Camilla Läckberg - Las huellas imborrables

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En Las huellas imborrables Camilla Läckberg entreteje con maestría una historia contemporánea con la vida de una joven en la Suecia de 1940.
El verano llega a su fin y la escritora Erica Falck vuelve al trabajo tras la baja de maternidad. Ahora le toca a su compañero, el comisario Patrik Hedström, tomarse un tiempo libre para ocuparse de la pequeña Maja. Pero el crimen no descansa nunca, ni siquiera en la tranquila ciudad de Fjällbacka, y cuando dos adolescentes descubren el cadáver de Erik Frankel, Patrik compaginará el cuidado de su hija con su interés por el asesinato de este historiador especializado en la Segunda Guerra Mundial.
Mientras tanto, Erika hace un sorprendente hallazgo: los diarios de su madre Elsy, con quien tuvo una relación difícil, junto con una antigua medalla nazi. Pero lo más inquietante es que, poco antes de la muerte del historiador, Erika había ido a su casa para obtener más información sobre la medalla. ¿Es posible que su visita desencadenara los acontecimientos que condujeron a su muerte?

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10

Grini, en las inmediaciones de Oslo, 1 943

El frío era lo peor. La imposibilidad de entrar en calor. La humedad absorbía el escaso aire caliente y hacía que un frío gélido envolviese el cuerpo como una manta. Axel estaba acurrucado en el catre. Los días eran infinitos en la soledad de la celda. Pero prefería el tedio a las interrupciones. Los interrogatorios, los golpes, todas aquellas preguntas que le caían como granizo, como una lluvia pertinaz que se negaba a remitir. ¿Cómo podría responderles? Era tan poco lo que sabía… Y ese poco no lo contaría jamás. Antes se dejaría matar a golpes.

Axel se pasó la mano por la cabeza. Sólo le quedaba un milímetro de pelo, que le raspó la palma de la mano. Los ducharon y los afeitaron tan pronto como llegaron allí, y luego les pusieron uniformes de la guardia noruega. En cuanto lo atraparon, supo que lo llevarían a aquel lugar. A aquella cárcel situada a doce kilómetros de Oslo. Pero nada podría haberlo preparado para la realidad con la que se encontró, para el terror abismal que impregnaba todas las horas del día, para el hastío, para el dolor.

– La comida. -Oyó el resonar metálico fuera de la celda y vio al joven vigilante que dejó una bandeja delante de la reja.

– ¿Qué día es hoy? -preguntó Axel en noruego. Erik y él habían pasado prácticamente todos los veranos en Noruega, con los abuelos maternos, y hablaba aquella lengua a la perfección. Veía al vigilante a diario y siempre intentaba entablar con él una conversación, pues desfallecía por la falta de contacto humano.

Sin embargo, el joven no solía corresponderle más que parcamente o con monosílabos. Como hoy.

– Miércoles.

– Gracias. -Axel trató de forzar una sonrisa. El muchacho se dio la vuelta dispuesto a marcharse. A Axel le resultaba insufrible quedarse allí de nuevo, en medio de tan fría soledad, e intentó retenerlo un poco lanzándole otra pregunta.

– ¿Qué tiempo hace fuera?

El muchacho se detuvo. Vaciló. Miró a su alrededor antes de acercarse de nuevo a Axel.

– Está nublado. Bastante frío -respondió. A Axel le llamó la atención lo joven que parecía. Tendría más o menos su edad, quizá incluso un par de años menos. Aunque, con el aspecto que ahora tenía, él parecería mayor, tan viejo por dentro como por fuera.

El chico volvió a alejarse unos pasos.

– Demasiado frío para esta época del año, ¿verdad? -se le quebraba la voz, y a él mismo le resultó extraño el comentario. Hubo un tiempo en que consideraba la conversación insustancial una pérdida de tiempo. Ahora, en cambio, era un salvavidas, el recordatorio de una existencia que se convertía a diario en una imagen desvaída.

– Pues sí, quizá. Pero en Oslo también puede hacer bastante frío en esta época del año.

– ¿Eres de aquí? -Axel se apresuró a hacer la pregunta antes de que el vigilante intentase alejarse de nuevo.

El muchacho vaciló, parecía reacio a responder. Miró de nuevo a su alrededor, pero no se veía ni se oía a nadie cerca.

– Sólo llevamos aquí un par de años.

Axel cambió de tema.

– ¿Cuánto tiempo llevo yo aquí? A mí se me antoja una eternidad. -Soltó una risa que lo asustó, una risa bronca y como inexperta. Hacía mucho tiempo que no tenía motivos para reír.

– No sé si debo… -El vigilante se aflojó un poco el cuello del uniforme. Daba la impresión de no hallarse cómodo enfundado en tan rígida vestimenta. Pero ya se acostumbraría, se dijo Axel. Terminaría por encontrarse cómodo tanto con la vestimenta como con el trato dispensado a las personas. Tal era la naturaleza del ser humano.

– ¿Qué importancia puede tener que me digas cuánto tiempo llevo aquí? -preguntó Axel suplicante. Era terriblemente molesto vivir en un espacio sin tiempo. No tener una hora, una fecha, una semana en la que sustentar la vida.

– Dos meses, más o menos. No lo recuerdo con exactitud.

– Dos meses, más o menos. Y hoy es miércoles. Y está nublado. Con eso me basta. -Axel sonrió al muchacho, que le correspondió con una sonrisa cauta.

Una vez que el vigilante se hubo marchado, Axel se desplomó en el catre con la bandeja en las rodillas. La comida dejaba mucho que desear. Era la misma todos los días. Las patatas con las que alimentaban a los cerdos y unos potajes repugnantes. Claro que sería otra pieza en el engranaje de su propósito de socavar su ánimo. Apático y desganado, metió la cuchara en el mejunje grisáceo del cuenco, pero el hambre hizo que, finalmente, se la llevase a la boca. Trató de fingir que era el guiso de carne de su madre, pero no funcionó nada bien. Sólo consiguió agudizarlo todo, puesto que sus pensamientos se encaminaron allí adonde les había prohibido dirigirse, a su hogar y a su familia, a su madre y a su padre y a Erik. De repente, ni el hambre constituía acicate suficiente, era incapaz de comer. Dejó la cuchara en el cuenco y apoyó la cabeza en la pared rugosa de la celda. De pronto, su mente los recreó con total claridad. Su padre, con el poblado bigote gris que con tanto esmero se peinaba cada noche, antes de irse a dormir. Su madre, con el largo cabello recogido en un moño bajo, y con las gafas en la punta de la nariz cuando se sentaba por las tardes a hacer ganchillo al resplandor de la luz del flexo. Y Erik. Encerrado, a buen seguro, en su habitación, y enfrascado en algún libro. ¿Qué estarían haciendo? ¿Estarían pensando en él en aquellos momentos? ¿Cómo se habrían tomado sus padres la noticia de su apresamiento? ¿Y como se lo habría tomado Erik, a menudo tan taciturno y absorto en su mundo? La agudeza de su intelecto procesaba textos y datos con una agilidad impresionante, pero le costaba mostrar sus sentimientos. A veces, para hacerle rabiar, Axel le daba un abrazo enorme, sólo para ver cómo se ponía rígido, incómodo ante tanto afecto. Pero al cabo de un rato, Erik se ablandaba, se relajaba y se permitía ceder a la intimidad unos segundos, antes de soltarse mascullando un «déjame» fingidamente desabrido. Axel conocía tan bien a su hermano… Mucho mejor de lo que Erik creía. Sabía que a veces se sentía como el raro de la familia, que sentía que no era lo bastante bueno en comparación con él. Y ahora lo tendría mucho más difícil que nunca. Axel comprendía perfectamente que la preocupación de sus padres por su destino afectaría al día a día de Erik, que el escaso espacio que su hermano ocupaba en la familia se vería más reducido aún. No osaba imaginar siquiera qué sería de Erik si él moría.

* * *

– H ola, ya estamos en casa! -Patrik cerró la puerta y dejó a Maja sentada en el suelo del vestíbulo. La pequeña puso enseguida rumbo al interior de la casa y Patrik tuvo que agarrarla del abrigo para detenerla.

– Oye, oye, señorita, antes de ir a ver a mamá hay que quitarte los zapatos y el abrigo. -Una vez que hubo terminado, la dejó ir.

– ¿Erica? ¿Estás en casa? -gritó Patrik. No obtuvo respuesta pero aguzó el oído y percibió un parloteo procedente de la primera planta. Cogió a Maja en brazos y subió al despacho de Erica.

– ¡Hola! Estás aquí…

– Sí, hoy he adelantado unas cuantas páginas. Y luego ha venido Anna y nos hemos tomado un café. -Erica sonrió con los brazos extendidos hacia Maja. La pequeña se le acercó tambaleándose y le plantó en la boca un beso lleno de saliva. Erica frotó la nariz con la de Maja, que hipaba de risa. Los besos de esquimal eran su especialidad.

– ¿Cómo es que habéis estado fuera tanto tiempo? -comentó Erica dirigiéndose a Patrik.

– Pues es que tuve que intervenir un poco en el trabajo -explicó Patrik lleno de entusiasmo-. La nueva colega parece muy buena, pero no habían pensado en todos los aspectos, claro, así que me fui con ellos a Fjällbacka a hacer unas entrevistas, que nos han llevado a establecer la fecha en la que pudieron asesinar a Erik Frankel y… -Se detuvo en mitad de la frase al ver la expresión de Erica. Y cayó enseguida en la cuenta de que debería habérselo pensado dos veces antes de abrir la boca.

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