Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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El diagnóstico los dejó sin habla un buen rato. Luego, a Britta se le escapó un sollozo. Sólo eso. Un sollozo. Le apretó a Herman la mano con fuerza, y él le correspondió con otro apretón. Ambos comprendían lo que aquello implicaba. La vida que habían compartido durante cincuenta y cinco años iba a cambiar de forma drástica. Paulatinamente, la enfermedad le destrozaría el cerebro, le haría perder todo aquello que constituía la esencia de Britta: sus recuerdos, su personalidad. Un abismo inmenso y profundo se abría ante ellos.

Ya había pasado un año desde entonces. Los buenos ratos eran cada vez menos frecuentes. A Herman le temblaban las manos mientras intentaba doblar las servilletas como Britta. Solía hacerlo en forma de abanico. Pero, pese a que la había visto hacerlo millones de veces, a él no le quedaba bien. Después del cuarto intento, la rabia y la frustración se apoderaron de él y rompió la servilleta en mil pedazos. Trocitos pequeños, muy pequeños, que cayeron despacio sobre el plato. Se sentó en la silla e intentó serenarse. Se enjugó una lágrima que se abrió paso por la comisura del ojo.

Cincuenta y cinco años juntos. Años buenos. Años felices. Claro que habían tenido sus altibajos a veces, como en todos los matrimonios. Pero la base siempre existió. Evolucionaron juntos, Britta y él. Estaba tan increíblemente orgulloso de ella entonces. Antes de que naciera su hija, Herman había juzgado a su mujer como superficial y un poco boba, lo admitía. Sin embargo, desde el día en que tuvo en sus brazos a Anna-Greta, se convirtió en otra persona. Era como si, al ser madre, hubiese adquirido una profundidad de la que antes carecía. Tuvieron tres hijas. Tres bendiciones y el amor de Herman por su mujer fue creciendo con cada una de ellas.

Notó una mano en el hombro.

– ¿Papá? ¿Qué tal estás? No me has oído llamar a la puerta, así que he entrado sin más.

Herman se secó los ojos rápidamente e intentó obligarse a sonreír al ver la expresión preocupada de la mayor de sus hijas. Pero no consiguió engañarla. Ella lo abrazó y pegó la mejilla a la de él.

– ¿No lo llevas bien hoy, papá?

Herman asintió y, por un instante, se permitió sentirse como un niño en el regazo de su hija. Britta y él la habían educado bien. Anna-Greta era cariñosa y solícita, y madre entregada de dos de los nietos de Herman y Britta. A veces no se lo explicaba, que aquella mujer de cabello cano que rondaba los cincuenta fuese la niña que alborotaba por la casa y le vendaba el dedo meñique.

– Los años vuelan, Anna-Greta -dijo al cabo dándole una palmadita en el brazo.

– Sí, papá, los años vuelan -admitió ella abrazándolo con fuerza y dándole un apretón extra antes de soltarlo.

– ¿Quieres que arreglemos esta mesa como es debido? A mamá no le gustará nada ver la que has organizado. -Anna-Greta se echó a reír, y Herman no pudo por menos de corresponder con una sonrisa.

– Yo doblaré las servilletas en forma de abanico y tú pones los cubiertos. Creo que será lo mejor, a juzgar por esta muestra -propuso guiñándole un ojo y señalando los trozos de papel que cubrían la mesa como confeti.

– Sí, será lo mejor -convino Herman con una sonrisa de agradecimiento-. Será lo mejor.

– ¿A qué hora iban a venir? -Patrik gritaba desde el dormitorio en el que, a instancias de Erica, había ido a cambiarse los vaqueros y la camiseta por una vestimenta más adecuada. La objeción: «Si la cena es sólo para tu hermana y para Dan», no surtió el menor efecto. Era una invitación a cenar un viernes por la noche, había que ser consecuente. Sencillamente, había que tener un poco de estilo.

Erica abrió la puerta del horno para echarle un vistazo al solomillo en hojaldre. Tenía cargo de conciencia por haberse enfadado tanto con Patrik el día anterior, y quería compensarlo con su plato favorito, solomillo en hojaldre con salsa de Oporto y patatas machacadas. El plato que cocinó la primera vez que lo invitó a cenar en su casa. La primera noche que… Se rio un poco para sí y cerró el horno. Aquello se le antojaba ya muy lejano, aunque sólo habían pasado unos años. Quería a Patrik con toda su alma, pero era extraño comprobar la rapidez con que la vida cotidiana y los hijos aniquilaban el deseo de hacer el amor cinco veces seguidas, como hicieron aquella noche. Hoy por hoy, Erica se sentía agotada ante la sola idea de tanta actividad en la cama. Una vez a la semana ya le parecía una proeza.

– Llegarán dentro de media hora -le gritó a Patrik cuando empezaba a preparar la salsa. Ella ya se había cambiado y llevaba un pantalón negro y una blusa lila, su prenda favorita de cuando vivía en Estocolmo y aún tenía un buen repertorio de tiendas para ir a comprar. Por si acaso, se había puesto un delantal y Patrik la obsequió con un silbido lisonjero al bajar la escalera.

– Pero ¿sobre qué descansan la vista mis fatigados ojos? Una aparición. Un ser divino y glamuroso, aunque con un toque de paño casero y de culinariedad.

– La palabra culinariedad no existe -repuso Erica riendo cuando Patrik la besó en la nuca.

– Existe a partir de ahora -le respondió él con un guiño. Luego dio un paso atrás e hizo una pirueta en medio de la cocina.

– ¿Y bien? ¿Estoy pasable? ¿O me toca subir y cambiarme otra vez?

– Vaya, suena como si yo fuera la cruz de esta casa… -Erica fingió inspeccionarlo rigurosamente de arriba abajo, pero se echó a reír y dijo-: Eres un ornamento para nuestro hogar. Si, además, pones la mesa, quizá empiece a comprender por qué me casé contigo.

– Que ponga la mesa. Eso está hecho.

Media hora más tarde, a las siete en punto, cuando llamaron a la puerta, lo tenían todo listo, la cena y la mesa. Anna y Dan llegaron con Emma y Adrián, que entraron en tromba gritando el nombre de Maja. Su prima pequeña era sumamente popular…

– Pero ¿quién es este hombre tan guapo? -preguntó Anna-, ¿Y qué has hecho con Patrik? Desde luego, no sé cómo has tardado tanto en cambiarlo por este magnífico ejemplar.

Patrik le dio un abrazo a Anna.

– Yo también me alegro de verte, querida cuñada… Bueno, contadme, ¿qué tal les va a los tortolitos? Erica y yo nos sentimos honrados de que hayáis logrado alejaros del dormitorio para venir a visitarnos en nuestra humilde morada.

– ¡Anda ya! -exclamó Anna ruborizándose al tiempo que hacía amago de darle a Patrik un puñetazo en el pecho. Sin embargo, por el modo en que su cuñada miraba a Dan, no cabía la menor duda de que Patrik tenía algo de razón.

Pasaron una velada estupenda. Emma y Adrián tuvieron a Maja entretenida de mil amores, hasta que llegó la hora de dormir a la pequeña. Luego, ellos mismos cayeron rendidos cada uno en un rincón del sofá. La cena recibió los elogios que merecía, el vino era excelente y fue desapareciendo de las botellas y Erica disfrutó pasando con su hermana y con Dan una noche normal y agradable. Sin nubarrones negros en el horizonte. Sin dedicar un solo pensamiento a lo que tenían a sus espaldas. Tan sólo charla inocua y discusión llena de cariño.

De pronto, el sonido estridente del móvil de Dan vino a alterar la calma.

– Perdón, voy a ver quién llama a estas horas… -se disculpó antes de levantarse para coger el teléfono que tenía en el bolsillo de la cazadora. Frunció el entrecejo al ver el número que aparecía en la pantalla, pues no lo reconocía.

– Hola, aquí Dan -dijo vacilante.

– ¿Quién dices?

– Perdona, no te oigo bien…

– ¿Belinda? ¿Dónde?

– ¿Cómo?

– Pero… si he bebido. No puedo…

– ¡Metedla en un taxi ahora mismo! Sí, yo lo pago en cuanto llegue. Tú procura que venga aquí.-A juzgar por la arruga de su frente, estaba muy preocupado y, cuando colgó el teléfono después de decir la dirección de Patrik y Erica, soltó una maldición.

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