Frans no le preguntó si quería café. Conocía la respuesta de antemano.
– Y bien, ¿qué pasa con Erik Frankel?
– Sabrás que está muerto. -Su respuesta sonó como la constatación que pretendía ser.
Frans asintió.
– Sí, me he enterado de la muerte del viejo Erik. Una lástima.
– ¿Es sincera esa opinión? ¿Te parece una lástima? -Kjell no apartaba la vista de su padre, y este sabía muy bien por qué. No estaba allí como hijo suyo, sino en calidad de periodista.
Frans se tomó su tiempo antes de responder. Era tan profundo el abismo que se abría entre ellos… Tantas cosas las que albergaban los recuerdos y secretos que había tenido que guardar a lo largo de su vida… Pero a Kjell no podía contárselo. No lo comprendería. Había condenado a su padre hacía mucho tiempo. Se encontraban cada uno a un lado de un muro tan alto que no podían ni asomarse al otro lado, y así había sido durante demasiados años. Y a él le correspondía la mayor parte de la culpa. De niño, Kjell no vio mucho a aquel padre presidiario. En varias ocasiones, su madre lo llevó de visita al penal, pero la visión de su carita llena de preguntas en aquella sala desnuda e inhóspita lo hizo endurecerse y renunciar a más visitas. Creyó entonces que era mejor para el niño no tener padre alguno que tener el que de hecho tenía. Tal vez se equivocó, pero ahora era demasiado tarde para remediarlo.
– Sí, lamento la muerte de Erik. Nos conocimos en la juventud y sólo tengo de él buenos recuerdos. Luego tomamos caminos diferentes y… -Frans hizo con las manos un gesto de resignación. No tenía que explicárselo a Kjell. Ambos lo sabían ya todo sobre los «caminos diferentes».
– Pero eso no es del todo cierto. Tengo información según la cual tuviste contacto con él recientemente. Y la asociación Amigos de Suecia ha mostrado cierto interés por los hermanos Frankel. No tendrás nada en contra de que tome notas, por cierto. -Kjell sacó ostentosamente un bloc que dejó sobre la mesa y retó a su padre con la mirada mientras acercaba el bolígrafo al papel.
Frans se encogió de hombros y le indicó con un gesto que aceptaba. No le quedaban ya fuerzas para seguir con ese juego. Era tanta la ira que albergaba su hijo, que se hacía palpable. Era su propia ira. Esa rabia enervante que siempre había llevado en su interior y que tanto y tan a menudo le había complicado y destrozado la vida. Su hijo había hecho de ella un uso distinto. Claro, él leía lo que Kjell escribía en el periódico. Eran muchas las personas influyentes y los empresarios que habían tenido ocasión de saborear la ira de Kjell Ringholm, en formato impreso en las páginas del diario. En realidad, Kjell y él no eran tan distintos, por mucho que hubiesen elegido puntos de vista diferentes. Ambos se movían por la rabia que llevaban dentro. Esta le ayudó a sentirse como en casa con los presos que simpatizaban con el nazismo y a los que conoció ya en su primer round en la cárcel. Todos compartían el mismo odio, la misma energía motriz. Y él sabía argumentar, por supuesto, sabía expresarse, la retórica era una disciplina en la que su padre se había tomado mucho empeño en instruirlo. El hecho de pertenecer a la banda nazi de la cárcel le otorgó estatus y poder, consiguió ser alguien, y la rabia se consideraba un recurso, una prueba de fortaleza. Con los años, asimiló aquel papel. Ya no había forma de distinguir entre él y sus opiniones. Conformaron una unidad indivisible. Y tenía la sensación de que a Kjell le había ocurrido lo mismo.
– ¿Por dónde íbamos? -Kjell miró la hoja del bloc aún en blanco-. Ah, sí, al parecer sí había algún contacto entre Erik y tú.
– Sólo debido a nuestra vieja amistad. Nada de particular. Y nada que pueda vincularse a su muerte.
– Sí, eso dices tú -objetó Kjell-, Pero serán otros quienes decidan si es así. En cualquier caso, ¿cuál era el motivo de ese contacto? ¿Una amenaza?
Frans soltó una risita despectiva.
– No sé de dónde has sacado esa información, pero yo no he amenazado a Erik Frankel. Y tú has escrito lo suficiente sobre mis correligionarios como para saber que siempre hay algunos… impulsivos que no piensan de forma razonable. Y lo que hice fue informar a Erik al respecto.
– Tus correligionarios -repitió Kjell con un desprecio rayano en la repulsión-.Te refieres a esos retrógrados perturbados que creen que podéis cerrar las fronteras.
– Llámalo como quieras -respondió Frans con tono cansado-. Pero yo no amenacé a Erik Frankel. Y ahora te agradecería que te marcharas.
Por un instante, Kjell dio la impresión de querer protestar. Luego se puso de pie, se acercó a su padre y le clavó la mirada.
– No fuiste un buen padre para mí, aunque eso puedo sobrellevarlo. Pero te lo juro, si arrastras a mi hijo a esto más de lo que ya lo has hecho… -Kjell apretó los puños.
Frans alzó la vista y le sostuvo la mirada tranquilamente.
– Yo no he arrastrado a tu hijo a nada en absoluto. Ya es lo bastante adulto como para pensar por sí mismo. Y como para elegir por sí mismo.
– ¿Igual que tú? -replicó Kjell hiriente, antes de salir disparado, como si ya no soportara hallarse en la misma habitación que su padre.
Frans permaneció sentado sintiendo cómo el corazón le latía en el pecho. Mientras oía la puerta cerrarse, pensó brevemente en la relación entre padres e hijos. Y en las elecciones que otros hacían por ellos.
– ¿Qué tal el fin de semana? -Paula dirigió la pregunta tanto a Martin como a Gösta, mientras ponía los cacitos de café en la cafetera. Ambos se contentaron con asentir cariacontecidos. Ninguno de los dos sentía el menor aprecio por el fenómeno llamado «lunes por la mañana». Además, Martin había dormido mal todo el fin de semana.
Últimamente había empezado a sufrir insomnio todas las noches, preocupado por la criatura que nacería al cabo de un par de meses. No porque no lo deseara, todo lo contrario, lo deseaba y mucho, pero era como si, hasta el momento, no hubiese tomado conciencia del grado de responsabilidad que entrañaba. Que se trataba de una vida, que era un pequeño ser humano a quien él tenía que educar, ayudar a crecer y cuidar en cualquier circunstancia. Y esa conciencia lo había tenido con los ojos como platos por las noches, mientras la enorme barriga de Pia se elevaba y descendía al ritmo pausado de su respiración. Lo que él se imaginaba era rechazo y armas, drogas y abusos sexuales, y penas y desgracias. Cuando pensaba en ello, no le veía fin al repertorio de males que podían sobrevenirle a un niño que estaba a punto de nacer. Y, por primera vez, se preguntó si estaba lo bastante maduro para esa misión. Claro que era un poco tarde para tales preocupaciones a aquellas alturas. Dentro de un par de meses, el bebé nacería sin remedio.
– Vaya monigotes que estáis hechos los dos. -Paula se sentó y extendió los brazos sobre la mesa, sin dejar de observar a Gösta y a Martin con una sonrisa.
– Debería estar prohibido llegar de tan buen humor un lunes por la mañana -refunfuñó Gösta al tiempo que se levantaba en busca de otro café. El agua aún no se había filtrado del todo, así que cuando retiró la cafetera, el café empezó a caer en la placa. Gösta no pareció notarlo siquiera, sino que volvió a colocar la cafetera en su lugar una vez se hubo servido.
– Pero Gösta -dijo Paula reconviniéndolo al ver que le daba la espalda al desaguisado y volvía a sentarse-. No pensarás dejarlo así. Tienes que limpiarlo.
Gösta echó una ojeada a la cafetera y entonces sí pareció darse cuenta del charco que se había formado en la encimera.
– Vaya, sí, lo típico, las mujeres siempre igual. Siempre tan puntillosas.
Paula estaba a punto de replicarle y clavarle un aguijón cuando oyeron un ruido. Un ruido que no se contaba entre los habituales en la comisaría. El alegre parloteo de un niño.
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