– ¡Para, para! -Annika alzó las manos muerta de risa-. Estoy segura de que Maja y yo nos las arreglaremos perfectamente. No hay problema. Procuraré que no se muera de inanición mientras esté bajo mi cuidado, y lo de la siestecita también lo bordaremos.
– Gracias, Annika -dijo Patrik poniéndose de pie. Se acuclilló junto a su hija y le dio un beso en la cabecita rubia-. Papá va a salir un momento. Te quedarás con Annika, ¿de acuerdo? -Maja lo miró un instante atónita, pero enseguida volvió a concentrarse en los juguetes y a intentar arrancarle las pestañas a la muñeca. Patrik se levantó, algo decepcionado, y observó:
– Ajá, ya ves lo imprescindible que es uno. Bueno, pues nada, que lo paséis bien.
Le dio un abrazo a Annika y se encaminó a la cochera. Una maravillosa sensación de euforia lo invadió en cuanto se sentó al volante del coche de policía, con Martin en el asiento del acompañante. Paula se sentó detrás, con una nota en la que llevaba escrita la dirección de Viola. Patrik dio marcha atrás para sacar el coche y puso rumbo a Fjällbacka. Era tal el placer que sentía que tuvo que reprimir el deseo de ponerse a tararear una cancioncilla.
Axel colgó despacio el auricular. De repente, todo se le antojaba irreal. Era como si aún siguiese en la cama y estuviese soñando. La casa sin Erik estaba tan vacía… Siempre procuraron tener cada uno su espacio. Hicieron lo posible por no invadir la esfera privada del otro. A veces podían pasar días enteros sin hablarse. Solían comer a horas distintas y mantenerse cada uno en las habitaciones que les correspondían en distintas partes de la casa. Pero eso no significaba que no se quisieran. Se querían. O se quisieron, se apresuró a corregirse. Porque el silencio actual era distinto al de antes. Un silencio diferente al que reinaba cuando Erik leía abajo, en la biblioteca. Entonces siempre tenían la oportunidad de romper el silencio intercambiando unas palabras. Si así lo hubieran querido. Este silencio, en cambio, era total, infinito. Sin fin.
Erik jamás llevó a Viola a casa. Ni tampoco habló nunca de ella. Las únicas veces que Axel habló con ella fue cuando llamaba y él respondía al teléfono. Entonces, Erik solía desaparecer un par de días. Hacía una pequeña maleta con lo imprescindible, se despedía brevemente y se marchaba. A veces Axel sentía cierta envidia cuando veía a su hermano partir así. Envidia de que tuviese a alguien. Axel no había tenido suerte con ese aspecto de la vida. Claro que había habido mujeres, por supuesto que sí. Pero nada que perdurase más allá del primer enamoramiento. Siempre fue culpa suya. De eso no le cabía la menor duda, pero no había nada que pudiese hacer. La otra faceta de su vida era demasiado fuerte, demasiado absorbente. Con los años, se había convertido en una amante exigente que no dejaba espacio para nada más. El trabajo era su vida, su identidad, el núcleo de su ser. No sabía cuándo empezó a ser así. Aunque, no, eso era mentira.
En el silencio del hogar, Axel se sentó en la silla almohadillada que había en la consola de la entrada. Por primera vez desde la noticia de la muerte de su hermano, se abandonó al llanto.
Erica disfrutaba de la calma reinante. Incluso podía tener abierta la puerta del despacho sin que la molestasen los ruidos de fuera. Puso los pies en la mesa pensando en la conversación mantenida con el hermano de Erik Frankel. Había abierto una especie de ventanuco en su interior. Una curiosidad enorme, inconmensurable por las facetas que, obviamente, ni conocía ni había sospechado jamás en su madre. Al mismo tiempo tenía la intuición de que sólo había oído una milésima parte de lo que Axel Frankel sabía de Elsy. Pero ¿por qué iba a molestarse en ocultarle nada a ella? ¿Cuál era la parte del pasado de su madre que el anciano se resistía a contarle? Alargó el brazo en busca de los diarios y continuó leyendo donde lo había dejado hacía unos días. Sin embargo, la lectura no le proporcionó ninguna pista, sólo pensamientos y el día a día de una adolescente. Nada de grandes revelaciones, nada que justificase la curiosa expresión que advirtió en los ojos de Axel cuando hablaba de su madre.
Erica siguió leyendo, rebuscando entre las páginas algo que le llamase la atención. Algo, cualquier cosa, que pudiera calmar aquel desasosiego que la dominaba por dentro. Sin embargo, hubo de esperar hasta las últimas páginas del tercer diario para encontrar algo que indicase una conexión más o menos relevante con la persona de Axel.
Enseguida supo lo que tenía que hacer. Bajó los pies, cogió los diarios y los guardó en el bolso con mucho cuidado. Después de abrir la puerta para comprobar qué tiempo hacía, se puso una chaqueta fina y se marchó caminando a paso ligero.
Tomó la empinada escalera que conducía al Badis y se detuvo en el último peldaño, sudorosa tras el esfuerzo. El viejo restaurante parecía desierto y abandonado ahora que había pasado la aglomeración estival, aunque, a decir verdad, incluso en verano el establecimiento llevaba ya varios años arrastrando una magra existencia. Una lástima. La situación no podía ser mejor: el restaurante coronaba la montaña que se erguía por encima del muelle, y tenía vistas sobre todo el archipiélago de Fjällbacka. Pero el edificio se había deteriorado considerablemente con los años y, con toda probabilidad, se requerían inversiones millonadas para hacer del Badis algo decente.
La casa que buscaba Erica se veía un trecho más allá del restaurante, y había decidido probar suerte con la esperanza de que la persona a la que quería ver estuviese en casa.
Un par de ojos despiertos la recibieron en cuanto se abrió la puerta.
– ¿Sí? -preguntó la señora que la miraba curiosa desde la entrada.
– Soy Erica Falck -vaciló un instante…-. Soy hija de Elsy Moström.
Un destello fugaz cruzó la mirada de Britta. Tras unos minutos de silencio en los que permaneció inmóvil, la mujer sonrió de pronto y se apartó a un lado.
– Sí, claro. La hija de Elsy. Ahora lo veo claro. Entra.
Erica obedeció y miró curiosa a su alrededor. Era una casa luminosa y agradable, con las paredes llenas de fotos de los hijos y los nietos, y quizá incluso de los biznietos.
– Es el clan al completo -explicó Britta sonriente al tiempo que señalaba la colección de fotografías.
– ¿Cuántos hijos tiene? -preguntó Erica cortés mirando las fotografías.
– Tres hijas. Y, por el amor de Dios, no me trates de usted, que me hace sentir vieja. No porque no lo sea, pero una no tiene por qué sentirse así. Después de todo, la edad no es más que una cifra.
– Sí, eso es verdad -convino Erica riendo. Aquella señora le caía estupendamente.
– Ven y siéntate -le propuso Britta rozándole el codo. Después de haberse quitado zapatos y chaqueta, Erica la acompañó hasta la sala de estar.
– ¡Qué casa más bonita!
– Llevamos cincuenta y cinco años viviendo aquí -contó Britta con una expresión dulce en el rostro iluminado por una sonrisa. Se sentó en un sofá grande con estampado de flores y dio unas palmaditas en el asiento de al lado-. Siéntate aquí para que podamos charlar un rato. Me ha encantado conocerte, que lo sepas. Elsy y yo… fuimos muy amigas en nuestra juventud.
Por un instante, Erica creyó percibir el mismo tono extraño que cuando estuvo hablando con Axel, pero, si así fue, desapareció enseguida y Britta volvió a sonreír dulcemente.
– Verás, limpiando el desván encontré varios objetos que pertenecieron a mi madre y… me entró curiosidad, sencillamente. No sé mucho sobre ella. Por ejemplo, ¿cómo os conocisteis?
– Elsy y yo éramos compañeras de banco. Nos tocó sentarnos juntas el primer día de escuela y, bueno, así seguimos siempre.
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