente… -Erik miraba a Elsy ofendido, pero dio un respingo y soltó un grito cuando Frans le dio un puñetazo en el hombro.
– ¿Un idiota y un ignorante? ¿Es eso lo que me has llamado? Yo creo más bien que los idiotas son los que dicen cosas como «conocer el sufrimiento de la gente». Suenas como si tuvieras ochenta años. Por lo menos. No creo que sea muy saludable para ti leer todos esos libros. Algo se te ha escacharrado ahí arriba. -Frans ilustró lo que decía dándose un golpecito con el dedo en la sien.
– Bah, no le hagas caso -le aconsejó Elsy con voz cansina. A veces se sentía tan harta de las riñas constantes de los chicos… Eran increíblemente infantiles.
Un ruido en la planta baja le iluminó la cara.
– ¡Ha llegado mi padre! -Sonrió encantada a los tres amigos y se levantó para bajar a saludarlo. Pero algo en el tono de voz de sus padres la paralizó enseguida. Había ocurrido algo. Las voces subían y bajaban de volumen claramente alteradas y del tono jubiloso que solía acompañar la llegada de su padre no había ni rastro. Entonces oyó unos pasos pesados que se acercaban a la escalera y empezaban a subir. En cuanto vio la cara de su padre, supo que algo iba mal. Estaba pálido y se pasaba la mano por el pelo de ese modo tan particular que indicaba una preocupación sincera.
– ¿Papá? -dijo Elsy vacilante, con el corazón latiéndole acelerado en el pecho. ¿Qué habría sucedido? La muchacha buscó su mirada, pero observó que su padre se fijaba en Erik. Abrió la boca varias veces con la intención de decir algo, pero volvía a cerrarla, como si las palabras no quisieran salir. Hasta que, al final, logró articular:
– Erik, deberías irte a casa. Tus padres… deberías estar con ellos.
– ¿Qué ha pasado? ¿Por qué…? -Erik se llevó la mano a la boca, al caer en la cuenta de qué tipo de malas noticias podía traerle el padre de Elsy-. ¿Axel? ¿Está…? -Fue incapaz de concluir la frase, tragaba saliva sin cesar para aliviar el nudo que tenía en la garganta. Las ideas se precipitaban en su cabeza y, de repente, se imaginó el cuerpo sin vida de Axel. ¿Cómo podría mirar a sus padres a la cara? ¿Cómo podría…?
– No está muerto -afirmó Elof subrayando sus palabras con un gesto tranquilizador, al comprender cuáles eran las sospechas del muchacho-. No, no está muerto -repitió-, Pero lo han cogido los alemanes.
La cara de Erik expresaba un desconcierto absoluto mientras se esforzaba por procesar la información. El alivio y la alegría ante la certeza de que Axel no estaba muerto no tardaron en dar paso a la preocupación y la consternación al saber que su hermano estaba en manos del enemigo.
– Vamos, te acompaño a casa -se ofreció Elof. Todo su cuerpo parecía aplastado bajo el peso de la tarea que lo aguardaba: contar a los padres de Axel que, en esta ocasión, su hijo no había vuelto del viaje.
* * *
Paula iba encantada en el asiento trasero. La riña de Patrik y Martin, que iban delante, le infundía cierta seguridad y creaba un ambiente agradable. Justo en aquel momento, Martin se estaba extendiendo en su explicación de que el modo de conducir de Patrik no se contaba entre las cosas que él añoraba. Sin embargo, era obvio que los dos colegas se apreciaban mutuamente, y ella misma ya había empezado a sentir respeto por Patrik.
En general, Tanumshede había resultado un acierto por ahora. No sabía a qué se debía, pero desde que se mudaron allí, tenía la sensación de hallarse en casa. Llevaba tantos años en Estocolmo que había olvidado la sensación de vivir en un pueblecito. Quizá fuese porque, en más de un sentido, Tanumshede le recordaba al pueblo chileno en el que vivió los primeros años de su vida, antes de que huyeran rumbo a Suecia. No se le ocurría ninguna otra explicación de por qué se había adaptado tan a la perfección al ritmo y al ambiente de Tanumshede. No había en Estocolmo nada que ella añorase. Quizá se debiera a que, durante sus años como policía en la capital, había presenciado lo peor de lo peor, lo cual marcaba su visión de la ciudad. Pero en realidad, nunca encajó allí. Ni de niña, ni de adulta. A su madre y a ella les asignaron un pequeño apartamento a las afueras de Estocolmo. Ambas pertenecían a una de las primeras oleadas de inmigrantes, y Paula era la única alumna de la clase que no era de origen sueco. Y tuvo que pagar por ello. Cada día, cada minuto, tuvo que pagar por el hecho de haber nacido en otro país. De nada sirvió que, en tan sólo un año, hubiese aprendido a hablar sueco perfectamente, sin rastro de acento. El castaño oscuro de sus ojos y el pelo negro la delataban.
Sin embargo, en contra de lo que tantos creían, nunca sufrió el menor amago de racismo cuando entró en la policía. A aquellas alturas, los suecos estaban más que acostumbrados a ver gente de otros países, y a ella ya apenas la consideraban una inmigrante. En parte, por el tiempo que llevaba viviendo en Suecia, y en parte porque, al ser latinoamericana, no resultaba tan extraña como los refugiados que llegaban de países árabes o del continente africano. De lo más absurdo, solía pensar ella. Que la salida a su condición de inmigrante hubiese sido el que la considerasen menos rara que a los inmigrantes actuales.
Por esa razón, los hombres como Frans Ringholm le parecían aterradores. No veían los matices, ni las variaciones, simplemente observaban la superficie un segundo, antes de aplicarle los prejuicios de milenios. Era la misma falta de criterio que las había obligado a ella y a su madre a huir. Alguien había decidido que sólo había un camino correcto, sólo uno. Un poder absoluto decidía que todo lo demás no eran sino variaciones erróneas. Siempre habían existido personas como Frans Ringholm. Gente que se creía en posesión de la inteligencia, la fuerza o el poder para decidir cuál era la norma.
– ¿Qué número dijiste? -Martin se volvió hacia Paula, sacándola de sus cavilaciones. La policía leyó el papel que sostenía en la mano.
– Número siete.
– Ahí está -anunció Martin señalándole la casa a Patrik, que giró para aparcar. Estaba en la zona de Kullen, un complejo de apartamentos justo por encima del polideportivo de Fjällbacka.
El letrero habitual que todo el mundo tenía en la puerta era aquí mucho más personal: tallado en madera, con el nombre de Viola Ellmander escrito con letra rebuscada, enmarcado en una guirnalda de flores pintadas a mano. Y la mujer que les abrió la puerta encajaba con el letrero. Viola era rellenita, pero estaba bien proporcionada y tenía una cara que irradiaba amabilidad. Al ver el romántico traje estampado que llevaba, Paula se imaginó cómo le quedaría un sombrero de paja coronando la cabellera gris, que la mujer llevaba recogida en un moño.
– Adelante -los invitó Viola haciéndose a un lado para que entraran. Paula miró a su alrededor apreciando la decoración del vestíbulo. Era un hogar muy distinto del suyo, pero le gustaba. Jamás había estado en Provenza, pero se imaginaba que sería así. Muebles rústicos, combinados con telas y cuadros con motivos florales. Estiró el cuello para ver el interior de la sala de estar y comprobó que tenía el mismo estilo.
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