– ¿Sí? -Axel Frankel parecía insomne y agotado y le dedicó a Erica una mirada inquisitiva.
– Hola, soy Erica Falck, yo… -vacilaba, pues no sabía cómo continuar.
– La hija de Elsy. -Axel levantó la cabeza y la observó con una expresión extraña en los ojos. El cansancio había desaparecido de su mirada y la escrutaba con sumo interés-. Sí, ahora lo veo. Tu madre y tú os parecéis mucho.
– ¿Ah, sí? -preguntó Erica sorprendida. Nadie le había dicho nada semejante.
– Sí, algo en los ojos… Y la boca. -Ladeó la cabeza como si estuviese valorando cada detalle de su aspecto. Luego, de repente, se hizo a un lado-. Adelante.
Erica entró en el vestíbulo y se quedó allí plantada.
– Ven, podemos sentarnos en la terraza. -El anciano se alejó por el pasillo como esperando que ella lo siguiera. Señaló con la mano el sofá que había en una maravillosa terraza acristalada, parecida a la que tenían ella y Patrik.
– Siéntate. -No daba muestras de tener intención de invitarla a café y, cuando ya llevaban unos minutos en silencio, Erica se aclaró la garganta.
– Verá, la razón de que… -volvió a tomar impulso-, la razón de que haya venido a verlo es que le dejé a Erik una medalla. -Tomó conciencia de lo brusco que sonaba el preámbulo y añadió-: Ni que decir tiene que quería darle el pésame. Yo… -La situación le resultaba incómoda y se retorcía en el sofá mientras buscaba febrilmente una manera de proseguir.
Axel la tranquilizó con un gesto de la mano y le dijo amablemente:
– ¿Qué decías de una medalla?
– Sí -asintió Erica, agradecida al ver que él tomaba las riendas-. La primavera pasada encontré una medalla entre las pertenencias de mi madre. Una medalla nazi. No sabía por qué la tenía ni por qué la había conservado y sentí curiosidad. Y puesto que yo sabía que su hermano… -se interrumpió encogiéndose de hombros.
– ¿Y pudo ayudarte mi hermano?
– No lo sé. Hablamos por teléfono antes del verano, pero luego yo estuve muy ocupada y… bueno. Había pensado volver a ponerme en contacto con él, pero… -La frase murió a medio terminar.
– Y quieres saber si la medalla sigue aquí, ¿no es eso?
Erica asintió.
– Sí, perdón, entiendo que suena horrible que me preocupe por algo así cuando… Pero mi madre había conservado muy pocos objetos y… -Volvió a retorcerse, algo incómoda. En realidad, tendría que haber llamado por teléfono, en lugar de presentarse allí. Aquello estaba resultando terriblemente frío y calculador.
– Lo comprendo. Lo comprendo a la perfección. Créeme, nadie comprende mejor que yo lo importantes que son los lazos con el pasado. Incluso cuando los constituyen objetos sin vida. Y, desde luego, Erik lo había comprendido. Todos esos objetos que coleccionaba… Todos aquellos datos. Para él no estaban muertos. Vivían, le contaban una historia, nos enseñaban algo. -Se quedó mirando por los ventanales y, por un instante, pareció hallarse en un lugar remoto. Luego, volvió de nuevo la vista a Erica.
– Naturalmente, buscaré la medalla. Pero antes, háblame de tu madre. ¿Cómo era? ¿Cómo vivió?
A Erica le resultaron extrañas aquellas preguntas, pero en su mirada había un destello casi suplicante, de modo que quiso intentar responderlas.
– Pues… ¿Que cómo era mi madre? Si he de ser sincera, no lo sé. Mi madre era un tanto mayor cuando nos tuvo a mí y a mi hermana y… No sé… Nunca tuvimos muy buena relación. ¿Y cómo vivía? -Erica se esforzó por recordar. Por un lado, no comprendía la pregunta del todo. Y por otro, no sabía bien cómo responderla. Volvió a tomar impulso y se aventuró:
– Creo que le costaba justo esa parte. Le costaba vivir. Siempre la encontré muy controlada, no demasiado… alegre. -Erica luchaba desesperadamente por ofrecer una descripción mejor. Pero aquello era lo más próximo a la verdad. Lo cierto era que no recordaba haber visto alegre a su madre jamás.
– Me duele oír eso. -Axel volvió a mirar por la ventana, como incapaz de mirar a Erica, que se preguntaba desconcertada a qué venían aquellas preguntas.
– ¿Cómo era mi madre cuando la conoció? -No pudo impedir que su voz sonara ansiosa.
Axel volvió a mirarla con una expresión más dulce.
– En realidad, era mi hermano quien salía con Elsy, eran de la misma edad. Pero siempre estaban juntos, Erik, Elsy, Frans y Britta. Un auténtico trébol de cuatro hojas -dijo con una risa extrañamente triste.
– Sí, Elsy habla de ellos en los diarios que encontré. A su hermano sí lo conozco, pero ¿quiénes son Frans y Britta?
– ¿Diarios? -Axel se sobresaltó, pero con un movimiento tan breve que Erica se preguntó si no habrían sido figuraciones suyas-. Frans Ringholm y Britta… -Axel chasqueó los dedos-. ¿Cómo se llamaba de apellido? -Rebuscó un instante en los oscuros escondrijos de su memoria, pero no consiguió localizar allí la información-. En cualquier caso, creo que sigue viviendo en Fjällbacka. Tiene varias hijas, dos o tres, pero creo que son bastante mayores que tú. Vaya, lo tengo en la punta de la lengua, pero… Y, además, seguro que cambió de apellido cuando se casó. Ah, sí, ya me acuerdo, se llamaba Johansson y se casó con un Johansson, así que no hubo cambio alguno.
– Bien, en ese caso, podré dar con ella. Pero no ha contestado a mi pregunta, ¿cómo era mi madre? ¿Cómo era entonces?
Axel guardó silencio un buen rato, hasta que retomó la palabra:
– Era tranquila, reflexiva. Pero no era triste. No como tú la describes. Irradiaba una especie de alegría apacible. Una alegría que emanaba de su interior. No como Britta -añadió resoplando.
– ¿Y cómo era Britta?
– A mí nunca me gustó. No lograba entender por qué salía mi hermano con semejante… tontaina. -Axel meneó la cabeza-, No, tu madre era de una pasta muy distinta. Britta era superficial, boba, y le iba detrás a Frans de un modo que… bueno, que no era nada común entre las muchachas de entonces. Eran otros tiempos, ¿comprendes? -le dijo con un guiño y media sonrisa.
– ¿Y Frans? -preguntó Erica mirando a Axel con la boca entreabierta, dispuesta a absorber toda la información que pudiera darle sobre su madre. Era tan poco lo que sabía… Y cuanta más información obtenía, tanto más consciente era de lo poco que conocía a su madre.
– Frans Ringholm tampoco era una persona cuya compañía me gustase para mi hermano. Un temperamento violento, un rasgo de maldad y… No, nadie con quien uno desee relacionarse. Ni ahora ni entonces.
– ¿A qué se dedica hoy?
– Vive en Grebbestad. Y podría decirse que él y yo hemos seguido caminos opuestos en la vida -pronunció aquellas palabras en un tono tórrido y desdeñoso.
– ¿Qué quiere decir?
– Quiero decir que yo he dedicado mi vida a combatir el nazismo, mientras que Frans desearía que se repitiera la historia y, a ser posible, aquí, en tierra sueca.
– Pero ¿qué tiene que ver la medalla nazi que encontré con todo aquello? -Erica se inclinó hacia Axel, pero fue como si, de repente, se le hubiese cerrado una ventanilla delante de la cara. Axel se levantó bruscamente.
– Justo, la medalla. Más vale que vayamos a buscarla. -Salió de la habitación delante de Erica, que lo siguió boquiabierta. Se preguntaba qué habría dicho para que el hombre se cerrara en banda de aquel modo, pero resolvió que no era momento de indagar. Ya en el pasillo vio que Axel se había detenido delante de una puerta en cuya existencia no había reparado antes. Estaba cerrada y el anciano dudaba con la mano en el picaporte.
– Será mejor que entre solo -dijo con voz trémula. Erica comprendió de qué habitación se trataba. La biblioteca, donde había muerto Erik.
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