Mellberg casi había completado la ronda cuando vio recompensado su esfuerzo. Acababa apenas de pensar en abandonar, cuando oyó pasos a su espalda. Ernst empezó a saltar contentísimo al ver que se acercaba su amiga.
– Ajá, así que vosotros también habéis salido a pasear -dijo Rita con la voz tan jovial como Mellberg la recordaba. Sintió que las comisuras de los labios se le estiraban para formar una sonrisa.
– Pues sí, aquí estamos. Dando un paseo, vamos. -Mellberg sintió deseos de propinarse una patada. ¿Qué clase de respuesta estúpida era aquella? El, que solía ser tan elocuente cuando hablaba con las damas… Y allí estaba ahora, hablando como un idiota. Se exhortó a sí mismo a comportarse e intentó sonar con algo más de autoridad:
– Según tengo entendido, es importante que hagan ejercicio. Así que Ernst y yo intentamos dar todos los días un paseo de una hora, como mínimo.
– Desde luego, y no son sólo los perros los que necesitan hacer ejercicio. Tú y yo necesitamos también un poco -opinó Rita entre risas dándose una palmadita en la barriga. A Mellberg se le antojó de lo más liberador. Por fin una mujer que comprendía que las redondeces no siempre eran una desventaja.
– Sí, por supuesto -convino palmeándose también él su generosa barriga-. Pero hay que tener cuidado de no perder el aplomo.
– ¡No, Dios no lo quiera! -exclamó Rita entre risas. Esa expresión, un tanto anticuada, sonó deliciosa en combinación con su acento-. Por eso siempre procuro llenar el depósito enseguida. -Se detuvo ante un bloque de pisos y Señorita empezó a tironear en dirección a uno de los portales-. Podría invitarte a un café. Con bollos.
Mellberg tuvo que hacer un esfuerzo para no dar un salto de alegría e intentó fingir que se lo estaba pensando. Al cabo de un instante dijo:
– Pues sí, gracias, no es mala idea. No puedo ausentarme mucho del trabajo, pero…
– Estupendo. -Rita marcó el código de la puerta y entró la primera. Ernst no parecía tener el mismo autocontrol que su dueño, sino que iba agitadísimo saltando de pura felicidad ante la perspectiva de acompañar a Señorita a su casa.
Lo primero que pensó Mellberg al ver el apartamento de Rita fue que le parecía «acogedor». No tenía la árida decoración minimalista a la que tan proclives eran los suecos, sino que literalmente crepitaba de calidez y de color. Soltó a Ernst, que salió como una bala en busca de Señorita, la cual, al parecer, le permitió magnánima que revolviese entre sus juguetes. Mellberg se quitó el chaquetón, colocó cuidadosamente los zapatos en el zapatero y siguió la voz de Rita, que lo condujo a la cocina.
– Parece que están a gusto juntos.
– ¿Quiénes? -preguntó Mellberg en un tono bobalicón, pues su cerebro estaba completamente ocupado en procesar la visión del exuberante trasero de Rita, que apuntaba hacia él mientras ella medía junto al fregadero los cacitos de café y llenaba la cafetera.
– Señorita y Ernst, claro -contestó antes de volverse y echarse a reír.
Mellberg la secundó cortés.
– Ya, sí, claro. Sí, parece que se caen bien. -Una rápida ojeada a la sala de estar le confirmó tal afirmación con mayor contundencia de lo que él habría deseado: Ernst estaba olisqueando a Señorita justo debajo del rabo.
– ¿Te gustan los bollos? -preguntó Rita.
– ¿Duerme boca arriba Dolly Parton? -respondió Mellberg con una pregunta retórica, aunque lo lamentó enseguida. Rita se volvió hacia él con una expresión inquisitiva.
– No lo sé. Sí, quizá sí duerma boca arriba, ¿no? Sí, claro, con el pecho que tiene, debería dormir boca arriba, quizá…
Mellberg rio abochornado.
– No es más que un dicho. Quería decir que sí, que me encantan los bollos.
Más que perplejo, la vio poner en la mesa tres tazas y tres platos. El misterio quedó resuelto en el acto, pues Rita se dirigió a la puerta de la habitación contigua a la cocina y gritó:
– ¡Johanna, el café está listo!
– ¡Ya voy! -se oyó una voz desde el interior de la habitación. Un segundo más tarde, apareció una mujer rubia extraordinariamente guapa con una barriga enorme.
– Es mi nuera, Johanna -explicó Rita señalando a la mujer, que estaba embarazadísima-. Y este es Bertil, el dueño de Ernst. Lo conocí en el bosque -añadió con una risita. Mellberg le tendió la mano para saludarla y estuvo a punto de caer de bruces de dolor. Jamás en la vida le habían dado un apretón de manos de aquel calibre, pese a que, a lo largo de los años, había estrechado la mano a un montón de tipos duros.
– Menudas tenazas -se lamentó con un suspiro de alivio cuando por fin logró soltarse.
Johanna lo miró con expresión jocosa y se acomodó con esfuerzo ante la mesa de la cocina. Después de intentar dar con una postura que le permitiera alcanzar tanto la taza como el bollo, empezó a comer con sano apetito.
– ¿Cuándo sales de cuentas? -preguntó Mellberg solícito.
– Dentro de tres semanas -respondió Johanna con sequedad, al parecer totalmente concentrada en ingerir cada miga del bollo, para extender enseguida el brazo en busca del segundo.
– Ya veo que comes por dos -observó Mellberg con una carcajada, pero una mirada agria de Johanna lo hizo cerrar la boca. Una pieza nada fácil de conquistar, se dijo.
– Es mi primer nieto -intervino Rita ufana, dándole a Johanna unas palmaditas cariñosas en la barriga. El semblante de Johanna, que posó la mano sobre la de su suegra, se iluminaba cuando la miraba.
– ¿Tú tienes nietos? -preguntó Rita con curiosidad una vez servido el café y después de sentarse a la mesa con Bertil y Johanna.
– No, todavía no -respondió negando con la cabeza-, Pero tengo un hijo. Se llama Simón y tiene diecisiete años.-Mellberg se irguió lleno de orgullo. Aquel hijo había llegado tarde a su vida y la noticia de su existencia no fue algo que él acogiese con excesivo entusiasmo. Pero poco a poco se fueron conociendo y ahora Mellberg se sorprendía de la sensación que inundaba su pecho en cuanto pensaba en Simón. Era un buen chico.
– Diecisiete años, bueno, entonces no hay prisa. Pero créeme, los nietos son el postre de la vida -afirmó sin poder evitar dar otra palmadita en la barriga de Johanna.
Tomaron café en animada conversación mientras los perros alborotaban por el piso. Mellberg quedó fascinado ante la pura y sincera alegría que experimentaba allí sentado en la cocina de Rita. Después de los chascos que se había llevado en los últimos años, se dijo que no quería volver a saber de ninguna mujer. En cambio, allí estaba ahora. Y muy a gusto.
– Y bien, ¿qué te parece? -le preguntó Rita mirándolo insistente. Mellberg comprendió que no se había enterado de la pregunta a la que se suponía que debía responder.
– ¿Perdón?
– Sí, te decía que podías venir esta noche a mi clase de salsa. Es un grupo de principiantes. Nada complicado. A las ocho.
Mellberg la miraba incrédulo. ¿Clase de salsa? ¿El? La sola idea era del todo ridícula. Pero Mellberg acertó a mirar demasiado intensamente los oscuros ojos de Rita y oyó con horror su propia voz que decía:
– ¿Clase de salsa? A las ocho. Desde luego.
Erica ya había empezado a arrepentirse cuando subía el camino de gravilla que desembocaba en la casa de Erik y Axel. Ya no le parecía tan buena idea como cuando se le ocurrió, y alzó el puño para golpear la puerta embargada por la duda. En un primer momento no oyó nada y pensó con alivio que no habría nadie en casa. Luego sintió pasos en el interior y, cuando se abrió la puerta, le dio un vuelco el corazón.
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