Se marchó de casa de Britta muerta de vergüenza. Le costó lo indecible apartar de la mente la mirada de Herman al verla allí sentada a la mesa de la cocina junto a su mujer, que se encontraba al borde de un ataque de nervios. Erica comprendía a Herman. Había pecado de insensible al no reparar en los indicios, pero, al mismo tiempo, se resistía a lamentar la visita. Despacio, muy despacio, iba recabando cada vez más piezas sobre su madre. Imprecisas y confusas, pero muchas más de las que tenía antes.
En realidad, era extraño. Jamás había oído los nombres de Erik, Britta y Frans. Aun así, debieron de ser muy importantes durante todo un período de la vida de su madre. Sin embargo, ninguno parecía haber mantenido contacto con los demás desde que se hicieron adultos. Pese a que todos siguieron viviendo en un pueblo tan pequeño como Fjällbacka, era como si hubiesen coexistido en mundos paralelos. Y la imagen de Elsy que Axel había empezado a brindarle coincidía bastante bien con la de Britta, pero no encajaba en absoluto con la imagen de la madre severa que Erica recordaba. Ella jamás la vio como a una persona cálida, ni solícita ni cualquier otro de los calificativos que ambos emplearon para describir a la joven Elsy. Erica no podía decir que su madre hubiese sido una mala persona, pero era distante, hermética. La calidez que sin duda poseyó un día fue desapareciendo por el camino, mucho antes de que ella y Anna nacieran. Y Erica sintió de pronto un dolor terrible por todo aquello de lo que se había visto privada. Todo aquello que nunca lograría recuperar. Su madre ya no estaba desde hacía cuatro años, desde el accidente que se llevó también a Tore, su padre. No había nada que pudiera despertar a la vida, nada por lo que exigir compensación, nada que pudiera suplicar y rogar ni de lo que acusar a su madre. Sólo esperaba comprender. ¿Qué fue de la Elsy que describían sus amigos? ¿Qué ocurrió con la Elsy agradable, cálida y cariñosa?
Unos toquecitos en la puerta vinieron a interrumpir su cavilación. Erica bajó a abrir.
– ¿Anna? Pasa. -Se hizo a un lado para que entrara su hermana y, con la agudeza de la hermana mayor, se percató enseguida de que Anna tenía los ojos enrojecidos.
– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó más preocupada de lo que pretendía. Anna había sufrido tanto los últimos años… Y Erica nunca logró abandonar el papel de madre que, desde la niñez, había adoptado con su hermana.
– Los problemas que acarrea mezclar dos familias, sólo eso -respondió Anna tratando de sonreír-. Nada que yo pueda controlar, pero me sentaría bien poder hablar un poco.
– Pues siéntate y habla todo lo que quieras -la animó Erica-, Pondré café. Y si miro bien en la despensa, seguro que encuentro algo rico con lo que consolarnos.
– En otras palabras, ahora que eres una mujer casada, has abandonado el ideal de la línea esbelta -observó Anna.
– Ni lo menciones -suspiró Erica-.Tras una semana de trabajo sedentario, pronto tendré que ir a comprarme pantalones. Estos me están a reventar.
– Sí, te comprendo -asintió Anna sentándose a la mesa-.Yo tengo la sensación de que la vida en pareja me ha puesto algunos kilos en la cintura. Y no creo que mejore, puesto que Dan parece poder comerse lo que haga falta sin engordar un gramo.
– Sí, ya, ¿verdad que es odioso? -bromeó Erica al tiempo que ponía en la mesa una bandeja de bollos-. ¿Sigue tomando bollos de canela para desayunar?
– Ajá, de modo que cuando estabais juntos ya lo hacía, ¿no? -rio Anna meneando la cabeza-. Ya te puedes figurar lo fácil que resulta inculcar a los niños la importancia de un desayuno saludable, cuando él se pone a mojar bollos de canela en el chocolate delante de sus narices.
– Oye, que los bocadillos de caviar y queso de Patrik, que él también moja en el chocolate, tampoco se quedan cortos…
En fin, cuéntame, ¿qué ha pasado? ¿Otra discusión con Be- linda?
– Sí, supongo que eso es la base de todo, pero es que todo sale mal y, al final, Dan y yo hemos tenido una pelea a causa de ello y… -Anna estaba muy triste y echó mano de un bollo-. Aunque, en realidad, no es culpa de Belinda, eso es lo que intento explicarle a Dan. Ella no hace más que reaccionar ante una situación nueva que, además, no ha elegido por sí misma. La pobre tiene razón. Ella no quería tenernos a mí y a mis dos niños sueltos por la casa.
– No, claro, en eso llevas razón. Pero, por otro lado, tenéis que poder exigirle que se comporte de un modo civilizado. Y eso es competencia de Dan. El doctor Phil dice que ni el padrastro ni la madrastra deben involucrarse en imponer disciplina a un hijo tan mayor…
– El doctor Phil… -Anna se rio tan de buena gana que se atragantó con el bollo y sufrió un terrible ataque de tos-, Pero, Erica, por favor, desde luego que ya era hora de que dejaras la baja maternal. ¿El doctor Phil?
– Que sepas que he aprendido mucho viendo su programa -replicó Erica ofendida. Nadie bromeaba con su gurú del hogar impunemente. El doctor Phil había constituido su gran momento del día durante la baja maternal, y había pensado que, en lo sucesivo, seguiría tomándose una pausa a la hora del almuerzo y dejaría de escribir justo cuando empezara el programa.
– Bueno, puede que lleve razón -admitió Anna a disgusto-. Tengo la sensación de que Dan no se lo toma lo bastante en serio, o de que se lo toma demasiado en serio. Llevo desde el viernes tratando de convencerlo de que no se ponga a discutir con Pernilla por la custodia de las niñas. Pero empezó a desvariar diciendo que no se fiaba de que Pernilla pudiese cuidarlas bien y… En fin, que se fue encendiendo. Y en medio de todo el lío, bajó Belinda y se armó la gorda. En resumen, Belinda dice que no quiere venir a casa, así que Dan la metió en el autobús a Munkedal.
– ¿Y qué dicen Emma y Adrián de todo esto? -Erica cogió otro bollo. Ya empezaría a preocuparse por la alimentación la semana siguiente. Seguro. Sólo necesitaba esta semana para empezar con la rutina de escribir y luego…
– Pues, tocaré madera, pero a ellos les parece de fábula -aseguró Anna dando un golpecito en la mesa-. Adoran a Dan y a las niñas, y les parece fantástico tener hermanas mayores. Así que, por el momento, ese frente no ha dado problemas.
– Y Malin y Lisen, ¿qué tal lo llevan? -Erica se interesó por las hermanas menores de Belinda, de once y ocho años.
– Pues también muy bien, la verdad. Les gusta jugar con Emma y con Adrián, y a mí me parece que me soportan, por lo menos. No, lo complicado es Belinda. Claro que también está en la edad en que las cosas han de ser complicadas. -Anna dejó escapar un suspiro y cogió otro bollo-. ¿Y tú? ¿Qué tal te va? ¿Avanzas con el libro?
– Pues sí, bueno, no va mal. Siempre va lento al principio, pero tengo mucho material escrito sobre el que trabajar y, además, ya tengo cita para varias entrevistas. Todo empieza a cobrar forma. Sólo que… -Erica vaciló un instante. Tenía un instinto protector, una ambición tan arraigada de preservar a su hermana de todas las situaciones… Pero al final decidió que Anna tenía derecho a saber qué estaba haciendo. Así pues, se lo contó rápidamente desde el principio, le habló de la medalla y de los demás objetos que había encontrado en el baúl de Elsy, de los diarios y de las conversaciones que había mantenido con algunas personas del pasado de su madre.
– ¿Y hasta ahora no me habías contado nada? -se sorprendió Anna.
Erica se retorcía abrumada.
– Sí, bueno, ya sé… Pero te lo estoy contando ahora, ¿no?
Anna pareció sopesar si seguir riñendo a su hermana, pero finalmente, resolvió dejarlo pasar.
– Me gustaría ver lo que encontraste -dijo secamente. Erica se levantó enseguida, aliviada al comprobar que su hermana no pensaba seguir discutiendo por no haber sido partícipe de la información desde el principio.
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