Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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– ¡Joder!

– Pero ¿qué ha pasado? -preguntó Anna llena de inquietud.

– Es Belinda. Al parecer ha estado en no sé qué fiesta y tiene una borrachera de órdago. La que llamaba era una amiga. La mandarán aquí en un taxi.

– Pero ¿dónde estaba? Se suponía que tenía que estar con Pernilla en Munkedal, ¿no?

– Pues sí, se suponía, pero no es así. La amiga llamaba de Grebbestad. -Dan marcó un número y luego se oyó que acababa de despertar a su ex mujer. Se fue a la cocina y todos pudieron oír palabras sueltas de la conversación. No eran palabras amables. Minutos más tarde, Dan volvió al comedor y se sentó a la mesa con cara de frustración.

– Se ve que Belinda había dicho que iba a dormir en casa de una amiga. Y la amiga habrá dicho lo mismo, claro, que ella dormiría en casa de Belinda. Lo que han hecho es arreglárselas para llegar a Grebbestad e ir a esa fiesta. ¡Maldita sea! Creía que podía contar con que la tuviese controlada. -Se lamentó pasándose la mano por el pelo con gesto desesperado.

– ¿Te refieres a Pernilla? -dijo Anna acariciándole el brazo para calmarlo-. No es tan fácil, ¿sabes? Tú también habrías podido caer en la misma trampa. Es el truco más viejo del mundo.

– ¡No, a mí no me habría ocurrido! -exclamó Dan con rabia en la voz-. Yo habría llamado a los padres de la amiga para comprobar que todo estaba en orden. Jamás habría confiado en una niña de diecisiete años. ¿Cómo se puede ser tan tonto? ¿No voy a poder confiar en su capacidad para cuidar de las niñas?

– Tranquilízate, ya está bien -repuso Anna en tono severo-. Vamos a ir por partes. Lo principal es ocuparse de Belinda cuando llegue. -Dan hizo amago de ir a decir algo y ella lo cortó-, Y no vamos a reprenderla esta noche. Trataremos el asunto mañana, cuando se haya despabilado, ¿vale? -Aunque dijo la última palabra en tono interrogativo, a ninguno de los presentes en torno a la mesa, Dan incluido, le cupo la menor duda de que no era negociable. Dan asintió sin más.

– Voy a preparar la cama de la habitación de invitados -dijo Erica poniéndose de pie.

– Y yo iré a buscar un cubo o algo… -declaró Patrik con la esperanza de no tener que repetir aquella frase cuando Maja fuese adolescente.

Minutos más tarde se oyó el motor de un coche en la entrada y Dan y Anna se apresuraron a abrir la puerta. Anna pagó al taxista, mientras Dan cogía a Belinda, que yacía como un pelele en el asiento trasero.

– Papá… -balbució la muchacha. Luego, rodeó con los brazos el cuello de su padre y escondió la cara en su pecho. Dan sintió náuseas por el hedor a vómito que exhalaba, pero al mismo tiempo sintió una ternura inmensa por su hija que, de repente, le parecía menuda y frágil. Hacía muchos años que no la llevaba en brazos.

Un movimiento convulso de Belinda lo indujo instintivamente a sostenerle la cabeza retirándola a un lado. Un potingue apestoso y rojizo se estrelló contra la escalinata de Erica y Patrik. No cabía la menor duda de qué era lo que la joven había bebido en exceso. O, al menos, el vino tinto constituía una parte significativa de su consumo de alcohol.

– Llévala dentro; deja eso ahora, ya lo limpiaremos luego -dijo Erica haciéndole señas a Dan y a Belinda para que entraran-, Métela en la ducha, Anna y yo nos encargaremos y le pondremos ropa limpia.

Una vez en la ducha, Belinda rompió a llorar. Un llanto desgarrador. Anna le acariciaba la cabeza mientras Erica la secaba despacio con la toalla.

– Calla… Tranquila, todo irá bien, ya verás -la calmó Anna al tiempo que le ponía una camiseta limpia.

– Kim iba a estar allí… Y yo creía que… Le dijo a Linda que yo le parecía… feaaaaaaaaaaaa… -Hablaba entrecortadamente, haciendo pausas para llorar.

Anna miró a Erica por encima de la cabeza de Belinda. Ninguna de las dos habría querido estar en el lugar de la muchacha por nada del mundo. No hay nada más doloroso que un corazón adolescente roto. Ambas lo habían vivido y comprendían a la perfección por qué, en esa tesitura, resultaba fácil caer en la tentación de ahogar las penas en vino. Pero se trataba de un consuelo terriblemente provisional. Al día siguiente, Belinda se encontraría peor si cabe, las dos lo sabían por experiencia muy a su pesar. Pero lo único que podían hacer era meterla en la cama. Ya se encargarían del resto mañana.

Mellberg tenía la mano en el picaporte. Sopesaba los pros y los contras. Y tenía la innegable sensación de que los contras ganaban por goleada. Sin embargo, dos circunstancias lo habían conducido hasta allí. En primer lugar, no tenía otra cosa mejor que hacer un viernes por la tarde. En segundo lugar, no veía más que los oscuros ojos de Rita. No obstante, seguía preguntándose si eran motivo suficiente para hacer algo tan absurdamente ridículo como asistir a un curso de salsa. Además, no habría allí más que un puñado de señoras desesperadas, que creerían que conquistarían a algún hombre asistiendo a un curso de baile. Patético. Por un instante, estuvo a punto de darse media vuelta y pasar por la gasolinera, comprar unas patatas fritas y sentarse delante del televisor a ver un episodio grabado de la serie Full Frys, con Stefan y Christer. El solo recuerdo le hacía morirse de risa. Sí, caramba, esos dos muchachos sí que sabían qué era el humor. Mellberg acababa de decidirse por aquel plan B cuando la puerta se abrió delante de sus narices.

– ¡Bertil! ¡Qué bien que hayas venido! Entra, estábamos a punto de empezar. -Y, sin saber cómo ni cuándo, Rita lo llevó de la mano hasta la sala de baile. La música latina resonaba procedente de un altavoz gigantesco que había en el suelo y cuatro parejas lo observaron con curiosidad al verlo entrar. Parejas mixtas, advirtió Mellberg con sorpresa, borrando de su mente la imagen de sí mismo como un trozo de carne despedazado por una jauría de lobas.

– Tú bailarás conmigo. Me ayudarás a mostrarles cómo se hace -decidió Rita tirando resuelta de Mellberg hasta llevarlo al centro de la pista. Se colocó enfrente de él, le cogió una mano y le colocó la otra alrededor de su cintura. Mellberg tuvo que lidiar consigo mismo para resistir la tentación de agarrarse bien a sus exuberancias. Sencillamente, no comprendía a los hombres que preferían notar huesos bajo la palma de la mano.

– Bertil, concéntrate -lo exhortó Rita irguiéndose-. Mirad cómo lo hacemos Bertil y yo -les dijo a las demás parejas-. Para las damas: pie derecho delante, el peso en el pie izquierdo, y otra vez el pie derecho. Para los caballeros es lo mismo, pero al contrario, pie izquierdo delante, el peso en la derecha, y otra vez el izquierdo. Practicaremos ese paso hasta que lo tengamos bien aprendido.

Mellberg se esforzaba al máximo por comprender lo que quería decir, pero era como si el cerebro hubiese optado por eliminar incluso una información tan elemental como dónde estaba la derecha y dónde la izquierda. Sin embargo, Rita era muy buena maestra. Con movimientos decididos, lo iba guiando adelante y atrás y, al cabo de unos minutos, Mellberg notó encantado que empezaba a dominar los vaivenes.

– Y ahora… vamos a empezar a mover también las caderas -dijo Rita conminando a sus alumnas con la mirada-. Los suecos sois de un rígido… Pero la salsa es movimiento, ductilidad, suavidad.

Ilustró lo que quería decir moviéndose al ritmo de la música con un meneo tal que se diría que las caderas se deslizaban adelante y atrás como una ola. Mellberg observaba fascinado cómo movía el cuerpo. Cuando ella lo hacía, parecía facilísimo. Totalmente resuelto a impresionarla, intentó imitar sus movimientos de caderas acompañándolos de los pasos que él creía ya impresos en su memoria. Pero, de repente, ya no funcionaba. Sentía las caderas totalmente rígidas y todo intento de coordinar sus movimientos con los de los pies lo abocó al más absoluto bloqueo. Se paró en seco con la frustración pintada en la cara. Y, para terminar de empeorar las cosas, su mechón de pelo eligió aquel momento para desbaratarse y descolgarse sobre la oreja izquierda. Raudo como un rayo volvió a colocarlo en su sitio, con la esperanza de que nadie se hubiese percatado del incidente. Las risitas de las otras parejas defraudaron de inmediato dicha esperanza.

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