Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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Y eso era precisamente lo que a él le gustaba. Que era sencillo. Blanco y negro. Nada de zonas grises. Per no comprendía cómo la gente se complicaba la vida mirando las cosas unas veces desde un punto de vista y otras desde el contrario… Cuando todo era tan, tan sencillo. Eran ellos y nosotros. En eso consistía todo. Ellos y nosotros. Y si se hubieran mantenido en su sitio y se hubieran atenido a lo suyo, no habría surgido ningún problema. Pero se empecinaban en meterse en su territorio. Se empecinaban en transgredir unos límites que deberían ser obvios para todos. Joder, pero si la diferencia saltaba a la vista! Blanco o amarillo. Blanco o marrón. Blanco o ese asqueroso negro azulado que tenían los que procedían de las más recónditas selvas africanas. Tan asquerosamente sencillo. Aunque, claro. Hoy ya no era tan fácil ver la diferencia. Todo estaba destruido, mezclado, revuelto en un amasijo informe. Miró a sus amigos, que haraganeaban indolentes a su lado, en el banco. ¿Acaso sabía él en realidad cuál era su línea sanguínea? Quién sabía a qué se habrían dedicado las putas de su familia. Quizá también corriese por sus venas sangre impura. Per se estremeció.

Nicke lo miró inquisitivo.

– ¿Y a ti qué coño te pasa? Ni que te hubieras tragado algo infumable.

Per resopló.

– Qué va, no es nada. -Pero ni la idea ni el asco lo abandonaban. Apagó el cigarrillo.

– Venga, vamos a la cafetería. Es deprimente quedarse aquí sentado.

Señaló con la cabeza el edificio de la escuela y echó a andar a buen paso sin esperar ni ver si los demás lo seguían. Ya sabía que así era.

Por un instante, pensó en el hombre asesinado. Luego se encogió de hombros. Aquel hombre no era importante.

5

Fjällbacka, 1943

Los cubiertos tintineaban al chocar contra la porcelana mientras comían. Los tres intentaban no mirar de reojo hacia la silla vacía, pero para ninguno de ellos era fácil.

– Mira que tener que irse otra vez, tan pronto. -Gertrud le alargó la fuente de patatas a Erik con mirada inquisitiva, y el muchacho se sirvió una en el plato, ya lleno de comida. Era lo más sencillo. De lo contrario, su madre empezaría a insistir y a insistir, hasta que al fin tendría que ponerse más. La comida no le interesaba. Sólo comía porque era necesario. Y porque su madre decía que le daba vergüenza verlo tan delgado. La gente pensaría que no le daban de comer, solía decir.

Axel, en cambio… El siempre comía con mucho apetito. Erik miró de soslayo la silla vacía mientras, a disgusto, se llevaba el tenedor a la boca. La comida le crecía una vez dentro. La salsa convertía la patata en una pasta empapada y empezó a masticar enseguida para liberarse del bocado lo antes posible.

– Tiene que hacer lo que le corresponde. -Hugo Frankel miró a su mujer con severidad, aunque también él dirigía la vista a la silla vacía de Axel, que estaba frente a Erik.

– Sí, bueno, yo sólo digo que podría tomarse un par de días para descansar en casa tranquilamente.

– Eso lo decide él. Nadie decide ni manda en lo que hace Axel, salvo el propio Axel. -La voz de Hugo estallaba de orgullo, y Erik sintió la punzada de siempre en el pecho. La que solía sentir cuando sus padres hablaban de su hermano. Como si él no fuese más que una sombra en la familia, una sombra de Axel, alto y fuerte y rubio, siempre en el centro de atención, aunque él no se esforzaba por conseguirlo. Erik se llevó otro bocado a la boca. Ojalá se acabara pronto la cena. Así podría irse a leer a su habitación. Leía sobre todo libros de Historia. Todos esos hechos, nombres, fechas y lugares, tenían algo que le encantaba. No eran aleatorios, eran algo que se podía memorizar, algo con lo que contar.

A Axel nunca le había gustado mucho leer. Aun así, se las había arreglado para terminar el instituto con la máxima calificación. Erik también tenía buenas notas. Pero él tenía que trabajar para conseguirlas. Y nadie le daba palmaditas en la espalda ni irradiaba orgullo y satisfacción por él ante amigos y conocidos. Nadie alardeaba de Erik.

Pese a todo, no era capaz de no querer a su hermano. A veces deseaba serlo. Deseaba poder detestarlo, odiarlo, que la punzada pasara a su pecho. Pero la verdad era una: Erik quería a Axel. Más que a nadie en el mundo. Axel era el más fuerte, el más valiente y el único que merecía que se alardease de él. No Erik. Eso era un hecho. Como en los libros de Historia. Tanto como que la batalla de Hastings tuvo lugar en 1066. Era algo indiscutible, no era opinable ni alterable. Así era y punto.

Erik miró el plato. Vio con asombro que estaba vacío.

– Papá, ¿puedo retirarme de la mesa? -preguntó esperanzado.

– ¿Has terminado de comer? Vaya, pues sí, mira… Está bien, vete. Tu madre y yo nos quedaremos aquí un rato más.

Cuando Erik subía la escalera camino de su habitación, oyó a sus padres hablando en el comedor.

– Espero que Axel no se arriesgue demasiado, yo…

– Gertrud, tienes que dejar de sobreprotegerlo. Axel tiene diecinueve años y el comerciante dijo esta mañana que no ha visto un muchacho tan… Hemos de estar satisfechos de tener un…

Las voces se apagaron cuando cerró la puerta de su dormitorio. Se tiró en la cama y cogió el primer libro de la pila, uno que trataba sobre Alejandro Magno. Él también fue un valiente. Exactamente igual que Axel.

* * *

– Sólo digo que podrías haberlo mencionado. Me quedé como una idiota cuando Kristina me dijo que Karin y tú estabais paseando juntos.

– Sí, ya… ya sé -Patrik balbucía con la cabeza gacha. La hora que Kristina se quedó a tomar café con ellos transcurrió plagada de matices ocultos y de miradas elocuentes, y apenas acababa de cerrar la puerta de la calle cuando Erica estalló.

– O sea, no es el hecho de que andes paseando por ahí con tu ex mujer. No soy celosa y lo sabes. Pero ¿por qué no me lo dijiste? Eso es lo que no entiendo…

– Sí, te comprendo… -Patrik evitaba mirar a Erica a los ojos.

– ¡Me comprendes! ¿Es todo lo que tienes que decir? ¿Ninguna explicación? ¡O sea, yo creía que tú y yo podíamos hablar de todo! -Erica tomó conciencia de que estaba acercándose al límite de lo que podría llamarse un ataque de histeria, pero la frustración de los últimos días acababa de encontrar una válvula de escape y no pudo contenerse.

– ¡Y además, creía que los dos teníamos claro el reparto de tareas! Tú estás de baja paternal y yo trabajo. Aun así, no gano para interrupciones, te presentas en mi despacho cada dos por tres como si tuviera una puerta giratoria, y ayer tuviste el valor de largarte y desaparecer durante dos horas, dejándome aquí con Maja. ¿Cómo crees que me las he arreglado yo todo este año, eh? ¿Crees que tenía una sirvienta que me sustituía cuando tenía que salir a algún recado, o que me decía dónde estaban los guantes de Maja, eh? -Erica se oyó a sí misma gritar con aquella voz chillona y se preguntó si de verdad era ella la que hablaba. Calló de repente y, en un tono más bajo, continuó:

– Perdona, no quería… Oye, creo que voy a salir a caminar un rato. Tengo que salir de aquí.

– Sí, vete -la animó Patrik, que parecía una tortuga que, temerosa, asomara la cabeza del caparazón para comprobar si la costa estaba despejada-.Y perdón por no haberte dicho nada… -añadió con una mirada suplicante.

– Bah… Pero no vuelvas a hacerlo nunca más… -repuso Erica con un amago de sonrisa. Ondeaba la bandera blanca. Lamentaba haber perdido los estribos con él, pero ya hablarían después. Ahora necesitaba más que nada un poco de aire fresco.

Iba caminando a buen paso por el pueblo. Fjällbacka tenía un aspecto tan extrañamente desierto tras la marcha de los turistas, después de los agitados meses de verano… Era como una sala de estar por la mañana después de una juerga de las grandes. Vasos con restos de bebida, una serpentina enredada en un rincón, un gorrito de papel ladeado en la cabeza de un invitado que se ha quedado frito en el sofá. Aunque, en el fondo, Erica prefería esta época. El verano era demasiado intenso, demasiado latoso. Ahora la plaza de Ingrid Bergman estaba en calma. Maria y Mats tenían abierto aún el quiosco del centro, pero dentro de poco cerrarían y se marcharían a atender su negocio en el norte, en Sälen, como hacían todos los años. Y aquello era, precisamente, lo que tanto le gustaba de Fjällbacka. Lo predecible de sus cambios. Cada año lo mismo, los mismos ciclos. Same procedure as last year.

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